Pensó que debería existir un servicio destinado a quienes no profesan ninguna religión. Seguramente lo había y habrían podido descubrirlo si se hubieran tomado la molestia de hacerlo. Podría ser un proyecto editorial interesante y quizás incluso lucrativo; un libro de ritos funerarios alternativos para humanistas, ateos y agnósticos, una ceremonia formal de rememoración, una celebración del espíritu humano que no incluyera ninguna referencia a una posible continuidad de la existencia. Mientras avanzaba a grandes pasos hacia la estación, con el largo abrigo abierto y aleteando, se entretuvo seleccionando fragmentos de prosa y verso para semejante libro. Mira por última vez todas las cosas encantadoras, de De la Mare, para poner un toque de melancolía nostálgica. Tal vez Non Dolet, de Oliver Gogarty, la oda Al otoño, de Keats, si el difunto era mayor y A una alondra, de Shelley, si era joven. Los Versos escritos sobre la abadía de Tintern, de Wordsworth, para los adoradores de la naturaleza. Podría haber canciones en lugar de himnos, y el movimiento lento del concierto Emperador de Beethoven constituiría una adecuada marcha fúnebre. Por cierto, no había que descartar el tercer capítulo del Eclesiastés:
Todo tiene su momento y todo cuanto se hace bajo el sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de curar; tiempo de destruir y tiempo de edificar.
Hubiera podido preparar algo apropiado para Sonia, incluyendo quizás extractos de los libros que ella había encargado y editado, una conmemoración de sus veinticuatro años de servicios a la empresa que la propia Sonia habría encontrado adecuada. Le pareció un dato curioso la importancia que tenían estos ritos funerarios, evidentemente concebidos para consolar y atender a las necesidades de los vivos, puesto que nunca podrían afectar a los muertos.
Se detuvo a comprar dos cartones de leche semidesnatada y una botella de detergente líquido en el supermercado de Notting Hill Gate, antes de entrar sigilosamente en casa. Era evidente que Rupert estaba acompañado, pues por el hueco de la escalera bajaba con claridad un rumor de voces y de música. Había esperado encontrarlo solo y se preguntó, como con tanta frecuencia solía hacer, cómo un hombre tan enfermo podía soportar tanto ruido. Pero, después de todo, era un ruido alegre y Rupert sólo lo soportaba durante un tiempo limitado. Era él, James, quien afrontaba luego la inevitable reacción. De pronto le invadió la sensación de que no podía ver a nadie. En vez de subir se dirigió a la cocina y, sin quitarse el abrigo, se preparó un té, abrió la puerta de atrás y salió con la taza al sosiego y la oscuridad del jardín para sentarse en el banco de madera que había junto a la puerta. Era un anochecer cálido para estar a finales de septiembre y, sentado allí mientras la oscuridad se hacía más profunda, separado del bullicio y la brillante iluminación de Notting Hill Gate por ochenta metros escasos, le pareció que aquel jardincito contenía, suspendidas en su tranquila atmósfera, toda la dulzura recordada del verano y la abundancia margosa del otoño.
Durante diez años, desde que su madrina se la legara, la casa había sido una fuente inagotable de placer y contento. No había esperado disfrutar de tan viva o complaciente satisfacción en la propiedad, ya que desde la adolescencia se había estado engañando con la convicción de que, salvo sus cuadros, las posesiones materiales carecían de importancia para él. Ahora sabía que una posesión, la más sólida y permanente, había pasado a ocupar una posición dominante en su vida. Le gustaban la modesta fachada de estilo Regencia, las ventanas con postigos, el doble salón de recibir de la primera planta, que daba a la calle por delante y en cuya parte trasera había construido un invernadero con vistas a su propio jardín y a los de sus vecinos. Le gustaban los muebles del siglo xviii que su madrina había traído consigo a la casa cuando una pobreza relativa la empujó hacia esa calle entonces humilde, todavía sin aburguesar, todavía un poco astrosa. Su madrina se lo había dejado todo excepto los cuadros, pero, dado que en esa materia sus gustos diferían, James no se afligió. El salón estaba provisto de estanterías de un metro veinte de altura a lo largo de todas las paredes, sobre las cuales había colgado sus grabados y acuarelas. La casa aún conservaba un aire de discreta femineidad, pero él no sentía ningún deseo de imponerle un gusto más masculino. Regresaba a ella cada noche, al pequeño pero elegante zaguán con su empapelado descolorido y la escalera suavemente curva, con la sensación de entrar en un mundo privado, seguro y absolutamente placentero. Eso, antes de acoger a Rupert.
Rupert Farlow había publicado su primera novela en la Peverell Press quince años antes y James aún recordaba la mezcla de entusiasmo y admiración con que había leído el manuscrito, entregado no por mediación de un agente, sino directamente a la editorial, mal mecanografiado en un papel inadecuado y sin que lo acompañara una carta explicativa, sino sencillamente con el nombre y la dirección de Rupert, como si éste desafiara al lector todavía desconocido a reconocer su calidad. Su segunda novela, publicada al cabo de dos años, fue recibida con menos generosidad, como suele suceder con las segundas novelas tras un espectacular éxito inicial, pero James no quedó decepcionado. Ahí, confirmado, había un talento de primera magnitud. Y después, silencio. Dejó de verse a Rupert en Londres y las cartas y las llamadas telefónicas quedaban sin contestación. Se rumoreó que estaba en el norte de África, en California, en la India. Y entonces reapareció, pero no traía consigo ninguna obra nueva. No hubo otra novela y ahora ya no la habría. Fue Frances Peverell quien le comentó a James que había oído decir que Rupert estaba muriéndose de sida en un hospital del oeste de Londres. Ella no fue a visitarlo, pero James sí, y continuó visitándolo. Rupert estaba recobrándose, pero el personal del hospital no sabía qué hacer con él. Su piso resultaba inadecuado, el casero le era hostil y él detestaba la camaradería del hospital. Todo esto salió a la luz sin mediar queja alguna. Rupert nunca se quejaba excepto de las trivialidades de la vida. Al parecer consideraba su enfermedad no como una aflicción cruel e injusta, sino como un fin ordenado e ineludible, digno de ser sobrellevado sin amarguras. Rupert se moría con valor y con dignidad, pero seguía siendo el Rupert de siempre, malintencionado o travieso, falso o temperamental, según se lo quisiera describir. Vacilante, temiendo que su oferta pudiera ofenderle o ser mal interpretada, James le sugirió que fuera a vivir con él en Hillgate Village. La oferta fue aceptada y hacía cuatro meses que Rupert se había instalado allí.
La tranquilidad, el viejo orden, la vieja seguridad, todo se había desvanecido. A Rupert le resultaba difícil subir y bajar escaleras, de manera que James le había instalado una cama en el salón y el enfermo se pasaba casi todo el día allí o, cuando hacía sol, en el invernadero. En el primer piso había un aseo con ducha y una habitación poco mayor que un armario, que James había convertido en una cocina provista de una tetera eléctrica y un fogón de dos quemadores en el que podía preparar café o bocadillos calientes. En la práctica, el primer piso se convirtió en un pequeño apartamento independiente del que Rupert se había adueñado y en el que había impuesto su desordenada, iconoclasta y traviesa personalidad. Irónicamente, la casa se había vuelto menos tranquila ahora que era el hogar de un moribundo. Había una constante afluencia de visitas: los compañeros actuales y antiguos de Rupert, su reflexólogo, la masajista que dejaba a su paso un olor a aceites exóticos, el padre Michael, que iba, eso decía Rupert, a oírlo en confesión, pero cuyos oficios eran recibidos, en apariencia, con la misma condescendencia divertida con que aceptaba los relativos a sus necesidades corporales. Los amigos rara vez iban a las horas en que James estaba en casa, salvo durante los fines de semana, aunque cada noche lo recibían las huellas de sus visitas: flores, revistas, fruta y frascos de aceites aromáticos. Allí charlaban, hacían café, eran invitados a beber. Un día James le preguntó a Rupert: