Vio extenderse aquella vida ante sí en una serie de brillantes imágenes dislocadas que se proyectaron sobre la pantalla de su mente en una secuencia inexorable; horas, días, semanas, meses, años de vacía y predecible monotonía. Las pequeñas tareas domésticas que le crearían la ilusión de hacer algo útil, ayudar en el jardín bajo la supervisión de Joan, actuar como secretaria o mecanógrafa para el consejo parroquial o la sociedad femenina, ir de compras a Tonbridge los sábados, recibir la Sagrada Comunión en el servicio vespertino los domingos, organizar las excursiones que constituirían los puntos culminantes del mes, sin ser lo bastante rica para escapar, sin ninguna excusa que justificara escapar y ningún lugar al que escapar. ¿Y por qué habría de sentir deseos de irse? Era una vida que su prima encontraba satisfactoria y psicológicamente plena: su lugar asegurado en la jerarquía del pueblo, su cottage en propiedad, el jardín que le proporcionaba una alegría y un interés continuados. La mayoría de la gente diría que Blackie podía considerarse afortunada por compartirla, afortunada por vivir sin pagar alquiler (eso se sabría en el pueblo; era la clase de dato que conocían por instinto) en una hermosa casa y en compañía de su prima. Ella sería la menos respetada de las dos, la menos popular, la pariente pobre. Su empleo, escasamente comprendido en el pueblo, pero magnificado en importancia por Joan, le proporcionaba dignidad. El trabajo, ciertamente, confería dignidad, posición, sentido. ¿Acaso no era por eso por lo que la gente temía el desempleo, por lo que a algunos hombres les resultaba traumático el retiro? Y no podía buscarse lo que Joan había denominado «un buen trabajito de media jornada» en Tonbridge. Sabía lo que eso significaría: trabajar en una oficina con chicas a medio adiestrar recién salidas de la escuela o de la academia, sexualmente activas y en busca de pareja, que se tomarían a mal su eficacia o la compadecerían por su evidente virginidad. ¿Cómo podía rebajarse a aceptar un empleo demedia jornada cuando había sido secretaria personal confidencial de Henry Peverell?
Inmóvil, sentada con una copa de jerez a medio beber ante ella y contemplando su resplandor ambarino como hipnotizada, su corazón se sumió en una desordenada confusión y su voz gritó sin palabras: «¡Oh, querido! ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué tuviste que morir?»
Apenas lo había visto fuera de la oficina, nunca había estado en su piso del número 12 y nunca lo había invitado a Weaver’s Cottage ni le había hablado de su vida privada. Sin embargo, durante veintisiete años él había sido el centro de su existencia. Blackie había pasado más horas con él que con ningún otro ser humano. Para ella siempre fue el señor Peverell, mientras que él la llamaba señorita Blackett ante los demás y Blackie cuando se dirigía a ella. No recordaba que sus manos hubieran vuelto a tocarse nunca desde el primer encuentro, veintisiete años antes, cuando ella, una tímida jovencita de diecisiete años recién salida de la escuela, había acudido a Innocent House para realizar la entrevista y él se había levantado sonriente de su escritorio para saludarla. Su capacidad como taquígrafa y mecanógrafa ya la había puesto a prueba la secretaria que se despedía para casarse. En aquel momento, al contemplar su bien parecido rostro de estudioso y sus ojos increíblemente azules, Blackie comprendió que aquélla era la prueba definitiva. Él no le dijo gran cosa del trabajo -aunque por qué había de hacerlo, si la señorita Arkwright ya le había explicado con todo detalle lo que se esperaría de ella-, pero le preguntó por el trayecto desde su casa y le dijo:
– Tenemos una lancha que trae cada día a algunos miembros del personal. Puede cogerla en el muelle de Charing Cross y venir a trabajar por el Támesis; es decir, siempre que no le asuste el agua.
Y ella se dio cuenta de que ésta era la pregunta decisiva, de que no obtendría el empleo si no le gustaba el río.
– No -respondió-, el agua no me asusta.
Después de eso habló muy poco más, pues la idea de acudir cada día a aquel palacio refulgente casi la enmudecía. Al final de la entrevista, él le propuso:
– Si cree que ha de estar a gusto aquí, podemos darnos un mes de prueba el uno al otro.
Al terminar el mes no le dijo nada, pero ella sabía que no necesitaba decirle nada. Permaneció con él hasta el día de su muerte.
Recordó la mañana en que había sufrido el ataque al corazón. ¿De veras hacía sólo ocho meses? La puerta que comunicaba sus despachos estaba entreabierta, como siempre, como a él le gustaba. La serpiente de terciopelo, con su piel de intrincado trazado y su lengua bífida de franela roja, se hallaba enroscada al pie. Él la llamó, pero con voz tan ronca y estrangulada que apenas se la reconocía como humana, y ella creyó que se trataba de un barquero que gritaba desde el río. Necesitó un par de segundos para darse cuenta de que aquella voz descarnada y extraña había gritado su nombre. Saltó de la silla, la oyó deslizarse sobre el suelo y en un instante se encontró junto al escritorio de su jefe, mirándolo desde lo alto. Él estaba sentado, muy rígido, como petrificado, sin atreverse a realizar ningún movimiento, aferrándose los brazos, con los nudillos blancos y los ojos desencajados bajo una frente en la que el sudor empezaba a condensarse en brillantes glóbulos espesos como pus.
– ¡El dolor, el dolor! ¡Llame a un médico!
Prescindiendo del teléfono que había sobre el escritorio, ella huyó a su propio despacho, como si sólo en aquel lugar familiar pudiera hacer frente a la situación. Manoseó torpemente la guía telefónica, pero de pronto recordó que el nombre y el número del médico figuraban en la libretita negra que guardaba en un cajón. Lo abrió de un tirón y hundió la mano en su interior para buscarla, intentando acordarse del nombre, deseando desesperadamente volver al horror del despacho contiguo, pero temiendo al mismo tiempo lo que podía encontrar, sabiendo que debía conseguir ayuda y que debía conseguirla de inmediato. Entonces se acordó. Naturalmente, la ambulancia. Debía pedir una ambulancia. Pulsó las teclas del teléfono y oyó una voz serena, llena de autoridad. Le dio el mensaje. La urgencia, el terror de su voz debieron de convencerlos. La ambulancia saldría inmediatamente.
Lo que ocurrió a continuación no lo recordaba como una secuencia, sino como una serie de imágenes inconexas pero vividas. Desde la puerta de su despacho apenas tuvo tiempo de vislumbrar a Frances Peverell, de pie junto al escritorio con expresión de impotencia, antes de que Gerard Etienne se acercara y la cerrara con firmeza, diciendo:
– No queremos a nadie aquí. Necesita aire.
Fue el primero de los muchos rechazos que siguieron. Recordó los ruidos que hacía el personal de la ambulancia mientras trataba de reanimarlo; su cabeza vuelta hacia el otro lado cuando lo sacaron tapado con una manta roja; el rumor de alguien que sollozaba, alguien que hubiera podido ser ella misma; la vaciedad de su despacho, tan vacío como lo estaba por las mañanas, cuando llegaba antes que él, o por las noches, cuando él se iba primero, aunque ahora de modo permanente, vacío para siempre de todo lo que le daba un significado. Nunca más volvió a verlo. Quiso ir a visitarlo al hospital, pero, cuando le preguntó a Frances Peverell cuál sería el mejor momento, ésta le contestó: