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– Comprendo que esta nueva información respecto a la presencia de Esmé Carling en Innocent House la noche en que murió Gerard hace ver su suicidio bajo una luz distinta. Pero, cualesquiera que fuesen las circunstancias de su muerte, es imposible que alguno de los socios interviniera en ella. Todos podemos dar cuenta de nuestros actos.

Kate pensó: «No quiere utilizar la palabra “coartada”.»

– Yo estaba con mi prometido -prosiguió Claudia-. Frances y James estaban juntos. Gabriel estaba con Sydney Bartrum. -Se volvió hacia él y su voz se hizo dura de pronto-. Muy valiente por tu parte, Gabriel, ir solo a pie hasta el Sailor’s Return siendo tan reciente el asalto.

– Hace más de sesenta años que ando solo por la ciudad; no dejaré de hacerlo por un asalto callejero.

– Y fue muy oportuno que casualmente te marcharas justo cuando llegaba el taxi de Esmé.

De Witt habló en voz baja:

– Fortuito, Claudia, no oportuno.

Pero Claudia estaba mirando a Dauntsey como si fuera un desconocido.

– Quizás incluso algún empleado del pub pueda confirmar a qué hora llegasteis Sydney y tú, aunque, naturalmente, es uno de los locales más bulliciosos del río y el que tiene la barra más larga, además de una entrada por el paseo del río, y llegasteis por separado. Dudo que puedan decir una hora exacta, si es que alguien se acuerda de dos clientes en particular. No haríais nada que llamara la atención, supongo.

Dauntsey replicó con voz contenida.

– No fuimos allí con esa intención.

– ¿Por qué fuisteis? Ignoraba que frecuentaras el Sailor’s Return. No me imaginaba que fuera el tipo de local que sueles frecuentar; en conjunto, demasiado ruidoso. Y tampoco sabía que Sydney y tú fuerais compañeros de copas.

A Kate le pareció como si de pronto hubieran emprendido una guerra particular. En ese momento se oyó la queda exclamación angustiada de Frances:

– ¡No sigáis, por favor, no sigáis!

– ¿Y tu coartada, Claudia? ¿Es más digna de confianza? -preguntó De Witt.

Claudia se volvió hacia él.

– O la tuya, si a eso vamos. ¿Pretendes decir que Frances no mentiría por ti?

– Es posible; no lo sé. Pero sucede que no es necesario. Frances y yo estuvimos juntos desde las siete.

– Sin ver nada, sin oír nada, sin reparar en nada -dijo Claudia-. Completamente absortos el uno en el otro. -Antes de que De Witt pudiera replicar, prosiguió-. Es curioso, ¿verdad?, que hechos en apariencia poco importantes desencadenen los acontecimientos más trascendentales. Si a alguien no se le hubiera ocurrido enviar un fax para cancelar la sesión de firma de ejemplares, quizás Esmé no habría vuelto aquí aquella noche, no habría visto lo que vio y, por lo tanto, quizá no habría muerto.

Blackie no pudo soportarlo más: primero la antipatía apenas disimulada de los socios y ahora este horror. Se levantó de un salto y exclamó:

– ¡Basta ya, por favor, basta ya! No es cierto. Se mató ella misma. Mandy la encontró. Mandy lo vio. Todos saben que se mató ella misma. El fax no tuvo nada que ver.

– Claro que se mató -dijo Claudia con aspereza-. Cualquier otra idea es fruto de la imaginación de la policía. ¿Por qué aceptar un suicidio cuando se puede optar por algo más emocionante? Y para Esmé ese fax debió de ser la última gota. La persona que lo envió carga con una grave responsabilidad.

Miraba fijamente a Blackie. Las cabezas de los demás se volvieron como si Claudia hubiera tirado de un hilo invisible. De pronto, ésta exclamó:

– ¡Fue usted! Ya lo suponía. ¡Fue usted, Blackie! ¡Usted lo envió!

Todos vieron consternados cómo Blackie abría la boca lenta y silenciosamente. Durante unos segundos que les parecieron más bien minutos, la mujer contuvo la respiración y, finalmente, estalló en incontenibles sollozos. Claudia se levantó de la silla y la cogió por los hombros; por un instante dio la impresión de que iba a sacudirla.

– ¿Y las demás jugarretas? ¿Y las pruebas manipuladas? ¿Y las ilustraciones robadas? ¿También fue usted?

– ¡No, no! ¡Lo juro! Sólo el fax. Nada más. Sólo eso. Fue muy desconsiderada con el señor Peverell. Dijo cosas terribles. No es verdad que estuviera harto de mí. Se preocupaba por mí. Confiaba en mí. Oh, Dios, ¡ojalá estuviera muerta como él!

Se levantó tambaleándose y, sin dejar de chillar, se precipitó hacia la puerta con las manos extendidas, como una ciega buscando a tientas su camino. Frances hizo ademán de levantarse y De Witt ya estaba en pie cuando Claudia le asió el brazo.

– Por el amor de Dios, James, déjala en paz. No a todos nos es grato que nos prestes tu hombro para llorar sobre él; algunos preferimos sobrellevar nuestras propias desdichas.

James se sonrojó y volvió a sentarse de inmediato.

– Creo que podemos dejarlo ya -dijo Dalgliesh-. Cuando la señorita Blackett se haya serenado, la inspectora Miskin hablará con ella.

– Felicidades, comandante -replicó De Witt-. Es usted muy astuto; ha conseguido que le hagamos el trabajo. Habría sido más amable interrogar a Blackie en privado, pero se habría necesitado más tiempo, ¿no es eso?, y quizá no hubiera tenido tanto éxito.

– Ha muerto una mujer y mi trabajo consiste en descubrir cómo y por qué -contestó Dalgliesh-. Me temo que la amabilidad no es prioritaria para mí.

Frances, al borde del llanto, miró a De Witt y se lamentó:

– ¡Pobre Blackie! ¡Oh, Dios mío, pobre Blackie! ¿Qué harán ahora con ella?

Fue Claudia quien contestó.

– La inspectora Miskin la consolará y luego el señor Dalgliesh la freirá a preguntas. O, si tiene suerte, al revés. No te preocupes por Blackie. No la condenarán a la horca por haber enviado ese fax; de hecho, ni siquiera es un delito. -Se volvió bruscamente y le dirigió la palabra a Dauntsey-. Lo siento, Gabriel. Lo siento muchísimo. No sabes cuánto lo siento. No entiendo qué me ha pasado. Dios mío, debemos permanecer unidos. -En vista de que él no decía nada, añadió en tono casi de súplica-: No creerás que haya sido un asesinato, ¿verdad? Me refiero a la muerte de Esmé. ¿Crees que la mató alguien?

Dauntsey respondió con voz queda.

– Ya has oído al comandante leer el mensaje que dejó para nosotros. ¿De veras te ha parecido una nota de suicidio?

56

El señor Winston Johnson era corpulento, negro y afable, y daba la impresión de no sentirse intimidado por el ambiente de una comisaría y de tomarse con filosofía la pérdida de posibles clientes que podía derivarse de su visita forzosa a Wapping. Su voz tenía un agradable tono de bajo profundo, pero el acento era cockney puro. Cuando Daniel se disculpó por la necesidad de molestarle en horario de trabajo, le contestó:

– Calculo que no he perdido demasiado. De camino hacia aquí he subido a una pareja que quería ir a Canary Wharf. Turistas norteamericanos. Y de los que dan buena propina, además. Por eso llego un poco tarde.

Daniel le tendió una fotografía de Esmé Carling.

– Ésta es la pasajera que nos interesa. El jueves por la noche a Innocent Walk. ¿La recuerda?

El señor Johnson cogió la fotografía con la mano izquierda.

– Perfectamente. Me paró en el puente de Hammersmith sobre las seis y media. Quería llegar al número diez de Innocent Walk a las siete y media. Ningún problema. No iba a tardar una hora en hacer ese trayecto, a no ser que el tráfico estuviera muy mal o se hubiese recibido una amenaza de bomba y sus muchachos hubieran cerrado alguna calle. Pero todo fue bien.

– ¿Quiere decir que llegaron antes de las siete y media?

– Habríamos llegado antes, pero ella me llamó a través del cristal cuando íbamos por la Torre y me dijo que no quería llegar temprano. Me pidió que hiciera tiempo. Le pregunté que adónde quería ir y me dijo: «A cualquier parte, con tal que lleguemos a Innocent Walk a las siete y media.» Conque la llevé hasta Isle of Dogs, di unas cuantas vueltas y luego volví por la autopista. Eso hizo subir unos chelines el precio de la carrera, pero supongo que a ella le daba igual. Dieciocho libras en total, le costó, y aún dejó propina.