Frances enrojeció e hizo ademán de levantarse, pero De Witt la contuvo.
– No, Frances, no te vayas -le dijo con voz serena-. Esto hemos de discutirlo entre todos.
– No hay nada que discutir.
Se hizo el silencio absoluto, hasta que lo rompió la voz sosegada de Dauntsey.
– ¿Se exigirá a mi poesía que rinda su ocho y medio por ciento neto, o lo que sea?
– Seguiremos publicando tus volúmenes, Gabriel, por descontado. Habrá irnos cuantos libros que estaremos obligados a mantener.
– Espero que los míos no constituyan una obligación demasiado onerosa.
– Sin embargo, la venta de la casa implica que no podrás seguir viviendo en el número doce. Skolling quiere toda la finca, el edificio principal y las dos casas adyacentes. Lo siento de veras.
– Pero, después de todo, he vivido en el número doce durante más de diez años pagando un alquiler ridículo.
– Bien, ése fue el acuerdo al que llegaste con Henry Peverell y, naturalmente, tenías derecho a tomar lo que te ofrecía. -Hizo una pausa y añadió-: Y a seguir tomando. Pero has de comprender que no se puede permitir que las cosas sigan así.
– Oh, sí, lo comprendo. No se puede permitir que las cosas sigan así.
Etienne continuó como si no lo hubiera oído.
– Y ya es hora de deshacerse de George. Hubiéramos debido retirarlo hace años. El operador de la centralita es el primer contacto que tiene la gente con la empresa. Se necesita una chica joven, vital y atractiva, no un hombre de sesenta y ocho años. Son sesenta y ocho, ¿no? Y no me digáis que lleva veintidós años en la casa. Ya sé cuánto tiempo lleva; ése es precisamente el problema.
– No sólo se ocupa de la centralita -señaló Frances-. Abre cada día las oficinas, se encarga de la alarma antirrobo y sabe hacer toda clase de trabajos y reparaciones.
– Tiene que saber. En esta casa siempre hay una cosa u otra estropeada. Ya va siendo hora de que nos mudemos a un edificio moderno, construido a propósito y administrado con eficiencia. Y aún no hemos empezado a incorporar tecnología moderna. Os creíais peligrosamente innovadores cuando cambiasteis unas cuantas máquinas de escribir por ordenadores para tratamiento de textos. Por cierto, tengo otra buena noticia: es posible que convenza a Sebastian Beacher para que deje a sus editores actuales. No está nada contento con ellos.
– ¡Pero si es un escritor escandalosamente malo, y no mucho mejor como persona! -exclamó Frances.
– El negocio editorial consiste en darle al público lo que quiere, no en hacer juicios morales.
– Lo mismo podrías aducir si fabricaras cigarrillos.
– Lo aduciría si fabricara cigarrillos. O whisky, para el caso es lo mismo.
– La analogía no es válida -objetó De Witt-. Se podría alegar que la bebida es decididamente beneficiosa si se ingiere con moderación. En cambio, nunca se podrá alegar que una mala novela sea otra cosa que una mala novela.
– ¿Mala para quién? ¿Y qué entiendes tú por mala? Beacher cuenta una historia sólida, mantiene constantemente la acción, proporciona esa mezcla de sexo y violencia que al parecer quiere la gente. ¿Quiénes somos nosotros para decirles a los lectores lo que les conviene? Además, ¿no has dicho siempre que lo importante es que la gente se acostumbre a leer? Que empiecen con novelas románticas baratas y quizá luego pasen a Jane Austen o a George Eliot. Pues bien, no veo por qué habrían de hacerlo; pasar a los clásicos, quiero decir. El argumento es tuyo, no mío. ¿Qué tiene de malo la novela sentimental barata, si resulta que es lo que les gusta? Me parece una muestra de suficiencia argumentar que la novela popular sólo se justifica si conduce a cosas más elevadas. Bueno, lo que Gabriel y tú consideráis cosas elevadas.
– ¿Pretendes decir que no se debería hacer juicios de valor? -Intervino Dauntsey-. Los hacemos todos los días de nuestra vida.
– Pretendo decir que no deberías hacerlos por los demás. Pretendo decir que yo, como editor, no debo hacerlos. Además, hay un argumento irrefutable: si no se me permite obtener beneficios con los libros populares, buenos o malos, no puedo costear la edición de libros menos populares para lo que vosotros consideráis la minoría selecta.
Frances Peverell se volvió hacia él.
Tenía el semblante enrojecido y le resultaba difícil controlar la voz.
– ¿Por qué dices siempre «yo»? Todo el rato estás diciendo: «Voy a hacer esto, voy a publicar aquello.» Puede que seas el presidente, pero no eres la empresa. La empresa somos nosotros. Conjuntamente. Los cinco. Y ahora no nos hemos reunido como comité de edición. Eso será la semana que viene. Ahora tendríamos que estar hablando del futuro de Innocent House.
– De eso hablamos. Propongo que aceptemos la oferta y cerremos el trato de palabra.
– ¿Y adónde propones que nos mudemos?
– A un edificio de oficinas en Docklands, junto al río. Río abajo, si puede ser. Hemos de discutir si compramos o concertamos un arrendamiento a largo plazo, pero las dos cosas son posibles. Los precios nunca han estado más bajos. Docklands nunca ha sido mejor inversión. Y ahora que ya funciona el ferrocarril ligero de Docklands y van a ampliar el metro, el acceso será más fácil. No necesitaremos la lancha.
– ¿Y despedir a Fred después de tantos años? -objetó Frances.
– Mi querida Frances, Fred es un barquero cualificado. Fred no tendrá problemas para encontrar otro trabajo.
– Todo es muy precipitado, Gerard -dijo Claudia-. Estoy de acuerdo en que seguramente habrá que desprenderse de la casa, pero no es necesario que lo decidamos esta mañana. Danos algo por escrito; las cifras, por ejemplo. Discutamos el asunto cuando hayamos tenido tiempo de pensarlo.
– Perderemos la oferta -replicó Gerard.
– ¿Te parece probable? Vamos, Gerard. Si Hector Skolling quiere la casa, no va a retirarse porque haya de esperar la respuesta una semana. Acéptala, si así te quedas más tranquilo. Siempre podemos echarnos atrás si decidimos otra cosa.
– Yo quería hablar de la última novela de Esmé Carling -dijo De Witt-. En la última reunión sugeriste rechazarla.
– ¿Muerte en la isla del Paraíso? Ya la he rechazado. Creía que estaba decidido.
De Witt replicó con voz lenta y sosegada, como si se dirigiera a un niño terco.
– No, no estaba decidido. Se comentó brevemente y se aplazó la decisión.
– Como tantas otras veces. Vosotros cuatro me recordáis la definición de una junta: un grupo de personas que anteponen el placer de la conversación a la responsabilidad de la acción y el ardor de la decisión. Algo por el estilo. Ayer hablé con la agente de Esmé y le di la noticia. Y se la confirmé por escrito con una copia para Carling. Supongo que a ninguno de los presentes se le ocurrirá decir que Esmé Carling es una buena novelista; ni tampoco que es rentable. Yo, personalmente, espero de un escritor que sea una cosa o la otra, de preferencia las dos.
– Hemos publicado cosas peores -objetó De Witt.
Etienne se volvió hacia él al tiempo que soltaba una carcajada.
– Sabe Dios por qué la defiendes, James. Eres tú quien está deseoso de publicar novelas literarias, candidatas al premio Booker, obritas sensibles que impresionen a la mafia literaria. Hace cinco minutos me criticabas que intentara captar a Sebastian Beacher. No pretenderás sugerir que Muerte en la isla del Paraíso contribuirá a aumentar el prestigio de la Peverell Press, supongo. Vamos, me imagino que no la ves como el próximo Libro del Año de Whitbread. Y a propósito, me identificaría mucho más con tus supuestos libros para el Booker si alguna vez figurasen en la lista de candidatos seleccionados para el premio.