– Él nunca me ha dicho nada del asunto.
– Claro que no. No es el estilo de James. Él es de los que actúan, no de los que hablan. Un consejo: no te acerques demasiado a los balcones de los pisos altos de Innocent House. Una muerte violenta en la casa ya es bastante.
Gerard respondió con calma.
– Gracias por el aviso, pero no sé si James de Witt sería el principal sospechoso. Después de todo, si me ocurriera algo antes de casarme y redactar un nuevo testamento, tú te quedarías mis acciones, mi apartamento y el dinero de mi seguro de vida. Con cerca de dos millones y medio se pueden comprar muchas antigüedades.
Claudia estaba en la puerta cuando él volvió a hablar, en tono frío y sin levantar la vista del papel.
– Por cierto, la amenaza de la oficina ha atacado de nuevo.
Ella se volvió y preguntó bruscamente:
– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo? ¿Cuándo?
– Este mediodía, a las doce y media para ser precisos. Alguien envió un fax desde aquí a la librería Better Books de Cambridge para cancelar la sesión de firma de Carling. Cuando llegó allí se encontró los carteles descolgados, la mesa y la silla retiradas, al público desperdigado y la mayoría de los libros relegados a la trastienda. Por lo visto hervía de rabia. Me habría gustado estar allí para verla.
– ¡Mierda! ¿Cuándo lo has sabido?
– Su agente, Velma Pitt-Cowley, ha llamado a las tres menos cuarto, cuando he vuelto de almorzar. Estaba intentando localizarme desde la una y media. Carling le telefoneó desde la librería.
– ¿Y no has dicho nada hasta ahora?
– Esta tarde he tenido cosas más importantes que hacer que ir dando vueltas por la oficina pidiendo coartadas a la gente. Además, eso te corresponde a ti, aunque yo no le concedería demasiada importancia. Esta vez tengo cierta idea de quién puede haber sido el responsable. De todos modos, no es muy importante.
– Para Esmé Carling, sí -dijo Claudia con severidad-. Puedes detestarla, despreciarla o compadecerla, pero no la subestimes. Podría resultar una enemiga más peligrosa de lo que te imaginas.
15
La sala del primer piso del Connaught Arms, en Waterloo Road, estaba abarrotada. Matt Bayliss, el dueño del pub, no albergaba dudas en cuanto al éxito del recital de poesía. A las nueve los ingresos de la barra ya habían superado los de cualquier otra noche de jueves. La salita del piso alto solía utilizarse para los almuerzos -había poca demanda de cenas calientes en el Connaught Arms-, pero también estaba disponible para otras funciones, y su hermano, que trabajaba en una organización artística, lo había convencido de que permitiese celebrar allí el acto del jueves por la noche. La idea era que cierto número de poetas con obra publicada leyeran algunos poemas intercalados con las lecturas de todos los aficionados que quisieran tomar parte. El precio de la entrada se había fijado en una libra y Matt había montado al fondo de la sala una barra en la que se servía vino. Nunca hubiera imaginado que la poesía fuese tan popular ni que tantos de sus parroquianos aspiraran a expresarse en verso. La venta inicial de entradas había sido satisfactoria, pero había una constante afluencia de recién llegados y gente del bar que, al tener noticia del espectáculo, subía, jarra de cerveza en mano, por la angosta escalera.
Las inclinaciones de su hermano Colin eran variadas y se inscribían entre las tendencias de moda: arte negro, arte femenino, arte gay, arte de la Commonwealth, arte accesible, arte innovador, arte para el pueblo. El acontecimiento de esa noche se había anunciado como «Poesía para el pueblo». El interés personal de Matt estaba en la cerveza para el pueblo, pero no había visto nada que impidiera combinar provechosamente las dos. Colin ambicionaba convertir el Connaught Arms en centro reconocido para la declamación de poesía contemporánea y plataforma pública para los nuevos autores. Al observar al ayudante llamado para la ocasión, que no cesaba de abrir botellas de tinto californiano, Matt descubrió en su interior un interés inesperado hacia la cultura contemporánea. De vez en cuando subía del bar para ver cómo iba el espectáculo. Los versos le resultaban en gran medida incomprensibles; ciertamente, muy pocos rimaban o tenían un metro discernible, que era su definición de la poesía, pero todos despertaban aplausos entusiastas. Como la mayoría de los poetas aficionados y del público fumaba, el ambiente estaba cargado de vapores de cerveza y tabaco.
La estrella anunciada de la velada era Gabriel Dauntsey. Había solicitado aparecer temprano, pero casi todos los poetas que habían intervenido antes que él habían superado su límite de tiempo, sin mostrarse susceptibles -en particular los aficionados- a las insinuaciones bisbiseadas de Colin. Así pues, eran casi las nueve y media cuando Dauntsey avanzó a paso lento hacia la tribuna. Se le escuchó en respetuoso silencio y se le aplaudió ruidosamente, pero a Matt le dio la impresión de que aquellos poemas de una guerra que, para la inmensa mayoría de los presentes, era ya historia, tenían poco que ver con las preocupaciones actuales de los asistentes. Después, Colin se abrió paso a empujones hasta llegar a su lado.
– ¿De veras tiene que marcharse ya? Unos cuantos estábamos pensando en ir luego a cenar algo por ahí.
– Lo siento, se me haría demasiado tarde. ¿Dónde puedo encontrar un taxi?
– Matt podría pedirlo por teléfono, pero seguramente encontrará uno antes si se acerca a Waterloo Road.
Dauntsey desapareció discretamente, casi sin que nadie se hubiera fijado en él ni le hubiera dado las gracias, dejando a Matt con la sensación de que en cierto modo se habían portado mal con el anciano.
Acababa de cruzar la puerta cuando una pareja entrada en años interpeló a Matt en la barra.
– ¿Se ha ido ya Gabriel Dauntsey? Mi esposa tiene una primera edición de sus poemas y le encantaría que se la firmara. Arriba no lo vemos por ninguna parte.
– ¿Tienen coche? -preguntó Matt.
– Aparcado a unas tres manzanas de aquí. Es lo más cerca que hemos encontrado.
– Bueno, se ha ido hace un momento. Va andando. Si se dan prisa puede que lo alcancen. Si se distraen yendo a buscar el coche seguramente lo perderán.
Salieron apresuradamente; la mujer, libro en mano y con ojos anhelantes.
A los tres minutos entraron de nuevo. Desde el otro lado de la barra Matt les vio cruzar la puerta sosteniendo a Gabriel Dauntsey entre los dos. El poeta se apretaba contra la frente un pañuelo ensangrentado. Matt fue hacia ellos.
– ¿Qué ha pasado?
La mujer, visiblemente conmocionada, respondió:
– Le han asaltado. Tres hombres, dos negros y uno blanco. Estaban agachados sobre él, pero al vernos han echado a correr. Le han quitado la cartera.
El hombre buscó con la mirada una silla desocupada y acomodó a Dauntsey en ella.
– Hay que llamar a la policía y pedir una ambulancia -decidió.
La voz de Dauntsey sonó más vigorosa de lo que Matt se imaginaba.
– No, no, estoy bien. No quiero que llamen a nadie. Sólo es un rasguño, por la caída.
Matt lo miró indeciso. Parecía más conmocionado que herido. ¿Y de qué serviría llamar a la policía? No teman la menor posibilidad de atrapar a los asaltantes, así que el incidente quedaría reducido a otro delito menor que añadir a sus estadísticas de delitos denunciados y no resueltos. Matt, aunque defensor acérrimo de la policía, en general prefería no verla por su bar con demasiada frecuencia.
La mujer se volvió hacia su marido y habló con firmeza.
– Tenemos que pasar por delante del hospital St. Thomas. Lo llevaremos a urgencias. Es lo más prudente.
Dauntsey, por lo visto, no tenía voz en el asunto.