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Pero Frances se había construido un mundo propio y, despierta por la noche en aquella reluciente y poco acogedora habitación infantil, acurrucada bajo las mantas como en el útero materno, se introducía en su amable seguridad. En esa vida imaginaria tenía una hermana y un hermano y vivía con ellos en una gran rectoría rural. Había un huerto con árboles frutales y verduras plantadas en pulcras hileras, separado de las amplias extensiones de césped por primorosos setos de boj. Al final del jardín había un arroyo apacible de escasos centímetros de profundidad, que podían cruzar de un salto, y un viejo roble con una casa entre las ramas, confortable como una chocita, en la que se sentaban a leer y a comer manzanas. Dormían los tres en el cuarto de los niños, desde el que podía verse el jardín y la rosaleda hasta el campanario de la iglesia, y no había voces ásperas, ni olor a río, ni imagen de terror; sólo dulzura y paz. Había una madre, también: alta, hermosa, con un largo vestido azul y un rostro medio recordado, avanzaba hacia ella por el césped con los brazos abiertos para que se refugiara entre ellos, porque era la más pequeña y la más querida.

Tenía a su alcance -Frances no lo ignoraba- un equivalente adulto de este mundo de sosiego. Podía casarse con James de Witt, mudarse a su encantadora vivienda de Hillgate Village y darle hijos, los hijos que ella también quería. Podía contar con su amor, estar segura de su bondad, saber que fueran cuales fuesen los problemas que trajera el matrimonio no habría crueldad ni rechazo. Tal vez podría aprender, no a desearlo, puesto que eso no depende de la voluntad, sino a encontrar en la bondad y la delicadeza un sustituto del deseo, de modo que, conforme transcurriese el tiempo, las relaciones sexuales con él llegaran a ser posibles, agradables incluso; en sus momentos más bajos, el precio que debía pagar por su amor, en los más altos un compromiso de afecto y de fe en que el amor podía, con el tiempo, engendrar amor. Pero había sido amante de Gerard Etienne durante tres meses. Y después de aquel prodigio, de aquella pasmosa revelación, comprobó que ni siquiera podía soportar que James la tocara. Gerard, al tomarla despreocupadamente y desecharla con igual despreocupación, la había privado incluso del consuelo de su mejor alternativa.

El terror del río, no su romanticismo ni su misterio, era lo que continuaba dando pábulo a su imaginación; y, tras el rechazo brutal de Gerard, esos terrores que creía haber dejado atrás con la niñez volvieron a afirmarse. Este Támesis era una oscura marea de horror: la reja envuelta en una maraña de algas empapadas que conducía a las entrañas de la Torre; el golpe sordo del hacha; la marea que lamía la Escalera Vieja de Wapping, donde se llevaba a los piratas, se los ataba a las pilastras durante la bajamar y se los dejaba allí hasta que -la Gracia de Wapping- los habían cubierto tres mareas; los cascos apestosos que yacían ante Gravesend con su cargamento humano engrilletado. Incluso los vapores fluviales que cabeceaban río arriba, con la cubierta impregnada de risas y vistosamente estampada de turistas, conjuraban imágenes no deseadas de la mayor tragedia del Támesis, ocurrida en 1878, cuando el vapor de palas Princess Alice, que regresaba cargado de un viaje a Sheerness, fue embestido por un buque carbonero y se ahogaron seiscientas cuarenta personas. Ahora, a Frances le parecía que eran sus gritos los que oía en los chillidos de las gaviotas y, al contemplar de noche la negrura del río salpicada de luz, se imaginaba las pálidas caras de los niños ahogados, arrancados de los brazos de sus madres, que flotaban como frágiles pétalos sobre la oscura marea.

Cuando tenía quince años su padre la llevó por vez primera a Venecia. Según le dijo, quince años era la edad más temprana a la que una niña podía apreciar el arte y la arquitectura del Renacimiento, pero ya entonces Frances sospechaba que él prefería viajar solo y que llevarla consigo constituía un deber al que ya no podía seguir sustrayéndose, aunque también fuese un deber que encerraba cierta promesa de esperanza para los dos.

Fueron las primeras y últimas vacaciones que pasaron juntos. Ella esperaba un sol brillante y caluroso, gondoleros de llamativo atuendo sobre un agua azul, resplandecientes palacios de mármol, cenas a solas con su padre engalanada con alguno de los vestidos nuevos que la señora Rawlings, el ama de llaves, había elegido para la ocasión. Anhelaba con desesperación que esas vacaciones fueran un nuevo comienzo. Y comenzaron mal. Tuvieron que viajar durante las vacaciones escolares y la ciudad estaba repleta de gente. Durante los diez días hubo un cielo plomizo y cayó una lluvia intermitente, de gruesas gotas que salpicaban unos canales tan parduscos como el Támesis. Su impresión fue de ruido constante, roncas voces extranjeras, terror de perder a su padre en las aglomeraciones, antiguas iglesias mal iluminadas en las que un asistente se dirigía con paso cansino al interruptor de la luz para iluminar un fresco, un cuadro, un altar. En aquellos lugares, el aire siempre estaba cargado de incienso e impregnado del olor acre y mohoso de la ropa mojada. Su padre la incitaba a abrirse paso hasta la primera fila de turistas, entre empellones y codazos, y le explicaba las pinturas en un susurro, por encima de la algarabía de lenguas discordantes y las llamadas lejanas de guías perentorios.

Un cuadro se le grabó vivamente en la memoria: Una madre amamantando a su hijo bajo un cielo tormentoso, observada por un hombre solitario. Sabía que en aquella pintura había algo a lo que debía responder, algún misterio en el tema y la intención, y anhelaba compartir el entusiasmo de su padre, decir algo que, si no lograba ser inteligente, al menos no le hiciera apartar la cara con la muda desaprobación a la que ella ya se había acostumbrado. En los malos momentos siempre afloraba el recuerdo de palabras oídas: «La señora no volvió a ser la misma después de que naciera la niña. El embarazo la mató, de eso no cabe duda. Y ahora mira con qué hemos de apechar.» La mujer, de la que hacía tiempo había olvidado el nombre y la función que desempeñaba en la casa, seguramente no había querido decir más que debían hacer frente a una casa grande y difícil de manejar sin la mano firme del ama, pero para la chiquilla el significado de la frase había estado claro entonces y seguía estando claro ahora: «Mató a su madre y mira qué nos ha quedado a cambio.»

Otro recuerdo de aquellas vacaciones se mantuvo vivido durante los años que siguieron. Era su primera visita a la Accademia y, sujetándola con suavidad por el hombro, su padre la condujo ante un cuadro de Vittore Carpaccio, El sueño de santa Úrsula. Por una vez estaban solos y, de pie junto a él, consciente del peso de su mano, Frances se encontró mirando su dormitorio de Innocent House. Allí estaban las ventanas gemelas redondeadas con la media luna superior llena de discos de vidrio verde oscuro, la puerta del rincón entreabierta, los dos jarrones del alféizar tan parecidos a los de casa, la misma cama, con las cuatro columnas para el dosel, la alta cabecera tallada y la cenefa adornada con borlas. Su padre comentó:

– Mira, duermes en una habitación veneciana del siglo xv.

En la cama había una mujer con la cabeza recostada sobre una mano.

– ¿Está muerta la señora? -preguntó ella.

– ¿Muerta? ¿Por qué habría de estar muerta?

Frances percibió en su voz la brusquedad ya familiar. No le respondió, no añadió nada. El silencio se prolongó entre los dos hasta que, con la mano todavía en su hombro, pero ahora más pesada, o así lo parecía, su padre la apartó del cuadro. Otra vez le había fallado. Siempre había sido su destino ser sensible a todos los estados de ánimo de su padre y, al mismo tiempo, carecer de la habilidad y la confianza para enfrentarse a ellos o responder a su necesidad.