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La reunión de los socios terminó antes que de costumbre. Sólo eran las once y media cuando Gerard Etienne, seguido de su hermana y Gabriel Dauntsey, cruzó a paso vivo el despacho para entrar en el suyo. Claudia Etienne acababa de detenerse para decirle algo a Blackie cuando la puerta interior se abrió de golpe y reapareció Gerard. Mandy vio que hacía un esfuerzo por dominar su cólera.

– ¿Ha cogido mi agenda personal? -le preguntó a Blackie.

– Por supuesto que no, señor Gerard. ¿No está en el cajón de la derecha de su escritorio?

– Si estuviera no habría venido a preguntárselo.

– La puse al corriente el lunes por la tarde y la dejé otra vez en el cajón. Desde entonces no he vuelto a verla.

– Ayer por la mañana estaba aquí. Si no la ha cogido usted, más le vale descubrir quién ha sido. Supongo que aceptará que cuidar de mis agendas forma parte de sus responsabilidades. Si no encuentra la agenda, me gustaría recuperar por lo menos el lápiz. Es de oro y le tengo bastante apego.

A Blackie se le puso la cara escarlata. Claudia Etienne los miraba con una ceja sardónicamente enarcada. Mandy se olió que iba a desencadenarse una batalla y comenzó a estudiar los trazos del cuaderno de taquigrafía como si de pronto se hubieran vuelto incomprensibles.

La voz de Blackie aleteó al borde de la histeria.

– ¿Me acusa de ladrona, señor Gerard? He trabajado en estas oficinas veintisiete años, pero… -Se le quebró la voz.

Él replicó con impaciencia.

– No sea boba. Nadie la acusa de nada. -Su mirada tropezó con la serpiente enroscada en el asa de un archivador-. ¡Y por el amor de Dios, deshágase de esa maldita serpiente! Tírela al río. Hace que esto parezca una guardería.

Acto seguido entró en su despacho y su hermana lo siguió. Blackie, sin decir palabra, cogió la serpiente y la metió en un cajón de su escritorio.

Luego se volvió hacia Mandy.

– ¿Tú qué miras? Si no tienes nada que mecanografiar, enseguida te encontraré algo. Mientras tanto, hazme un café.

Mandy, armada con esta nueva noticia para delectación de la señora Demery, obedeció de buena gana.

14

Declan debía llegar a las seis y media para la excursión por el río, y eran las seis y cuarto cuando Claudia entró en el despacho de su hermano. Eran los últimos que quedaban en el edificio. Los jueves, Gerard se quedaba invariablemente a trabajar, pero la mayor parte del personal solía irse temprano para aprovechar el horario de comercio nocturno. Gerard estaba sentado ante el escritorio, en el charco de luz de su lámpara, pero se puso en pie al verla entrar. Sus modales con ella eran siempre corteses, siempre impecables. A menudo, Claudia se preguntaba si sería una treta para evitar que se creara un clima de intimidad entre ambos.

Se sentó frente a él y dijo sin preámbulos:

– Escucha, te apoyaré en la venta de Innocent House; te apoyaré en todos tus proyectos, si a eso vamos. Con mi voto podrás imponerte a los demás. Pero necesito dinero: trescientas cincuenta mil libras. Quiero que me compres la mitad de las acciones, o todas si lo prefieres.

– No puedo.

– Podrás cuando se venda Innocent House. Una vez firmados los contratos, te resultará fácil reunir un millón. Con mis acciones tendrás una mayoría permanente. Eso te dará poder absoluto. Vale la pena pagarlo. Yo permaneceré en la empresa, pero con menos acciones o ninguna.

Gerard respondió con voz queda.

– Ciertamente merece la pena pensarlo, pero ahora no. No puedo utilizar el dinero de la venta; pertenece a la sociedad. Además, lo necesitaré para el traslado y mis otros proyectos. Pero puedes reunido tú. Puedes reunir trescientas cincuenta mil libras. Si yo puedo, tú también.

– No tan fácilmente. No sin muchos obstáculos y demoras. Y lo necesito con urgencia. Lo necesito para fin de mes.

– ¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?

– Invertir en el negocio de antigüedades con Declan Cartwright. Tiene ocasión de comprarle el negocio al viejo Simon: trescientas cincuenta mil libras por la finca de cuatro pisos y todo el género. Es muy buen precio. El viejo lo aprecia y preferiría que se quedara él la tienda, pero está impaciente por vender. Es viejo, está enfermo y tiene prisa.

– Cartwright es un chico guapo, pero trescientas cincuenta mil libras, ¿no es ponerle un precio demasiado alto?

– No soy tonta. No le pondré el dinero en la mano. Seguirá siendo dinero mío invertido en una empresa común. Declan tampoco es tonto. Sabe lo que hace.

– Piensas casarte con él, ¿no?

– Es posible. ¿Te extraña?

– Un poco. -Añadió-: Creo que le tienes más afecto del que él te tiene a ti. Eso siempre es peligroso.

– Oh, las cosas están más igualadas de lo que crees. Él siente por mí tanto como es capaz de sentir, y yo siento por él tanto como soy capaz de sentir. Nuestra capacidad de sentir es distinta, nada más. Los dos le damos al otro lo que podemos dar.

– O sea, que te propones comprarlo.

– ¿No es así como tú y yo hemos conseguido siempre lo que queríamos, comprándolo? ¿Y qué me dices de Lucinda y tú? ¿Tan seguro te sientes de estar haciendo lo adecuado? Para ti, quiero decir. Ella no me preocupa. Ese aire de virtuosa fragilidad no me engaña en absoluto. Sabe cuidar de sí misma, te lo aseguro. Además, los de su clase siempre lo hacen.

– Voy a casarme con ella.

– Bien, no hace falta que lo digas en un tono tan beligerante. Nadie pretende impedírtelo. Y a propósito, ¿piensas decirle la verdad acerca de ti…, de nosotros? O más exactamente, ¿piensas decírsela a su familia?

– Responderé a las preguntas razonables. Por el momento no han hecho ninguna, ni razonable ni irrazonable. Gracias a Dios, no estamos en la época en que había que solicitar el consentimiento de los padres y las novias debían aportar alguna prueba de salud moral y probidad económica. De todos modos, sólo tiene a su hermano, y él parece suponer que dispongo de una casa donde alojarla y del dinero suficiente para mantenerla con unas comodidades razonables.

– Pero tú no tienes casa, ¿verdad? No me la imagino viviendo en el apartamento del Barbican. Os faltaría espacio.

– Creo que a ella le gusta Hampshire. Sea como fuere, de eso podemos hablar cuando se acerque la fecha de la boda. Y conservaré el apartamento de Barbican. Es práctico, por la oficina.

– Bien, espero que funcione. Aunque, francamente, creo que Declan y yo tenemos más posibilidades. No confundimos el sexo con el amor. Y puede que no te resulte tan fácil salir de ese matrimonio. Seguramente a Lucinda le entrarán escrúpulos religiosos contra el divorcio. Además, divorciarse es una vulgaridad y un trastorno, y sale caro. Después de dos años de separación no tendría manera de evitarlo, de acuerdo, pero serían unos años muy incómodos. No te gustaría fracasar en público.

– Todavía no me he casado. Es un poco pronto para hablar de cómo reaccionaré al fracaso. No fracasaré.

– La verdad, Gerard, no veo qué esperas sacar en limpio, excepto una bella esposa dieciocho años más joven que tú.

– Mucha gente pensaría que eso ya es suficiente.

– Sólo los ingenuos. Es la fórmula del desastre. No eres de sangre real, no tienes por qué casarte con una virgen totalmente inadecuada para ti sólo por mantener la dinastía. ¿O acaso es eso lo que pretendes, fundar una familia? Sí, creo que es eso. Te has vuelto convencional con los años. Quieres una vida acomodada, hijos…

– Parece el motivo más razonable para casarse. Hay quien diría que el único motivo razonable.

– Te has cansado de divertirte por ahí y ahora buscas una virgen joven, hermosa y a ser posible de buena familia. Francamente, creo que te habría ido mejor con Frances.

– Eso nunca fue una posibilidad.

– Para ella sí. Me imagino cómo sucedió, naturalmente. Nos encontramos ante una virgen de casi treinta años, obviamente deseosa de experiencia sexual. Y ¿quién mejor para ofrecérsela que mi astuto hermanito? Pero fue un error. Te has ganado la enemistad de James de Witt y eso no puedes permitírtelo.