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– No se preocupe, la señorita Blackett está aquí. -Mandy le pasó el auricular-. Es George. La señora Carling está en recepción pidiendo a gritos ver al señor Gerard.

– Pues no va a poder.

Blackie cogió el aparato, pero antes de que pudiera decir nada se abrió la puerta de golpe e irrumpió la señora Carling, que apartó a Mandy de un empujón y avanzó en derechura hacia el despacho principal. Al ver que estaba vacío, dio media vuelta y se plantó ante ellas.

– Bien, ¿dónde está? ¿Dónde está Gerard Etienne?

Blackie, intentando aparentar cierta dignidad, abrió la agenda que se hallaba sobre su escritorio.

– Creo que no tiene usted cita para hoy, señora Carling.

– ¡Claro que no tengo cita! Después de treinta años en la casa, no necesito una cita para ver a mi editor. No soy una agente que viene a venderle un contrato de publicidad. ¿Dónde está?

– Está en la reunión de los socios, señora Carling.

– Creía que se celebraba el primer jueves del mes.

– El señor Gerard la pasó a hoy.

– Entonces, tendré que interrumpirla. Están en la sala de juntas, supongo.

Se dirigió hacia la puerta, pero Blackie fue más veloz y, tomándole la delantera, le cerró el paso.

– No puede subir, señora Carling. Las reuniones de los socios no se interrumpen jamás. Tengo instrucciones de retener incluso las llamadas telefónicas urgentes.

– En tal caso, esperaré a que terminen.

Blackie, todavía de pie, vio su asiento firmemente ocupado, pero conservó la calma exterior.

– No sé cuándo terminarán. Quizá manden subir bocadillos. Además, ¿no tiene una sesión de firmas en Cambridge a la hora del almuerzo? Le diré al señor Gerard que ha estado aquí y sin duda se pondrá en contacto con usted cuando tenga un momento libre.

El contratiempo reciente y la necesidad de restablecer su posición ante Mandy, dieron a su voz un tono más autoritario de lo que exigía el tacto, pero aun así la ferocidad de la respuesta las sorprendió a ambas. La señora Carling se levantó de la silla con tal ímpetu que la dejó dando vueltas y se irguió con la cara casi tocando la de Blackie. Era siete u ocho centímetros más baja que ella, pero a Mandy le pareció que esta diferencia la hacía más terrorífica, no menos. Los músculos sobresalían como sogas de su cuello estirado, sus ojos llameaban y, bajo la nariz ligeramente aguileña, su boca pequeña y maligna como una cuchillada roja escupió veneno.

– ¡Cuando tenga un momento libre! ¡Zorra estúpida! ¡Idiota soberbia y engreída! ¿Con quién se ha creído que está hablando? Es mi talento el que le ha pagado el sueldo desde hace veintitantos años, no lo olvide. Ya es hora de que alguien le diga cuál es su verdadero papel en esta empresa. Sólo porque trabajó para el señor Peverell, que la toleraba y le seguía la corriente y hacía que se sintiera necesaria, cree que puede actuar como una reina ante personas que ya formaban parte de la Peverell Press cuando usted todavía era una colegiala mocosa. El viejo Henry la malcrió, por supuesto, pero yo puedo decirle lo que pensaba realmente de usted. ¿Y por qué? Pues porque él mismo me lo dijo, por eso puedo. Estaba harto de tenerla siempre a su lado, mirándolo con ojos de vaca enamorada. Estaba harto y cansado de su devoción. Quería que se fuera, pero no tenía temple para echarla. Nunca tuvo mucho temple, el pobre. Si lo hubiera tenido, ahora no estaría Gerard Etienne al mando. Dígale que quiero verlo, y que procure que sea a mi conveniencia, no a la suya.

La voz de Blackie salió de entre unos labios tan blancos y rígidos que a Mandy le pareció que apenas podían moverse.

– No es verdad. Miente usted. No es verdad.

Y entonces Mandy se asustó. Estaba acostumbrada a las peleas de oficina. En sus más de tres años de trabajo temporal había sido testigo de algunos choques de temperamento impresionantes y, como un botecito denodado, había cabeceado alegremente entre los restos del naufragio en mares tumultuosos. De hecho, Mandy disfrutaba con una buena pelea de oficina; no había mejor antídoto contra el aburrimiento. Pero esto era distinto. Se dio cuenta de que aquí había sufrimiento auténtico, verdadero dolor, una malignidad deliberada que surgía de un odio aterrador. Aquél era un pesar que no podía solazarse con café recién hecho y un par de galletas de la lata que la señora Demery reservaba para los socios. Por un espantoso instante creyó que Blackie iba a echar la cabeza hacia atrás para ponerse a aullar de angustia. Quiso tenderle una mano para consolarla, pero supo instintivamente que no podía ofrecerle ningún consuelo y que luego el intento sería mal interpretado.

Sonó un portazo. La señora Carling se había marchado.

Blackie repitió:

– Es mentira. Todo son mentiras. Ella no sabe nada.

– Claro que no -le aseguró Mandy con firmeza-. Claro que son mentiras; cualquiera puede darse cuenta. No es más que una zorra celosa. Yo no le haría ningún caso.

– Voy al cuarto de baño.

Era evidente que Blackie iba a vomitar. Mandy se preguntó si debía acompañarla, pero una vez más decidió que no. Blackie echó a andar con la rigidez de un autómata y al salir casi chocó con la señora Demery, que traía un par de paquetes.

– Han llegado con el segundo correo y he pensado que podía traerlos -explicó la señora Demery-. ¿Se puede saber qué le pasa?

– Está trastornada. Los socios no han querido que estuviera presente en la reunión y, por si fuera poco, luego ha venido la señora Carling exigiendo ver al señor Gerard y ella se lo ha impedido.

La señora Demery se cruzó de brazos y se apoyó en el escritorio de Blackie.

– Supongo que esta mañana habrá recibido la carta de rechazo de su nueva novela.

– ¿Y usted cómo sabe eso, señora Demery?

– Aquí suceden muy pocas cosas de las que yo no me entere. Esto traerá problemas, fíjate en lo que te digo.

– Si la novela no es bastante buena, ¿por qué no la arregla o escribe otra?

– Pues porque no se cree capaz de hacerlo; por eso. Es lo que les pasa a los autores cuando los rechazan. Es lo que los tiene constantemente aterrorizados: perder el talento, padecer el bloqueo del escritor. Por eso resulta tan difícil tratar con ellos. Difíciles, eso son los escritores. Hay que decirles constantemente lo maravillosos que son o se vienen abajo. Lo he visto más de una vez. El señor Peverell sí sabía cómo tratarlos. Tenía el toque justo con los escritores, el señor Peverell. Al señor Gerard le cuesta más. Es distinto. No entiende por qué no pueden hacer su trabajo y dejar de quejarse.

Era una opinión con la que Mandy coincidía bastante. Podía decirle a Blackie -y en verdad creerlo- que el señor Gerard era un estúpido, pero le resultaba difícil evitar que le gustara. Tenía la sensación de que, llegado el caso, podría trabajar con el señor Gerard. Pero la llegada de Blackie, mucho antes de lo que Mandy se esperaba, impidió nuevas confidencias. La señora Demery se retiró discretamente y Blackie, sin decir palabra, volvió a sentarse ante el teclado.

Durante la hora siguiente trabajaron en un silencio opresivo, roto únicamente cuando Blackie impartía órdenes. Mandy tuvo que ir al cuarto de fotocopias para sacar tres copias de un original recién llegado que, a juzgar por los tres primeros párrafos, no era probable que apareciera en letra impresa, recibió un montón de papeles sumamente aburridos para mecanografiar y luego tuvo que enfrentarse a la tarea de retirar todos los documentos de más de dos años de antigüedad que hubiera en el cajón de «Conservar por un tiempo». Toda la oficina utilizaba este útil archivo como depósito para aquellos documentos a los que no se podía encontrar un lugar adecuado, pero que dolía tirar a la papelera. Había poco en él que tuviera menos de doce años, ya que expurgar el cajón de «Conservar por un tiempo» era una tarea sumamente impopular. Mandy tenía la sensación de estar siendo injustamente castigada por el arrebato de confianza de Blackie.