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Mandy alzó la vista hacia él y vio que su rostro atezado y arrugado, todavía vuelto hacia el frente, sonreía en silencio. Qué extraña era la gente, pensó. Nada de lo que le había contado sobre los esplendores y los horrores del río era para él tan dulcemente notable como el descubrimiento de aquella simple flor.

Al acercarse a Innocent House Mandy divisó las figuras de los dos últimos pasajeros, James de Witt y Emma Wainwright, dispuestos a embarcar. Había oscurecido y el río se había vuelto tan denso y liso como el aceite, una marea negra que al paso de la lancha se abría formando una cola de pez de espuma blanca. Mandy cruzó la terraza hacia su motocicleta. No se entretuvo. No era supersticiosa ni especialmente miedosa, pero después de oscurecer Innocent House se volvía más misteriosa y hasta un poco siniestra, aun con los dos globos que proyectaban sobre el mármol su luz cálida y suave. Mandy avanzó mirando al frente, evitando bajar la vista por si encontraba la legendaria mancha de sangre, y evitando alzarla para no ver el balcón desde el cual aquella esposa trastornada se había arrojado a la muerte muchos años atrás.

Y así iban pasando los días. Siempre de despacho en despacho, voluntariosa, concienzuda, rápidamente aceptada. No había nada que escapara a la mirada penetrante y experimentada de Mandy: la infelicidad de la señorita Blackett y el indiferente desdén con que la trataba el señor Gerard; el rostro pálido y tenso de la señorita Frances, estoica en su desdicha; la mirada nerviosa con que George seguía al señor Gerard cada vez que éste pasaba por recepción; las conversaciones oídas a medias que se interrumpían cuando llegaba ella. Mandy sabía que los empleados estaban preocupados por el futuro. Toda Innocent House se hallaba envuelta en una atmósfera de inquietud, casi de presagio, que Mandy podía percibir e incluso en ocasiones casi paladear, puesto que se consideraba, como siempre, meramente una espectadora privilegiada, una extraña sobre la que no pendía ninguna amenaza personal, que cobraba al finalizar la semana, no debía fidelidad a nadie y podía marcharse cuando quisiera. A veces, al terminar el día, cuando la luz empezaba a menguar, el río se convertía en una marea negra y los pasos resonaban de un modo espectral sobre el mármol del vestíbulo, pensaba en las horas que preceden a una fuerte tempestad; ahí estaban la creciente oscuridad, la pesadez y el intenso olor metálico del aire, el saber que esa tensión no podía romperla más que el primer estallido del trueno y un violento desgarramiento del cielo.

11

Era el martes 14 de octubre. La reunión de los socios de Innocent House debía empezar a las diez en la sala de juntas, y a las diez menos cuarto, como tenía por costumbre, Gerard ya había ocupado su asiento ante la mesa de caoba ovalada; en el centro del lado que quedaba frente a la ventana y el río. A las diez, su hermana Claudia estaría sentada a su derecha y Frances Peverell a su izquierda. James de Witt estaría frente a él, con Gabriel Dauntsey a su derecha. Este orden no se había modificado desde el día, nueve meses antes, en que asumiera formalmente el cargo de presidente y director gerente de la Peverell Press. Aquel jueves sus cuatro colegas se habían quedado dando vueltas ante la sala de juntas, como si a ninguno le gustara la idea de entrar solo. Gerard fue hacia ellos, abrió sin vacilar la doble puerta de caoba, entró confiadamente a grandes pasos y se instaló en el antiguo asiento de Henry Peverell. Tras él entraron juntos los otros cuatro socios y se sentaron en silencio, como obedeciendo a un plan preestablecido que instituía y reafirmaba al mismo tiempo su posición en la empresa. Gerard había ocupado el asiento de Henry Peverell como por derecho propio, y por derecho propio le correspondía. Frances, recordó, había permanecido muy pálida y casi muda durante aquella breve reunión; luego, llevándolo aparte, James de Witt le había dicho: «¿Era necesario que ocuparas el asiento de su padre? Sólo lleva diez días muerto.»

Volvió a sentir la mezcla de sorpresa y ligera irritación que la pregunta le había producido en su momento. ¿Qué asiento querían que ocupara? ¿Qué hubiera querido James, perder el tiempo mientras los cinco se cedían cortésmente el paso unos a otros y discutían en quién debía recaer el honor de tener vistas al río y en quién no, dando vueltas a la mesa como si jugaran a una especie de juego de sillas musicales sin acompañamiento? El sillón de brazos le correspondía al director gerente, y él, Gerard Etienne, era el director gerente. ¿Qué relevancia tenía el tiempo que llevara muerto el viejo Peverell? En vida, Henry había ocupado aquel asiento y aquel lugar en la mesa, y desde allí dirigía ocasionalmente la mirada hacia el río en sus irritantes momentos de contemplación privada, mientras los demás esperaban con paciencia a que se reanudara la reunión. Pero ahora estaba muerto. Sin duda James no había pretendido sugerir que dejaran el sillón siempre vacante como una especie de reliquia, que colocaran una placa conmemorativa en el asiento.

Para él, la pregunta era propia de la sensibilidad exacerbada y autocomplaciente de James, así como de otra cosa que le resultaba más desconcertante e interesante, puesto que se refería a su propia persona. A veces le parecía que los procesos mentales de los demás eran tan radicalmente distintos de los suyos que, en la práctica, habitaban una dimensión distinta de la razón. Hechos que para él eran evidentes de por sí exigían a sus cuatro socios prolongadas reflexiones y discusiones antes de ser aceptados con renuencia, y las discusiones se complicaban con emociones confusas y consideraciones personales que a él se le antojaban tan irrelevantes como irracionales. Se decía a menudo que, para ellos, tomar una decisión era como alcanzar el orgasmo con una mujer frígida, algo que exigía una tediosa estimulación previa y un gasto desproporcionado de energía. En ocasiones se sentía tentado de exponerles esta analogía, pero siempre decidía, sonriendo interiormente, que era preferible guardarse para sí la ocurrencia. Frances, sin ir más lejos, no la encontraría divertida. Pero esta mañana volvería a ocurrir. Las alternativas que se les presentaban eran crudas e ineludibles. Podían vender Innocent House y utilizar el capital para consolidar y expandir la empresa, podían negociar un acuerdo con otra editorial en el que al menos se conservara el nombre de la Peverell Press y podían cerrar la empresa. La segunda opción sólo era una ruta más larga y tediosa que llevaría hacia la tercera, una ruta que comenzaba invariablemente con optimismo público y terminaba en una extinción ignominiosa. Y él no tenía ninguna intención de seguir ese camino trillado. Había que vender la casa. Frances tenía que darse cuenta, todos tenían que darse cuenta de que no podían conservar Innocent House y mantenerse a la vez como editorial independiente.

Se levantó de la mesa y se acercó a la ventana. Mientras miraba, un buque de línea obstruyó repentina y silenciosamente su campo de visión, tan cerca que por un instante distinguió con claridad un ojo de buey iluminado y, en el semicírculo de claridad, la cabeza de una mujer, delicada como un camafeo, que con los blancos brazos en alto deslizaba los dedos por entre una aureola de cabello, e imaginó que sus ojos se encontraban en una sorprendida y fugaz intimidad. Se preguntó brevemente, sin verdadera curiosidad, con quién compartiría la cabina -¿marido, amante, amiga?- y qué planes tendrían para la noche. Él no tenía ninguno. Según una arraigada costumbre en él, se quedaba todos los jueves a trabajar hasta tarde. No vería a Lucinda hasta el viernes. Ese día tenían previsto asistir a un concierto en la orilla sur y, después, cenar en la Bombay Brasserie, puesto que Lucinda había expresado su preferencia por la cocina hindú. Gerard pensó en el fin de semana sin entusiasmo, pero con tranquila satisfacción. Una de las virtudes de Lucinda era su capacidad de decisión. Si le hubiera preguntado a Frances dónde prefería cenar, le habría contestado: «Donde tú quieras, cariño», y si la comida resultaba decepcionante y él se quejaba, le diría, inclinándose hacia él y deslizando un brazo bajo el suyo para incitarlo al buen humor: «Era perfectamente comestible; en realidad no ha estado tan mal. Además, ¿qué importancia tiene, cariño? Estamos juntos.» Lucinda nunca había sugerido que su compañía pudiera compensar ni excusar una cena mal preparada y mal servida. De vez en cuando él se preguntaba si en realidad sería así.