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– Te digo que es lo que ellos creen. Y saben que yo tenía un motivo para asesinar a Gerard.

– Si lo asesinaron.

– Sabían que yo necesitaba dinero y que tú me habías prometido conseguirlo. Habríamos podido atracar la lancha en Innocent House y hacerlo entre los dos.

– Pero no lo hicimos.

– No quieren creerlo.

– ¿Y todo esto te lo han dicho ellos directamente?

– No, pero no hacía falta. Me he dado cuenta de que lo pensaban.

Claudia le explicó con paciencia:

– Mira, si sospecharan en serio de ti te habrían interrogado en una comisaría de policía después de informarte de tus derechos y habrían grabado la entrevista con un magnetófono. ¿Fue eso lo que hicieron?

– Claro que no.

– ¿No te invitaron a acompañarlos a la comisaría ni te dijeron que podías llamar a un abogado?

– Nada de eso. Al final me dijeron que debía ir a la comisaría de Wapping y firmar una declaración.

– Entonces, ¿qué te han hecho, en realidad?

– Insistían en saber si estaba completamente seguro de que habíamos estado todo el tiempo juntos y de que me habías traído a casa en tu coche desde Innocent House. No paraban de repetir que era mucho mejor decir la verdad. El inspector utilizó las palabras «cómplice de asesinato», de eso estoy seguro.

– ¿Lo estás? Pues yo no.

– El caso es que se la he dicho.

– ¿Te das cuenta de lo que has hecho? -La voz de Claudia surgía, contenida, de unos labios que ya no parecían suyos-. Si Esmé Carling fue asesinada, probablemente Gerard también lo fue, y eso quiere decir que una sola persona es responsable de las dos muertes. Sería demasiada coincidencia tener dos asesinos en una misma empresa. Lo único que has conseguido es hacerte sospechoso de dos muertes, no de una.

Él casi lloraba.

– Pero cuando Esmé murió estábamos aquí juntos. Viniste directamente de la oficina. Yo mismo te abrí. Pasamos la noche juntos. Hicimos el amor. Se lo he dicho.

– Pero el señor Simon ya no estaba cuando llegué, ¿verdad? Sólo me viste tú. ¿Qué prueba tenemos?

– ¡Pero estábamos juntos! ¡Tenemos una coartada! ¡Los dos la tenemos!

– ¿Y crees que ahora van a darle crédito? Has reconocido que mentiste acerca de la noche en que se produjo la muerte de Gerard; ¿por qué no habrías de mentir también acerca de la noche en que murió Esmé? Te preocupaba tanto salvar el pellejo que no has sido capaz de ver que te estabas hundiendo más en la mierda.

Declan se volvió de espaldas y se sirvió más vino. Luego alzó la botella y preguntó:

– ¿Quieres un poco? Iré a buscar otro vaso.

– No, gracias.

Él se volvió de nuevo.

– Oye -dijo-, creo que no deberíamos seguir viéndonos, al menos por algún tiempo. Será mejor que no nos vean juntos hasta que todo esto se haya aclarado.

– Ha ocurrido otra cosa, ¿no? -observó Claudia-. No es sólo el asunto de la coartada.

Fue casi cómico el modo en que le cambió la cara. La expresión de miedo y vergüenza fue anegada por un arrebato de entusiasmo, de satisfacción maliciosa. «Qué infantil es», pensó Claudia, tratando de imaginar qué nuevo juguete le había caído en las manos. Pero sabía que el desprecio que sentía era más por ella misma que por él.

Declan asintió, deseoso de que comprendiera.

– Es cierto, ha ocurrido otra cosa. Bastante buena, de hecho. Simon ha mandado llamar a su abogado. Va a hacer un testamento en el que me deja todo el negocio y la finca. ¿A qué otra persona podría dejárselo? No tiene parientes. Sabe que ya nunca se irá a tomar el sol, así que tanto da que me lo quede yo. Prefiere dejármelo a mí a que se lo quede el Gobierno.

– Comprendo -dijo ella. Y comprendía. Ya no era necesaria. El dinero heredado de Gerard ya no hacía falta-. Si la policía sospecha realmente de ti -prosiguió sin perder la calma-, cosa que dudo, el hecho de que dejemos de vernos no influirá en nada. En todo caso, parecerá más sospechoso. Es precisamente lo que harían dos culpables. Pero tienes razón: no volveremos a vernos; nunca más, si de mí depende. No me necesitas y, desde luego, yo no te necesito. Posees cierto encanto de hombre huraño y no estás mal como entretenimiento, pero no es que seas el mejor amante del mundo, ¿verdad?

Le sorprendió ser capaz de llegar a la puerta sin titubear, pero le costó un poco abrirla. En aquel momento se dio cuenta de que lo tenía a su espalda.

– Ya ves tú qué tal suena eso -adujo Declan con voz casi suplicante-. Me pediste que fuera a navegar por el río contigo. Dijiste que era importante.

– Y lo era. Iba a hablar con Gerard después de la reunión de los socios, ¿recuerdas? Creía que podía tener una buena noticia para ti.

– Y luego me pediste una coartada. Me pediste que dijera que habíamos estado juntos hasta las dos. Me llamaste desde el despachito de los archivos en cuanto te quedaste sola con el cuerpo. Tuviste el tiempo justo. Y fue lo primero en que pensaste. Me explicaste lo que debía decirles. Me obligaste a mentir.

– Y se lo has dicho así a la policía, claro.

– Estaba claro que era eso lo que pensaban. Lo que debe de pensar todo el mundo. Te llevaste la lancha tú sola; estuviste sola en Innocent House. Has heredado su piso, sus acciones, el dinero de su seguro de vida.

Claudia notó la dureza de la puerta contra su espalda. Lo miró a la cara y vio aparecer el miedo en sus ojos mientras le hablaba.

– ¿Y no te da miedo estar conmigo? ¿No te da pánico estar aquí a solas conmigo? Ya he matado a dos personas, ¿por qué habría de importarme matar a otra? Podría ser una maníaca homicida, nunca se sabe, ¿verdad? ¡Dios mío, Declan! ¿De veras crees que asesiné a Gerard, un hombre que valía diez veces más que tú, para comprarte esta casa y esa patética colección de basura que acumulas para intentar convencerte a ti mismo de que tu vida tiene sentido, de que eres un hombre?

No recordaba haber abierto la puerta, pero la oyó cerrarse con firmeza tras de sí. La noche le pareció muy fría, y descubrió que temblaba con violencia. «De modo que ha terminado -pensó-. Ha terminado con rencor, acritud, viles insultos sexuales, humillación. Aunque, ¿no sucede así siempre?» Hundió las manos en los bolsillos del abrigo y, con los hombros encogidos, anduvo a paso vivo hacia el coche aparcado.

Libro quinto . La prueba definitiva

58

El lunes, hacia la caída de la tarde, Daniel estaba trabajando a solas en la sala de los archivos. No sabía muy bien qué le había llevado de nuevo a aquellos estantes repletos y mohosos, como no fuera el cumplimiento de una autoimpuesta penitencia. No podía dejar de pensar ni un momento en el fallo que había cometido con la coartada de Esmé Carling. No sólo le había engañado Daisy Reed, sino también Esmé Carling, y a ella habría podido presionarla más. Dalgliesh no había vuelto a mencionar el error, pero probablemente no lo olvidaría. Daniel no sabía qué era peor, si la tolerancia del jefe o el tacto de Kate.

Trabajaba sin interrupción, llevándose montones de unas diez carpetas cada uno al despachito de los archivos. Habían puesto a su disposición una estufa eléctrica y hacía bastante calor. Pero el cuarto no era cómodo. Sin la estufa, el frío atacaba de inmediato con un helor casi antinatural; con ella, la habitación no tardaba en resultar demasiado calurosa. Daniel no era supersticioso. No tenía la sensación de que los espectros turbados de los muertos observaban su búsqueda metódica y solitaria. La habitación era sombría, inhóspita, vulgar, y tan sólo evocaba una vaga inquietud nacida, paradójicamente, no del contagio del horror, sino de su ausencia.

Acababa de retirar el siguiente lote de carpetas de un estante alto cuando vio tras ellas un paquetito envuelto en papel marrón y atado con un viejo cordel. Lo llevó a la mesa y, después de luchar con los nudos, finalmente logró deshacerlos. Era un antiguo Libro del Rezo encuadernado en piel, de unos quince centímetros por diez, con las iniciales F. P. grabadas en oro sobre la cubierta. El libro parecía muy usado; las iniciales resultaban casi indescifrables. Lo abrió por la primera página, rígida y amarillenta, y vio burdamente inscrita la siguiente leyenda: «Impreso por John Baskett, Impresores de Sus Excelentísimas Majestades y Herederos de Thomas Newcomb y Henry Hills, difuntos. 1716. Cum Privilegio.» Empezó a hojearlo con cierto interés. Había finas líneas rojas que bajaban por los márgenes y la parte central de cada página. Aunque no sabía mucho sobre el Libro del Rezo anglicano, examinó sus páginas amarillentas y quebradizas con bastante atención y descubrió que había una «Oración especial de Acción de Gracias que se rezará cada año el día Quinto de Noviembre, por la feliz Salvación del Rey Jaime I y Parlamento del Traidor y Sangriento intento de Masacre mediante el uso de Pólvora». Daniel dudó que esta plegaria siguiera formando parte de la liturgia anglicana.