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– ¿Saborea el vino el padre Michael?

– Sabe qué botellas ha de subir, eso desde luego.

– Muy bien, entonces.

No pensaba escatimarle el clarete al padre Michael, siempre que el hombre supiera lo que estaba bebiendo.

James, que tenía su dormitorio un piso más arriba, le proporcionó a Rupert una campanilla de latón que había encontrado en el mercado de Portobello para que pudiera llamarlo si necesitaba ayuda por la noche. Ahora dormía mal, medio esperando oír la clamorosa llamada, imaginando, semidespierto, el traqueteo de las carretas de cadáveres en un Londres acosado por la peste mientras sonaba el grito quejumbroso: «Sacad a vuestros muertos.»

Recordaba hasta el último detalle de la conversación que habían sostenido dos meses antes, los ojos perspicaces e irónicos de Rupert, su rostro sonriente que lo desafiaba a no creer.

– Sólo te cuento los hechos. Gerard Etienne sabía que Eric tenía sida y se encargó de que nos conociéramos. No me quejo, lejos de ello. Yo tuve cierta responsabilidad en el asunto. Gerard no nos acompañó a los dos hasta la cama.

– Lástima que no eligieras mejor.

– No creas. También te diré que no me lo pensé mucho. Tú no llegaste a conocer a Eric, ¿verdad? Era hermoso. Muy pocas personas lo son. Atractivas, guapas, sexy, bien parecidas, todos los adjetivos de costumbre, pero no hermosas. Eric lo era. La belleza siempre me ha resultado irresistible.

– ¿Y eso es todo lo que le exigías a un amante? ¿Belleza física?

Rupert lo parodió, con los ojos y la voz suavemente burlones.

– ¿Y eso es todo lo que le exigías a un amante? Querido James, ¿en qué clase de mundo vives, qué clase de persona eres? No, eso no era todo lo que exigía. Exigía. En pasado, por lo que veo. Habría sido un poco más delicado por tu parte que prestaras atención a la gramática. No, no era todo. Quería a alguien que también estuviera encaprichado de mí y tuviese ciertas habilidades en la cama. No le pregunté a Eric si prefería el jazz a la música de cámara o la ópera al ballet, ni, más importante, qué vinos eran sus favoritos. Te estoy hablando de deseo, te estoy hablando de amor. Dios mío, es como tratar de explicarle Mozart a un sordo para la música. Mira, dejémoslo así: Gerard Etienne nos arrojó deliberadamente al uno en brazos del otro. El ya sabía que Eric tenía sida. Quizás esperaba que nos hiciéramos amantes, quizá pretendía que nos hiciéramos amantes, quizá no le importaba en lo más mínimo ni una cosa ni la otra. Quizá lo hizo por divertirse. No sé cuáles eran sus propósitos y tampoco me importa mucho. Sé cuáles eran mis propósitos.

– Y Eric, sabiendo que padecía una enfermedad contagiosa, ¿no te lo dijo? ¿En qué pensaba, por el amor de Dios?

– Bueno, al principio no. Me lo dijo más tarde. No lo culpo, y si yo no lo culpo puedes guardarte tus juicios morales. Y no sé en qué pensaba. Yo no me dedico a husmear en la mente de mis amigos. Tal vez quería a alguien que lo acompañara en el último tramo, antes de lanzarse a explorar ese largo silencio. -Luego añadió-: ¿Tú no perdonas a tus amigos?

– Perdón no me parece una palabra apropiada para utilizarla entre amigos. Claro que ninguno de mis amigos me ha contagiado una enfermedad mortal.

– Pero, querido James, no es precisamente que tú les des ocasión, ¿verdad?

Había interrogado a Rupert con la insistencia impersonal de un experto investigador porque necesitaba sonsacarle la verdad, porque estaba desesperado por saber.

– ¿Cómo puedes estar seguro de que Etienne sabía que Eric estaba enfermo?

– No preguntes tanto, James. Pareces un fiscal. Y te encantan los eufemismos, ¿verdad? Lo sabía porque Eric se lo dijo. Etienne le preguntó cuándo le llevaría otro libro. A la Peverell Press le había ido bastante bien con su primer libro de viajes; Etienne lo consiguió barato y probablemente esperaba quedarse el siguiente en las mismas condiciones. Eric le dijo que no habría más libros. Carecía de la energía y las ganas necesarias para ello. Tenía otros proyectos para lo que le quedaba de vida.

– Y en ellos entrabas tú.

– Así sucedió. Dos semanas después de aquella conversación, Etienne organizó la excursión por el río. Sospechoso de por sí, ¿no te parece? No es en absoluto el tipo de jarana que le va a Etienne. Chuf, chuf, viejo padre Támesis arriba para inspeccionar la barrera contra inundaciones; chuf, chuf, de vuelta río abajo con canapés de salmón ahumado y champán. Y, a propósito, ¿cómo te libraste?

– Estaba en Francia.

– Así que en Francia. Tu segundo hogar. Es curioso que al viejo Etienne le haya satisfecho tanto pasar todos estos años lejos de su tierra natal. Gerard y Claudia tampoco van por allí, ¿no? Sería de esperar que les gustara ir de vez en cuando a ver el lugar donde papá y sus camaradas se lo pasaban en grande tirando contra los alemanes desde detrás de las rocas. Pero ellos no van nunca, y tú en cambio vas siempre que puedes. ¿Qué haces allí? ¿Comprobar si es cierto todo lo que se dice de él?

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– Sólo era hablar por hablar, no me hagas caso. Además, nunca se le podrá imputar nada al viejo Etienne. Está autentificado; no cabe duda, es un héroe legítimo.

– Háblame de la excursión por el río.

– Oh, fue lo de costumbre. Mecanógrafas que no paraban de soltar risitas nerviosas y la señorita Blackett un poco achispada, con la cara roja y congestionada, exhibiendo esa horrible picardía virginal. Se había traído aquella serpiente contra las corrientes de aire; Sid la Siseante, la llaman. Una mujer extraordinaria. Sin el menor sentido del humor, diría yo, excepto con esa serpiente. Algunas de las chicas la descolgaron por la borda y amenazaron con ahogarla, y una fingió que le daba de beber champán. Al final se la enrollaron a Eric al cuello y la llevó así hasta llegar a casa. Pero eso fue más tarde. Mientras subíamos río arriba fui a refugiarme en la proa. Eric estaba allí solo, absolutamente inmóvil, como un mascarón de proa. Se volvió y me miró. -Rupert hizo una pausa y a continuación repitió casi en un susurro-: Se volvió y me miró. James, lo que acabo de decirte mejor lo olvidas.

– No, no pienso olvidarlo. ¿Me estás diciendo la verdad?

– Desde luego. ¿Acaso no la digo siempre?

– No, Rupert, no siempre.

De pronto se rompió el ensueño. La puerta de la cocina se abrió de golpe y un amigo de Rupert asomó la cabeza.

– Me había parecido oír la puerta de la calle. Nosotros ya nos vamos. Rupert quería saber si ya habías vuelto. Siempre sueles subir directamente.

– Sí -respondió-. Siempre suelo subir directamente.

– ¿Y cómo es que estás aquí fuera?

Lo preguntó con escasa curiosidad, pero James contestó:

– Estaba meditando sobre el tercer capítulo del Eclesiastés.

– Creo que Rupert quiere verte.

– Ahora voy.

Y subió penosamente, como un anciano, al desorden, la calidez, el exótico y profuso revoltijo en que se había convertido su sala de estar.