Le entusiasmaban menos las llamadas para ir a tomar notas al despacho del señor Bartrum, el responsable de la contabilidad, que, como le dijo confidencialmente a la señora Crealey, era maduro y aburrido y la trataba como si fuese un cero a la izquierda. El departamento de contabilidad estaba en el número 10 y, tras cada sesión con el señor Bartrum, Mandy hacía una escapada al piso de arriba para pasarse unos minutos de charla, flirteo e intercambio ritual de insultos con los tres empleados de la sección de envíos. Éstos vivían en un mundo particular de suelos desnudos y mesas de caballetes, de cinta adhesiva y enormes ovillos de cordel, con un olor característico y excitante a libros recién salidos de la imprenta. Le gustaban los tres: Dave, el del sombrero de monte, que a pesar de su escasa estatura tenía unos bíceps como balones de fútbol y podía levantar pesos extraordinarios; Ken, que era alto, lúgubre y callado, y Cari, el encargado del almacén, que estaba en la empresa desde que era un muchacho. «Éste no les va a funcionar», decía a veces, dándole una palmada a una caja de cartón.
– No se equivoca nunca -le aseguró Dave en tono de admiración-. Es capaz de distinguir un best-seller de un fracaso nada más olerlo. Ni siquiera le hace falta leerlo.
Su buena disposición para preparar el té y el café a las dos secretarias personales y los socios le daba ocasión de charlar dos veces al día con la encargada de la limpieza, la señora Demery. Los dominios de la señora Demery tenían su centro en la gran cocina y la salita adyacente de la planta baja, al fondo de la casa. La cocina estaba provista de una mesa rectangular de pino, lo bastante grande para diez personas, un fogón de gas, otro eléctrico y un horno de microondas, un fregadero doble, un frigorífico enorme y una pared cubierta de pequeñas alacenas. Allí, de doce a dos del mediodía, en una atmósfera cargada de discordantes olores de cocina, toda la plantilla salvo los altos cargos comía sus sándwiches, calentaba al horno sus raciones de pasta al curry envueltas en papel de estaño, hacía tortillas, hervía huevos, freía tocino para bocadillos y se preparaba té o café. Los cinco socios nunca comían con ellos. Frances Peverell y Gabriel Dauntsey se iban al edificio de al lado, a sus apartamentos separados del número 12, mientras que los dos Etienne y James de Witt tomaban la lancha río arriba para almorzar en la ciudad o iban andando al Prospect de Whitby o a alguno de los pubs de Wapping High Street. La cocina, sin su presencia inhibidora, era el centro del chismorreo. En ella se recibían las noticias, se comentaban interminablemente, se adornaban y se divulgaban. Mandy se sentaba en silencio ante su caja de sándwiches, sabiendo que, cuando ella estaba presente, los empleados de nivel medio en particular se mostraban desusadamente discretos. Fueran cuales fuesen sus opiniones sobre el nuevo presidente y el posible futuro de la empresa, la lealtad y el sentido de su posición en la empresa les vedaban toda crítica abierta en presencia de una interina. Pero cuando estaba a solas con la señora Demery, preparando el café de la mañana o el té de la tarde, ésta no tenía tales inhibiciones.
– Creíamos que el señor Gerard y la señorita Frances iban a casarse. Ella también lo creía, la pobre. Y luego están la señorita Claudia y su gigoló.
– ¡La señorita Claudia con un gigoló! Venga ya, señora Demery.
– Bueno, quizá no sea exactamente un gigoló, aunque es bastante joven. En cualquier caso, más que ella. Lo vi cuando vino a la fiesta de compromiso del señor Gerard. Es guapo, eso hay que reconocerlo. La señorita Claudia siempre ha tenido buen ojo para los chicos guapos. Se dedica a las antigüedades, ¿sabes? Se supone que son novios, pero ella no lleva anillo, si te fijas.
– Pero la señorita Claudia ya es bastante vieja, ¿no? Y la gente como ella no le da tanta importancia a los anillos.
– Pues esa lady Lucinda bien que lleva uno, ¿no? Una esmeralda así de grande engastada entre diamantes. Al señor Gerard tuvo que costarle un buen fajo. No sé por qué quiere casarse con la hermana de un conde. Y lo bastante joven para ser hija suya, además. Yo no lo veo decente.
– A lo mejor le hace ilusión una esposa con título nobiliario, señora Demery. Ya sabe: lady Lucinda Etienne. A lo mejor le gusta cómo suena.
– Eso ya no cuenta tanto como antes, Mandy, no de la manera en que se portan hoy en día algunas de esas antiguas familias. No son mejores que los demás. En mi juventud era distinto; entonces se les tenía un respeto. Y ese hermano suyo, conde o no conde, tampoco es que valga mucho la pena, si hemos de creer la mitad de lo que sale en los periódicos. -Y la señora Demery concluyó pronunciando la frase con que invariablemente daba por finalizada toda conversación-: ¡Ah, vivir para ver!
El primer lunes de Mandy en la empresa, un día tan soleado que casi se podía creer que había vuelto el verano, la joven vio con cierta envidia al primer grupo de empleados embarcar a las cinco y media en la lancha que debía llevarlos a Charing Cross. Siguiendo un impulso, le preguntó a Fred Bowling, el barquero, si podía hacer con él el viaje de ida y vuelta. Él no puso objeción, de modo que saltó a bordo. Durante el trayecto de ida permaneció sentado al timón en silencio, como Mandy se imaginó que debía de hacer siempre; pero cuando el grupo desembarcó y emprendieron el regreso a Innocent House a favor de la corriente, la joven empezó a hacerle preguntas sobre el río y se sorprendió al comprobar sus conocimientos. No había ningún edificio que no fuera capaz de identificar, ninguna historia que desconociera, ningún compañero de oficio al que no reconociera y pocas embarcaciones cuyo nombre no supiera.
Por él supo Mandy que el obelisco de Cleopatra fue construido ante el templo de Isis en Heliópolis hacia el año 1450 a. de C., y transportado por mar a Inglaterra para ser instalado a orillas del río en 1878. Formaba parte de una pareja, y el otro estaba en el Central Park de Nueva York. Mandy se imaginó el gran recipiente, con su núcleo de piedra, agitándose en las aguas turbulentas del golfo de Vizcaya como un inmenso pez. El barquero le señaló la taberna de Doggett’s Coat and Badge, junto al puente de Blackfriars, y le habló de la regata de remo Doggett’s Coat and Badge que viene disputándose desde 1722 entre la Old Swan Inn del puente de Londres y la Old Swan Inn de Chelsea, la primera carrera para embarcaciones de remo que se celebró en el mundo. Su sobrino había tomado parte en ella. Mientras cabeceaban bajo los grandes pilares del puente de la Torre, fue capaz de decirle la longitud de cada tramo, añadiendo que el paso elevado quedaba a 43 metros de la superficie del agua durante la marea alta. Cuando llegaron a Wapping le habló de James Lee, un agricultor de Fulham que cultivaba legumbres para el mercado y que en 1789 vio en la ventana de una casita una hermosa flor traída por un marinero desde Brasil. James Lee compró la flor por ocho libras, plantó esquejes y al año siguiente amasó una fortuna al vender trescientas plantas por una guinea cada una.
– ¿Y qué flor dirías tú que era?
– No lo sé, señor Bowling, no entiendo de plantas.
– Vamos, Mandy, a ver si lo adivinas.
– ¿Podría ser una rosa?
– ¿Una rosa? ¡Claro que no era una rosa! Rosas las ha habido siempre en Inglaterra. No, era una fucsia.