Dalgliesh llegó junto a ellos. En un tono de voz tan normal como si estuvieran amigablemente reunidos en la sala de la comisaría de Wapping, les anunció:
– La policía de Essex no intentará rescatar el cuerpo hasta que se haga de día. Quiero que lleve a Kate de vuelta a Londres en su coche. ¿Se siente capaz?
– Sí, señor, estoy en perfectas condiciones de conducir.
– Si no es así, que conduzca Kate. El señor De Witt y la señorita Peverell vendrán conmigo en el helicóptero. Sin duda querrán volver a su casa lo antes posible. Luego me reuniré con ustedes dos en Wapping, esta misma noche.
Permaneció de pie con Kate a su lado hasta que las tres figuras se encontraron con el piloto y subieron al helicóptero. La máquina cobró vida con un poderoso rugido y las grandes aspas empezaron a girar lentamente, se hicieron borrosas, se volvieron invisibles. El helicóptero se elevó ladeado hacia el cielo. Etienne y Estelle estaban en el borde del campo, mirándolo con el rostro vuelto hacia lo alto. Daniel pensó: «Parecen turistas. Me extraña que no saluden con la mano.» Le dijo a Kate:
– Me he dejado algo en la casa.
La puerta principal estaba abierta. Kate entró en el recibidor con él y lo siguió hasta el estudio, procurando mantenerse unos pasos más atrás para que no se sintiera como un preso bajo escolta. La luz de la habitación estaba apagada, pero las llamas del hogar proyectaban sombras danzantes sobre las paredes y el techo y teñían la pulida superficie de la mesa de un resplandor rojizo, como si estuviera manchada de sangre.
La fotografía aún estaba ahí. Por un instante le sorprendió que Dalgliesh no se la hubiera llevado, pero enseguida recordó que carecía de importancia. Ya no habría ni juicio ni pruebas. No sería necesario presentarla como evidencia ante un tribunal. Ya no hacía ninguna falta. No servía para nada.
La dejó sobre la mesa y, volviéndose hacia Kate, caminó junto a ella en silencio hacia el coche.
P. D. James