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Ya en la estación, una vez la hubieron dejado al cuidado de una de las enfermeras de servicio, él se volvió hacia Claudia y comentó:

– Creo que nos hemos ganado una copa. Yo, al menos, la necesito. ¿Vamos a buscar un pub?

Claudia se dijo que no había nada como un peligro común seguido de una benevolencia compartida para favorecer la intimidad, y que sería más prudente despedirse de inmediato y seguir su camino. Aun así, aceptó. Cuando por fin se separaron, ella ya sabía dónde acabaría la cosa. Pero no se precipitó. Nunca había iniciado una aventura amorosa sin la certidumbre interior de que controlaba la situación, de que era más amada de lo que amaba, más susceptible de causar dolor que de sufrirlo. Ahora no estaba segura de ello.

Hacía cosa de un mes que eran amantes cuando él le preguntó:

– ¿Por qué no nos casamos?

La sugerencia -Claudia no podía considerarla una propuesta- era tan sorprendente que ella permaneció unos instantes en silencio. Él prosiguió:

– ¿No te parece una buena idea?

Claudia se dio cuenta de que estaba sopesando seriamente la sugerencia sin saber si para él no era más que una de las ideas que exponía de vez en cuando, sin esperar que ella las creyera y, al parecer, sin que le importara mucho si las creía o no.

– Si hablas en serio -respondió despacio-, la respuesta es que sería una idea muy mala.

– De acuerdo; pero podemos prometernos. Me gusta la idea de un compromiso permanente.

– Eso es una contradicción.

– ¿Por qué? Al viejo Simon le encantaría. Podría decirle: «Estoy esperando a mi novia.» No se sentiría tan violento cuando te quedaras a pasar la noche.

– Nunca he visto que diera la más mínima muestra de sentirse violento. Dudo que le importara que nos dedicásemos a fornicar en la sala delantera, siempre que no asustáramos a los clientes ni estropeáramos el material.

Sin embargo, él empezó a llamarla «mi novia» cuando hablaba de ella con el viejo Simon, y a Claudia le pareció que no podía rechazar el apelativo sin quedar los dos como unos tontos y darle al asunto una importancia que no tenía. Declan no volvió a mencionar el matrimonio, pero a ella le desconcertó descubrir que la idea empezaba a arraigar en una parte de su mente.

Aquel atardecer llegó directamente del crematorio, saludó al señor Simon y pasó a la sala de atrás sin entretenerse. Declan estaba contemplando una miniatura. A ella le gustaba observarlo con el objeto que, por transitorio que fuera el afecto, despertaba momentáneamente su entusiasmo. Era un retrato de una dama del siglo xviii, el escotado corpiño y la escarolada pechera pintados con gran delicadeza, el rostro enmarcado por una alta peluca empolvada, de un atractivo quizás en exceso dulzón.

– Pagado por un amante rico, supongo. Tiene más aspecto de ramera que de esposa, ¿no te parece? Creo que podría ser de Richard Corey. Si lo es, se trata de un hallazgo. ¿Comprendes, querida, por qué tenía que comprarlo?

– ¿De dónde lo has sacado?

– De una mujer que había anunciado unos dibujos que creía originales. No lo eran. Esto sí.

– ¿Cuánto le has pagado?

– Trescientas cincuenta. Se habría conformado con menos, porque estaba bastante desesperada. Pero me gusta esparcir un poco de felicidad pagando un precio ligeramente más elevado de lo que se espera.

– Y vale tres veces más, ¿no?

– Algo así. Es preciosa, ¿verdad? La pintura, quiero decir. Detrás lleva un mechón de pelo enroscado. No creo que esto deba ir a la sala delantera; podrían robarlo en un segundo. La vista del viejo Simon ya no es lo que era.

– Yo lo veo bastante enfermo -apuntó ella-. ¿Por qué no le aconsejas que vaya al médico?

– Es inútil, ya lo he intentado. Detesta a los médicos y todavía más los hospitales. Le aterroriza la idea de que lo ingresen en uno. Para él, los hospitales son sitios donde muere la gente, y no le gusta pensar en la muerte. No es de extrañar, si al resto de tu familia lo han exterminado en Auschwitz.

En aquel momento Declan se apartó de ella para tenderse de espaldas y, mirando la seda de colores iluminada por el suave resplandor de la lámpara de cabecera, le preguntó:

– ¿Has hablado ya con Gerard?

– No, todavía no. Hablaré con él después de la próxima reunión del consejo.

– Mira, Claudia, quiero la tienda. La necesito. La he hecho yo. Todo lo que la distingue es obra mía. El viejo Simon no puede vendérsela a otro.

– Ya lo sé. Tendremos que procurar que esto no pase.

Pensó en lo extraño que resultaba ese impulso de dar, de satisfacer todos los deseos de su amante, como si quisiera compensarle la carga de ser amado. ¿O se debía a la creencia irracional y más profunda de que él merecía obtener lo que quería y cuando lo quería, en virtud sencillamente de su amabilidad? Y cuando Declan quería algo, lo quería con la insistencia de un niño malcriado, sin reservas, sin dignidad, sin paciencia. No obstante, Claudia se dijo que este deseo en particular era adulto y racional. La propiedad, que comprendía los dos apartamentos y toda la tienda, era una ganga por trescientas cincuenta mil libras.

Simon quería venderla y quería vendérsela a él, pero no podía esperar mucho más.

– ¿Has vuelto a hablar con él? -preguntó Claudia-. ¿Qué plazo nos da?

– Quiere que le diga algo antes de final de octubre, pero si puede ser antes, mejor. Está anhelando irse a tender sus viejos huesos al sol.

– Pero no encontrará otro comprador de un día para otro.

– No, pero si no le damos una respuesta concreta para esa fecha, la sacará al mercado y, naturalmente, pedirá más de lo que me pide a mí.

Claudia anunció lentamente:

– Le propondré a Gerard que compre mi parte en la empresa.

– ¿Te refieres a tus acciones de la Peverell Press? ¿Puede pagarlas?

– No sin dificultades, pero si está de acuerdo encontrará el dinero.

– ¿Y no puedes conseguirlo de otra manera?

Ella pensó: «Podría vender el piso del Barbican y venirme a vivir aquí, pero ¿qué clase de solución sería ésa?» Dijo:

– No tengo trescientas cincuenta mil libras guardadas en el banco, si quieres decir eso.

Declan insistió:

– Gerard es tu hermano. Seguro que te ayudaría.

– No tenemos mucha relación. ¿Cómo íbamos a tenerla? Tras la muerte de nuestra madre, nos mandaron a distintas escuelas. Apenas nos veíamos hasta que empezamos a trabajar los dos en Innocent House. Me comprará las acciones si cree que le conviene. Si no, no lo hará.

– ¿Cuándo se lo preguntarás?

– Después de la reunión del consejo del catorce de octubre.

– ¿Y por qué no antes?

– Porque entonces será el mejor momento.

Permanecieron acostados en silencio durante unos minutos. De pronto, ella propuso:

– Escucha, Declan, vayamos al río el día catorce. Vienes a buscarme a las seis y media y cogemos la lancha hasta la barrera del Támesis. No la has visto nunca en la oscuridad.

– No la he visto nunca. ¿Y no hará frío?

– No especialmente. Ponte ropa de abrigo. Llevaré un termo de sopa y vino. Te aseguro que vale la pena ver esas grandes masas que surgen del río oscuro y se ciernen sobre ti. Ven a verlo. Podríamos parar en Greenwich para cenar en un pub.

– Muy bien -aceptó-. ¿Por qué no? Iré. No entiendo por qué hemos de quedar ahora, pero iré si no tengo que ver a tu hermano.

– Eso puedo prometértelo.