– Aún sigue en cuidados intensivos. Sólo pueden visitarlo la familia y los socios. Lo siento, Blackie.
Las primeras noticias fueron tranquilizadoras. Estaba mejor, mucho mejor. Se creía que no tardaría en salir de la unidad de cuidados intensivos. Y entonces, cuatro días después del primero, sufrió un segundo ataque al corazón y murió. En los funerales, Blackie se sentó en el tercer banco, entre otros empleados de la editorial. Nadie la consoló. ¿Por qué habrían de hacerlo? Ella no formaba parte de los oficialmente afligidos, no era miembro de la familia. Cuando, al salir de la capilla, mientras examinaba las coronas de despedida, no pudo contenerse más y rompió a llorar, Claudia Etienne la miró fugazmente con una mezcla de pasmo e irritación, como diciendo: «Si su hija y sus amigos pueden guardar la compostura, ¿por qué tú no?» Su aflicción se tomó por una muestra de mal gusto, tan presuntuosa como la corona que había enviado, ostentosa entre los sencillos ramos de la familia. Recordó también haber oído el comentario que Gerard Etienne le hizo a su hermana.
– Dios mío, Blackie se ha pasado de la raya. Esa corona no desentonaría en unos funerales de la Mafia de Nueva York. ¿Qué pretende? ¿Hacer creer a todo el mundo que era su amante?
Y al día siguiente, en una pequeña ceremonia particular, los cinco socios arrojaron sus cenizas al Támesis desde la terraza de Innocent House. No la habían invitado a participar, pero Frances Peverell acudió a su despacho y le dijo:
– Quizá te gustaría venir con nosotros a la terraza, Blackie. Creo que a mi padre le habría gustado que estuvieras presente.
Blackie se mantuvo bastante atrás, procurando no estorbar. Los demás se colocaron algo distanciados entre sí, junto al borde de la terraza. Los blancos huesos triturados, que eran todo lo que restaba de Henry Peverell, se hallaban en un recipiente paradójicamente similar a una lata de galletas. Se lo pasaban de mano en mano, tomaban un puñado del polvo granuloso y lo dejaban caer o lo arrojaban al Támesis. Recordó que la marea estaba alta y que soplaba una brisa fresca. El agua del río, de un marrón ocre, chapaleteaba contra los muros del embarcadero proyectando gotitas de espuma. Frances Peverell tenía las manos húmedas y algunos fragmentos de hueso se le pegaron a la piel; luego se las frotó contra la falda con aire furtivo. Estaba perfectamente serena cuando recitó de memoria aquellos versos de Cimbelino que empiezan así:
No temas ya el calor del sol,
ni las cóleras del furioso invierno;
has cumplido tu misión terrestre,
has vuelto a la patria y recibido tus premios.
Blackie tuvo la sensación de que habían olvidado decidir por qué orden iban a hablar, pues se produjo un breve silencio hasta que James de Witt se adelantó más hacia el borde de la terraza y pronunció unas palabras de los Apócrifos: «Las almas de los justos están en manos de Dios y allí ningún tormento las tocará.» A continuación, dejó que las cenizas se deslizaran de entre sus dedos como si contara cada uno de los granos.
Gabriel Dauntsey leyó un poema de Wilfred Owen que a Blackie le resultó desconocido, pero más tarde lo buscó y le intrigó un poco la elección.
Soy el espectro de Shadwell Stair.
Por los malecones y los tinglados,
y a través del cavernoso matadero,
yo soy la sombra que allí camina.
Pero mi carne es firme y fresca,
y mis ojos tumultuosos como las gemas
de lámparas y lunas en el Támesis crecido,
cuando el crepúsculo navega ondulante por el Pool.
Claudia Etienne fue la más breve, con sólo dos versos:
Lo peor que puede acontecemos, si bien se piensa,
es un largo letargo y una larga despedida.
Los recitó en voz alta, pero bastante deprisa, con una intensidad feroz que dio la impresión de que desaprobaba toda aquella charada. Tras ella le llegó la vez a Jean-Philippe Etienne. No se lo había vuelto a ver en Innocent House desde su retiro, un año antes, y vino desde su remota residencia en la costa de Essex conducido por su chófer, para llegar justo antes de la hora a la que estaba prevista la ceremonia y marcharse inmediatamente después sin asistir al refrigerio preparado en la sala de juntas. Su intervención fue la más larga y pronunció las palabras con voz apagada, buscando apoyo en uno de los adornos de la barandilla. Más tarde, Blackie supo por De Witt que era un fragmento de las Meditaciones de Marco Aurelio, pero en aquel momento sólo un breve pasaje se le grabó en la memoria:
En una palabra, todas las cosas del cuerpo son como un río, y las cosas del alma como un sueño y una bruma; y la vida es una guerra y una morada de peregrino, y la fama tras la muerte sólo es olvido.
Gerard Etienne fue el último. Arrojó los huesos triturados lejos de sí, como si se sacudiera todo el pasado, y pronunció unas palabras del Eclesiastés:
Mientras uno está ligado a todos los vivientes hay esperanza, que mejor es perro vivo que león muerto; pues los vivos saben que han de morir, mas el muerto nada sabe, y ya no espera recompensa, habiéndose perdido ya su memoria.
Amor, odio, envidia, para ellos ya todo se acabó; no tendrán jamás parte alguna en lo que sucede bajo el sol.
Después se retiraron en silencio y subieron a la sala de juntas, donde les esperaban el almuerzo frío y el vino. Y exactamente a las dos en punto Gerard Etienne cruzó el despacho de Blackie sin decir nada, entró en la sala contigua y se sentó por primera vez en el sillón de Henry Peverell. El león había muerto y el perro vivo asumía el mando.
7
Tras la incineración de Sonia Clements, James de Witt rehusó la invitación de Frances para ir con Gabriel y ella en el taxi, diciendo que sentía necesidad de andar y que tomaría el metro en la estación de Golders Green. La distancia del crematorio a la estación era mayor de lo que había imaginado, pero se alegraba de estar a solas. El resto del personal de la Peverell Press había regresado en los coches de la funeraria y James no sabía qué habría sido peor, si contemplar la cara tensa y desdichada de Frances sin esperanza de consolarla, o verse estrujado en un automóvil ostentoso y demasiado lleno, entre una manada de empleados jóvenes que habían preferido unos funerales a una tarde de trabajo y cuyas lenguas, liberadas tras la solemnidad espuria de la ceremonia, se habrían inhibido en su presencia. Incluso había asistido la interina, Mandy Price. Pero eso era bastante razonable; al fin y al cabo, había participado en el descubrimiento del cadáver.
La incineración había resultado un acto lamentable y James se consideraba culpable de ello. Siempre se consideraba culpable y, a veces, reflexionaba que poseer tan vivo sentido del pecado sin la religión que podía mitigarlo por medio de la absolución constituía una incómoda idiosincrasia. La hermana de la señorita Clements, la monja, había estado presente en los funerales: apareció en el último momento como por arte de magia para ocupar un asiento del fondo y desapareció con igual rapidez al final, sin detenerse más que para estrechar la mano de aquellos empleados de la Peverell Press que se adelantaban a mascullar el pésame. Antes le había escrito una carta a Claudia en la que solicitaba que la empresa se ocupara de los arreglos necesarios, y ahora él creía que hubieran debido hacerlo mejor. Debería haberse tomado más interés en vez de dejarlo todo en manos de Claudia, lo que en la práctica equivalía a dejarlo en manos de la secretaria de Claudia.