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– ¿Cómo llegó a Innocent Walk?

– Salí de la autopista por la calle Garnet abajo y luego por Wapping Wall.

– ¿Vio a alguien en particular?

– ¿Alguien en particular? Había un par de tipos por allí, pero yo no me fijé en nadie en particular. Iba conduciendo, ¿no?

– ¿Le dijo algo la señora Carling durante el trayecto?

– Sólo lo que ya le he dicho, que no quería llegar a Innocent Walk hasta las siete y media y que diera unas cuantas vueltas. Algo así.

– ¿Y está usted seguro de que quería ir al número diez de Innocent Walk, no a Innocent House?

– Al número diez me dijo y al número diez la llevé. Justo al lado de la reja de hierro que hay en el extremo de Innocent Passage. Me dio la impresión de que no quería adentrarse más en Innocent Walk. Nada más girar por la bocacalle, dio unos golpes en el cristal y me dijo que allí estaba bien.

– ¿Vio si la cancela de Innocent Passage estaba abierta?

– No estaba abierta de par en par, pero eso no quiere decir que estuviera cerrada.

Antes de hacer la siguiente pregunta Daniel ya sabía cuál sería la contestación, pero necesitaba que quedara constancia de ello.

– ¿Le dijo qué iba a hacer en Innocent Walk? Si iba a ver a alguien, por ejemplo.

– Eso no era asunto mío, ¿verdad, jefe?

– Tal vez no, pero a veces los pasajeros hablan.

– Incluso demasiado, algunos. Pero ésta no. Estuvo todo el rato callada, apretando aquel bolso grande que llevaba.

Apareció otra fotografía.

– ¿Este bolso?

– Puede ser. Era por el estilo. Pero, ojo, no podría jurarlo.

– ¿Le dio la impresión de que estaba lleno, como si llevara dentro algo voluminoso o pesado?

– Ahí no puedo ayudarle, compañero. Pero vi que lo llevaba colgado al hombro y que era grande.

– ¿Y podría jurar que el jueves llevó a esta mujer desde Hammersmith hasta Innocent Walk y la dejó viva en el extremo de Innocent Passage a las siete y media?

– Bueno, desde luego no la dejé muerta. Sí, ya lo creo que puedo jurarlo. ¿Quiere que haga una declaración?

– Su colaboración ha sido muy valiosa, señor Johnson. Sí, nos gustaría tener su declaración. Se la tomaremos en el despacho de al lado.

El señor Johnson salió acompañado de un policía de paisano. Casi al instante, volvió a abrirse la puerta y el sargento Robbins asomó la cabeza. No se esforzaba en disimular su excitación.

– Estaba comprobando el tráfico del río, señor. Acabamos de recibir una llamada de las autoridades del puerto de Londres, en contestación a la que les hice yo hace cosa de una hora. Su lancha, la Royal Nore, pasó anoche ante Innocent House. Su presidente celebró una cena privada a bordo. La comida se servía a los ocho y tres de los invitados tenían ganas de ver Innocent House, así que estaban en cubierta. Calculan que deberían de ser las ocho menos veinte. Pueden jurar, señor, que entonces no había ningún cadáver colgando de la barandilla y que no vieron a nadie en el patio. Y otra cosa, señor: están completamente seguros de que la lancha se hallaba a la izquierda de los escalones y no a la derecha. Me refiero a la izquierda mirando desde el río.

Daniel dijo lentamente:

– ¡Vaya por Dios…! Así que el instinto del jefe no le engañaba. La mataron en la lancha. El asesino oyó acercarse la embarcación de las autoridades del puerto de Londres y mantuvo el cuerpo oculto hasta el momento de colgarlo.

– Pero ¿por qué a ese lado de la barandilla? ¿Por qué cambió de sitio la lancha?

– Porque esperaba que no nos diéramos cuenta de que la había matado allí. Lo último que desea es que los especialistas metan las narices en la lancha. Y otra cosa: salió a recibirla a la cancela de hierro forjado que cierra el extremo de Innocent Passage. El asesino tenía llave y estaba esperándola en el umbral de al lado. Era más seguro permanecer en ese extremo del patio, lo más lejos posible de Innocent House y del número doce.

A Robbins se le había ocurrido una objeción.

– ¿No era demasiado arriesgado cambiar la lancha de sitio? La señorita Peverell y el señor De Witt habrían podido oírlo desde el piso y sin duda habrían bajado a investigar.

– Dicen que no habrían podido oír un taxi a no ser que se internara por Innocent Lane. Podemos verificarlo, naturalmente. Y si oyeron el motor debieron de creer que era una lancha que pasaba por el río. Tenían corridas las cortinas, recuerde. Y por supuesto, siempre existe otra posibilidad.

– ¿Cuál, señor?

– La de que fueran ellos los que movieron la lancha.

57

A las cinco y media del sábado, un día normalmente ajetreado, la tienda estaba desierta y el rótulo de «cerrado» colgaba tras el cristal. Claudia pulsó el timbre situado a un lado y a los pocos segundos apareció la figura de Declan y se abrió la puerta. En cuanto Claudia hubo entrado, él echó una rápida ojeada hacia ambos extremos de la calle y volvió a cerrar con llave a sus espaldas.

– ¿Dónde está el señor Simon? -preguntó ella.

– En el hospital. De allí vengo. Está muy mal. Él cree que es cáncer.

– ¿Y qué dicen los médicos?

– Van a hacerle unas pruebas. Creen que se trata de algo grave. Esta mañana hice que llamara al doctor Cohen, su médico de cabecera. En cuanto lo vio le dijo: «Por el amor de Dios, ¿por qué no me ha llamado antes?» Simon sabe que no saldrá del hospital; él mismo me lo ha dicho. Escucha, pasemos adentro, ¿quieres? Allí estaremos más cómodos.

Ni la besó ni la tocó.

Ella pensó: «Me habla como si fuera una cliente.» Le había ocurrido algo aparte de la enfermedad del viejo Simon. Nunca lo había visto de esa manera. Se diría que estaba poseído por una mezcla de excitación y terror. Su mirada era casi frenética y la piel le relucía de sudor. Incluso percibía su olor: un olor ferino y ajeno. Lo siguió hasta el invernadero. La estufa eléctrica instalada en la pared tenía las tres barras encendidas y en la habitación hacía mucho calor. Los objetos familiares parecían extraños, disminuidos, los restos mezquinos de vidas muertas y desatendidas.

Claudia se quedó mirándolo sin sentarse. Incapaz de permanecer quieto en un sitio, Declan recorría los escasos metros de espacio libre como un animal enjaulado. Vestía con más formalidad que de costumbre, y la insólita seriedad del traje y la corbata contrastaba con su inquietud casi maníaca, con el cabello desordenado. Claudia se preguntó cuánto rato llevaría bebiendo. Había una botella de vino casi vacía y un solo vaso utilizado entre los objetos revueltos en una de las mesas. De pronto, Declan interrumpió su desasosegada caminata y se volvió hacia ella, que vio en su mirada una expresión de súplica, vergüenza y miedo al mismo tiempo.

– Ha estado aquí la policía -comenzó-. Escucha, Claudia, he tenido que contarles lo del jueves, la noche en que murió Gerard. He tenido que decirles que me dejaste en el muelle de la Torre, que no estuvimos todo el rato juntos.

– ¿Has tenido? -replicó ella-. ¿Cómo que has tenido?

– Me lo han sacado por la fuerza.

– ¿Con qué, con empulgueras y pinzas al rojo? ¿Te ha retorcido los brazos Dalgliesh y te ha abofeteado? ¿Te han llevado a los calabozos de Notting Hill y te han dado una paliza, procurando no dejar marcas? Ya sabemos lo bien que lo hacen. Todos vemos la televisión.

– Dalgliesh no ha venido. Eran ese chico judío y un sargento. No te puedes imaginar lo mal que lo he pasado, Claudia. Creen que la novelista, Esmé Carling, fue asesinada.

– Eso no pueden saberlo.