Выбрать главу

Incluso la religión los separaba. Su madre había sido católica romana, pero los alcances de su devoción eran algo que Frances ignoraba y no tenía medio de averiguar. La señora Rawlings, una correligionaria contratada un año antes de la muerte de su madre, mitad como gobernanta para ayudar a la cada vez más debilitada mujer, mitad como niñera, la llevaba escrupulosamente a misa todos los domingos, pero aparte de eso no se ocupó de darle ninguna educación religiosa, por lo que la pequeña se formó la idea de que la religión era algo que su padre no comprendía y apenas podía tolerar, un secreto femenino del que valía más no hablar delante de él. No solían ir más de dos veces a la misma iglesia. Se hubiera dicho que a la señora Rawlings le gustaba saborear la religión y se dedicaba a degustar la variedad de rituales, arquitectura, música y sermones que se le ofrecía, temerosa de un compromiso prematuro, de ser reconocida por la congregación, recibida por el sacerdote en la puerta como una habitual y tentada a participar en las actividades de la parroquia, quizás incluso de que le pidieran que recibiese visitas en Innocent House. Conforme Frances fue creciendo, empezó a sospechar que, para la señora Rawlings, encontrar una iglesia nueva para la misa matinal del domingo se había convertido en una especie de demostración de iniciativa personal, lo cual le ofrecía cierta sensación de aventura y proporcionaba un elemento de variedad a la semana, por lo demás monótona, y un animado tema de conversación durante el regreso a casa.

«El coro no era muy bueno, ¿verdad? No tiene ni comparación con el del Oratorio. Tenemos que volver un día al Oratorio, cuando me encuentre con fuerzas. Queda demasiado lejos para ir todos los domingos, pero al menos el sermón fue corto. Después de los diez primeros minutos se salvan muy pocas almas, si quieres saber mi opinión.»

«No me gusta ese padre O’Brien. Así se hace llamar, por lo visto. Muy pocos fieles. No me extraña que se haya mostrado tan amable en la puerta. Quería que volviéramos la semana que viene, claro.»

«Qué Via Crucis más bonito tienen. Me gustan más así, en relieve. El pintado que vimos la semana pasada en St. Michael era demasiado chillón, comparado con éste. Y al menos los niños del coro llevaban las sobrepellices limpias; alguien se ha pasado un buen rato planchando.»

Una mañana de domingo, después de oír misa en una iglesia especialmente aburrida donde la lluvia tamborileaba como si fuera granizo sobre un tejado provisional de planchas de cinc («Esta gente no es de nuestra clase; no volveremos»), Frances le preguntó:

– ¿Por qué he de ir a misa todos los domingos?

– Porque tu mamá era católica romana y estableció un acuerdo con tu padre. Educarían a los niños según los preceptos de la Iglesia de Inglaterra y a las niñas según los de la católica romana. Y te tuvo a ti.

La tuvo a ella. El sexo despreciado. La religión despreciada.

– Hay muchas religiones en el mundo -le explicó la señora Rawlings-. Cada uno puede encontrar algo que le convenga. Todo lo que debes recordar es que la nuestra es la única verdadera. Pero no vale la pena pensar demasiado en eso, mientras no haga falta. Me parece que la semana que viene volveremos a la catedral. Será Corpus Christi. Seguro que organizarán todo un espectáculo.

Cuando, a los doce años, la enviaron al convento, fue un alivio para su padre y para ella. Al terminar el primer trimestre, su padre acudió a recogerla personalmente y Frances alcanzó a oír unas palabras de la madre superiora mientras los despedía en la puerta:

– Señor Peverell, al parecer la niña no ha recibido ninguna instrucción en su fe.

– En la fe de mi esposa. Si es así, madre Bridget, le sugiero que la instruya usted.

Hicieron eso por ella con delicadeza y paciencia. Y no sólo eso. Le proporcionaron un breve período de seguridad, la sensación de ser apreciada, de que era posible amarla. La prepararon para Oxford, cosa que ella suponía que debía considerarse un beneficio adicional, pues la madre Bridget le había recalcado con frecuencia que el propósito de una verdadera educación católica era preparar a las personas para la muerte. Eso también lo hicieron. De lo que Frances ya no estaba tan segura era de que la hubieran preparado para la vida. Desde luego, no la habían preparado para Gerard Etienne.

Entró de nuevo en la sala y cerró con firmeza el ventanal. El ruido del río se volvió tenue, un susurro suave en el aire de la noche. Gabriel le había dicho: «El único poder que tiene es el que tú le das.» Tenía que encontrar como fuera la voluntad y el coraje suficientes para destruir aquel poder de una vez para siempre.

10

Las cuatro primeras semanas de Mandy en Innocent House, que habían empezado con el mal auspicio de un suicidio y terminarían dramáticamente con un asesinato, le parecieron, volviendo la vista atrás, uno de los meses más felices de su vida laboral. Se adaptó con rapidez a la rutina de la oficina; como siempre, y salvo contadas excepciones sus compañeros le gustaban. La mantenían constantemente ocupada, lo cual le parecía muy bien, y el trabajo era más variado e interesante que el que solía llevar a cabo en otras empresas.

Al final de la primera semana la señora Crealey le preguntó si estaba contenta. La respuesta de Mandy fue que había trabajos peores y que no le importaba quedarse un poco más, lo cual era lo más lejos que llegaba nunca a la hora de expresar satisfacción por un empleo. En Innocent House se la había aceptado enseguida; la juventud y la vitalidad combinadas con una elevada eficiencia rara vez despiertan recelo durante mucho tiempo. La señorita Blackett, después de una semana de mirarla fijamente con reprobatoria severidad, al parecer llegó a la conclusión de que peores interinas había conocido. Mandy, siempre presta a la hora de detectar lo más conveniente para sus propios intereses, la trataba con una mezcla halagadora de deferencia y confianza: iba a buscar el café a la cocina, le pedía consejo aunque sin intención de seguirlo y aceptaba algunas de las tareas rutinarias más aburridas con animosa buena voluntad. Para sus adentros pensaba que la pobre era patética, digna de lástima. Estaba claro que el señor Gerard, sin ir más lejos, no podía verla ni en pintura, y era natural. La opinión particular de Mandy era que la señorita Blackett saltaría irremediablemente. De todos modos, estaban demasiado atareadas para perder el tiempo pensando en lo poco que tenían en común y en lo mucho que cada una deploraba la ropa, el peinado y la actitud ante los superiores de la otra. Además, Mandy no estaba siempre en el despacho de la señorita Blackett. La señorita Claudia y el señor De Witt la llamaban con frecuencia para dictarle todo tipo de textos, y un martes que George estuvo de baja a causa de un violento trastorno estomacal, se hizo cargo de la recepción y atendió la centralita sin equivocarse más que en unas pocas conexiones.

El miércoles y el jueves de la segunda semana los pasó en el departamento de publicidad, ayudando a organizar un par de giras de promoción y una sesión de firmas. Allí, Maggie FitzGerald, la secretaria de la señorita Etienne, le reveló alguna de las debilidades de los autores, esos seres imprevisibles y sensibles en demasía de los que, como Maggie reconoció con renuencia, dependía en último término la suerte de la Peverell Press. Estaban los que intimidaban, a los cuales era preferible dejar en manos de la señorita Claudia, y los apocados e inseguros, que necesitaban apoyo constante antes de poder pronunciar una palabra en una charla de la BBC o en quienes la perspectiva de un almuerzo literario producía una mezcla de terror inarticulado e indigestión. No menos difíciles de manejar eran los agresivos y confiados, que, de no contenerlos, se desharían del encargado de la promoción de sus obras y saltarían a cualquier librería que hubiera a mano con la oferta de firmar ejemplares, reduciendo así al caos un programa cuidadosamente establecido. Pero los peores, le confió Maggie, eran los engreídos, que solían ser los que vendían menos libros, pero exigían viajes en primera, hoteles de cinco estrellas, una limusina y un alto cargo de la editorial a su lado, y enviaban coléricas cartas de protesta si sus sesiones de firma no atraían una cola que diera la vuelta a la manzana. Esos dos días en publicidad, Mandy disfrutó del entusiasmo juvenil de la plantilla, de las voces animadas que gritaban sobre la estridencia perpetua del teléfono, los agentes ruidosamente recibidos que regresaban a la base para charlar e intercambiar noticias, la sensación de urgencia y de crisis inminente, y regresó de mala gana a su silla en el despacho de la señorita Blackett.