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Pero la señora Willoughby seguía pensando en la reunión del consejo parroquial.

– No es que me guste particularmente ese himno. Nunca me ha gustado. No comprendo por qué la señorita Matlock está tan entusiasmada con él. Nostalgia, supongo. Recuerdos de la infancia. No hay mucho pesar y duda en la congregación de St. Margaret. Demasiado bien comidos. Demasiado acomodados. Aunque te aseguro que los habrá si el vicario intenta suprimir la Sagrada Comunión de los domingos a las ocho según el libro de 1662. Habrá mucha duda y pesar en la parroquia, si lo intenta.

– ¿Lo ha sugerido?

– No abiertamente, pero está controlando la asistencia. Tú y yo debemos seguir yendo, y ya intentaré convencer a alguien más del pueblo. Todas estas novedades vienen de Susan, claro. Ese hombre sería absolutamente razonable si no lo azuzara su esposa. Ahora ella ha empezado a hablar de prepararse para el diaconado. Luego querrá que la ordenen sacerdote. Les iría mejor a los dos en una parroquia de gran ciudad. Podrían llevar los banjos y las guitarras y me atrevería a decir que a la gente le gustaría. ¿Cómo te ha ido el viaje?

– No ha estado mal. Mejor a la vuelta que esta mañana a la ida. Llegamos a Charing Cross con diez minutos de retraso; ha sido un mal comienzo para un mal día. Hoy eran los funerales de Sonia Clements. El señor Gerard no ha asistido. Tenía demasiado trabajo, según él. Supongo que la difunta no era bastante importante. Naturalmente, eso quiere decir que yo también he tenido que quedarme.

Joan comentó:

– Bueno, tampoco es muy de lamentar. Las incineraciones siempre resultan deprimentes. Se puede obtener cierta satisfacción de un entierro bien llevado, pero no de una incineración. Por cierto, eso me recuerda que el vicario se proponía utilizar la nueva liturgia para los funerales del viejo Merryweather, el martes que viene. Tuve que pararle los pies. El señor Merryweather tenía ochenta y nueve años y ya sabes cómo detestaba los cambios. Sin el libro de 1662, tendría la impresión de no haber recibido un entierro cristiano.

Cuando Blackie regresó a casa el martes anterior con la noticia del suicidio de Sonia Clements, Joan reaccionó con notable compostura. Blackie se dijo que no debía sorprenderse. Su prima la desconcertaba a menudo con una respuesta inesperada a las noticias y acontecimientos. Los pequeños trastornos domésticos le provocaban indignación, mientras que reaccionaba con serenidad estoica ante tragedias de considerable magnitud. Aunque, después de todo, no se podía esperar que esta tragedia la conmoviera. No conocía a Sonia Clements; ni siquiera la había visto nunca.

Al darle la noticia, Blackie comentó:

– No es que haya estado chismorreando con el personal, por supuesto, pero creo que la impresión general que reina en la oficina es que se mató porque el señor Gerard la había echado a la calle. Y no creo que lo hiciera con mucho tacto, además. Parece ser que dejó una nota, pero no decía nada del despido. El personal, sin embargo, es de la opinión que de no haber sido por el señor Gerard aún seguiría con nosotros.

La respuesta de Joan fue enérgica.

– Eso es ridículo. Las mujeres adultas no se matan porque las hayan despedido. Si perder el empleo fuera motivo para suicidarse, tendríamos que excavar fosas comunes al por mayor. Fue una falta de consideración por su parte, un acto muy irreflexivo. Si tenía que matarse, debería haberlo hecho en otro lugar. Después de todo, hubieras podido ser tú la que encontrara su cuerpo en el cuartito de los archivos. Y eso no habría resultado nada agradable.

– No fue muy agradable para Mandy Price, la nueva interina, aunque debo decir que se lo tomó con mucha calma. A algunas jóvenes les habría dado un ataque de histeria -observó Blackie.

– Es absurdo ponerse histérica por un cadáver. Los cadáveres no pueden hacer daño a nadie. Tendrá mucha suerte si no ve nada peor en la vida.

Blackie tomó un sorbo de jerez y contempló a su prima con los párpados entornados, como si fuera la primera vez que la veía de un modo desapasionado. El cuerpo sólido y casi sin cintura, las piernas firmes con un comienzo de venas varicosas sobre unos tobillos sorprendentemente bien formados, la cabellera abundante, antes de un castaño intenso, todavía tupida y sólo levemente gris, recogida en un grueso moño (un peinado que no había cambiado desde el día en que Blackie la vio por primera vez), el rostro jovial y endurecido por la intemperie. Un rostro razonable, podría decirse. Un rostro razonable para una mujer razonable, una de las excelentes mujeres de Barbara Pym, pero sin un ápice de la delicadeza y la discreción de una heroína de Barbara Pym; una mujer que ejercía una dedicación implacable a los problemas del pueblo, desde las defunciones hasta los rebeldes niños cantores, con una vida tan reglada en sus placeres y deberes como el año litúrgico que le daba forma y propósito. Y también la vida de Blackie había tenido otrora forma y propósito. Ahora, a Blackie le parecía que no controlaba nada -ni su vida ni su empleo ni sus emociones- y que Henry Peverell, al morir, se había llevado consigo una parte esencial de ella.

– Joan -dijo de pronto-, creo que no puedo seguir en la Peverell. Gerard Etienne se está volviendo insoportable. Ni siquiera me permite atender sus llamadas personales; las recibe en su despacho por una línea privada. El señor Peverell solía dejar la puerta entornada, encajando en el marco aquella serpiente contra las corrientes de aire, Sid la Siseante. Gerard la cierra siempre y ha hecho cambiar de sitio un armario grande y ponerlo contra el tabique para tener más intimidad. Es una falta de consideración. Todavía me quita más luz. Y ahora quieren que le haga sitio a la nueva interina, Mandy Price, aunque todo el trabajo que hay para ella pase a través de Emma Wainwright, la secretaria personal de la señorita Claudia. Lo lógico sería que la pusieran al lado de Emma. Ahora que el señor Gerard ha desplazado el tabique, mi despacho resulta pequeño hasta para una sola persona. El señor Peverell nunca habría aceptado dividir la estancia cortando una ventana y el techo de estuco. Detestaba ese tabique y ya se opuso a que lo instalaran cuando hicieron las primeras reformas.

– ¿Y su hermana no podría hacer algo? -preguntó su prima-. ¿Por qué no hablas con ella?

– No me gusta quejarme, y menos a ella. Además, ¿qué puede hacer? El señor Gerard es director gerente y presidente. Está destruyendo la empresa y nadie puede hacer nada. Ni siquiera estoy segura de que quieran impedírselo, salvo quizá la señorita Frances, y a ella no va a escucharla.

– Pues vete. No estás obligada a seguir trabajando allí.

– ¿Después de veintisiete años?

– Tiempo más que suficiente para cualquier trabajo, diría yo. Adelanta el retiro. Te apuntaste a su plan de pensiones cuando el señor Peverell lo estableció. En su momento me pareció una decisión muy sensata; te aconsejé que lo hicieras, ¿recuerdas? No recibirás la pensión completa, desde luego, pero algo te llegará. O tal vez podrías buscarte un buen trabajito de sólo media jornada en Tonbridge. Con tus conocimientos y tu experiencia no te costaría demasiado encontrarlo. Pero ¿por qué has de trabajar? Podemos arreglárnoslas, y en el pueblo hay mucho que hacer. Nunca he permitido que el consejo parroquial contara contigo porque estás trabajando en la Peverell. Como le dije al vicario, eres secretaria personal y te pasas el día escribiendo a máquina; no se te puede pedir que lo hagas también por las noches y los fines de semana. Me he tomado tu protección como una cuestión personal. Pero si te retiras será distinto. Geoffrey Harding se queja de que actuar como secretario del consejo parroquial empieza a ser una carga demasiado pesada para él. Podrías ocuparte de eso, para empezar. Y luego está la Sociedad Literaria e Histórica. No cabe duda de que les vendría muy bien un poco de ayuda en la secretaría.

Estas palabras, la vida que tan sucintamente describían, horrorizaron a Blackie. Fue como si, en esas pocas frases ordinarias, Joan la hubiera sentenciado a cadena perpetua. Por vez primera se dio cuenta de la escasa importancia del papel que West Marling desempeñaba en su vida. El pueblo no le desagradaba; las hileras de casitas más bien insulsas, el césped desgreñado que bordeaba un estanque hediondo, el pub moderno que intentaba en vano parecer del siglo xvii con su chimenea de gas y sus vigas pintadas de negro, ni siquiera la pequeña iglesia con su bonito chapitel octogonal evocaba en ella una emoción tan intensa como el desagrado. Allí era donde vivía, comía y dormía. Pero durante veintisiete años el centro de su vida había estado en otro sitio. Se sentía muy satisfecha de regresar cada noche a Weaver’s Cottage, a su orden y comodidad, a la compañía poco exigente de su prima, a las buenas comidas servidas con elegancia, al oloroso fuego de leña en invierno y las bebidas en el jardín en las tibias noches de verano. Le gustaba el contraste entre esa paz rural y el estímulo y las responsabilidades de la oficina, la estridente vida del río. En alguna parte tenía que vivir, ya que no podía hacerlo con Henry Peverell. Pero en aquel momento comprendió, en un abrumador instante de revelación, que la vida en West Marling sería insoportable sin el trabajo.