– Sí, Mandy, ya lo sabemos. Iré a mirar arriba. Tiene que estar en el edificio. Los demás que esperen aquí.
Se encaminó a paso vivo hacia la escalera, seguida de cerca por la señora Demery. Blackie, como si no hubiera oído la orden, emitió un breve jadeo y echó a correr torpemente en pos de ellas. Maggie FitzGerald observó:
– La señora Demery siempre se las arregla para estar en el meollo -pero habló con voz insegura y, al ver que nadie hacía ningún comentario, se ruborizó como si deseara no haber dicho nada.
El grupito se desplazó silenciosamente hasta formar un semicírculo, casi, pensó George, como empujado con suavidad por una mano invisible. Había encendido las luces del vestíbulo y el techo pintado resplandecía sobre ellos, como contraponiendo su esplendor y su permanencia a las insignificantes preocupaciones y las angustias sin importancia de los presentes. Todos los ojos se volvieron hacia lo alto. George pensó que parecían personajes de un cuadro religioso, con la mirada fija en el cielo a la espera de alguna aparición sobrenatural. Permaneció entre ellos, sin saber muy bien si su lugar estaba ahí o detrás del mostrador. Hizo lo que le decían, como siempre, pero un poco sorprendido de que los socios esperaran con tanta docilidad. Aunque, ¿por qué no? No serviría de nada que se dedicaran a recorrer en tropel toda la casa. Tres exploradoras eran más que suficientes. Si el señor Gerard estaba en el edificio, la señorita Claudia lo encontraría. Nadie hablaba ni se movía, excepto James de Witt, que se acercó calladamente a Frances Peverell. A George le pareció que llevaban horas esperando, paralizados, como actores de un cuadro viviente, aunque no podían haber pasado más que unos minutos.
En ese momento, Amy, con voz que el miedo hacía estridente y recorriendo con una mirada frenética el grupo, anunció:
– Ha gritado alguien. He oído un grito.
James de Witt no se volvió hacia ella, sino que mantuvo los ojos clavados en la escalera.
– No ha gritado nadie -la corrigió serenamente-. Te lo has imaginado, Amy.
Y entonces se repitió, pero esta vez más potente e inconfundible: un grito agudo de desesperación. Avanzaron hacia el pie de la escalera, pero se quedaron allí. Era como si nadie se atreviese a dar el primer paso escaleras arriba. Se produjo un nuevo silencio y después empezaron los gemidos: primero un lamento distante y luego más fuerte y cada vez más próximo. George, al que el terror mantenía clavado en el suelo, no identificó la voz. Le parecía tan inhumana como el sonido de una sirena o el maullido de un gato en la noche.
– ¡Oh, Dios mío! -susurró Maggie FitzGerald-. ¡Dios mío! ¿Qué está pasando?
Y en aquel momento, de un modo espectacularmente repentino, apareció la señora Demery en lo alto de la escalera. A George le pareció que se había materializado de la nada. La señora Demery sostenía a Blackie, cuyos plañidos habían bajado de tono para convertirse en graves y convulsos sollozos.
James de Witt habló en voz baja, pero muy clara.
– ¿Qué ocurre, señora Demery? ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está el señor Gerard?
– En el despachito de los archivos. ¡Muerto! ¡Asesinado! Eso ha sucedido. Está allí tirado, medio desnudo y tieso como una tabla podrida. Algún demonio lo ha estrangulado con esa puñetera serpiente. Tiene a Sid la Siseante enroscada al cuello con la cabeza metida en la boca.
James de Witt se movió al fin. Se abalanzó hacia la escalera. Frances hizo ademán de seguirlo, pero él se volvió y le dijo en tono apremiante:
– No, Frances, no. -Y la apartó suavemente hacia un lado. Lord Stilgoe fue tras él con un desgarbado anadeo de anciano, aferrándose al pasamanos. Gabriel Dauntsey, tras unos instantes de vacilación, también los siguió.
– Que alguien me eche una mano, ¿no? Es un peso muerto -gritó la señora Demery.
Frances acudió de inmediato a su lado y le pasó un brazo por la cintura a Blackie.
Mientras las miraba, George pensó que era la señorita Frances quien necesitaba que la sostuvieran. Bajaron juntas, casi llevando a Blackie en vilo entre las dos. Blackie gemía y susurraba: «Lo siento, lo siento.» Juntas la condujeron hacia el fondo de la casa, cruzando el vestíbulo, mientras el grupito las seguía con la mirada en un silencio consternado.
George volvió a su mostrador, a su centralita. Aquél era su lugar. Era allí donde se sentía seguro, donde tenía el control. Era allí donde podía afrontar la situación.
Oyó voces. Aquellos sollozos atroces se habían apaciguado, pero ahora se oían las agudas recriminaciones de la señora Demery y un coro de voces femeninas. Las apartó de su mente. Tenía que trabajar; sería mejor que empezara. Intentó abrir la caja de seguridad situada bajo el mostrador, pero le temblaban tanto las manos que no lograba meter la llave en la cerradura. Sonó el teléfono. George dio un violento respingo y buscó a tientas el auricular. Era la señora Velma Pitt-Cowley, la agente de la señora Carling, que quería hablar con el señor Gerard. George, reducido al silencio por el sobresalto inicial, se las arregló para decir que el señor Gerard no podía ponerse. Aun a sus propios oídos, su voz sonó aguda, cascada, artificial.
– La señorita Claudia, entonces. Supongo que está en la casa.
– No -respondió George-. No.
– ¿Qué sucede? Es usted, ¿verdad, George? ¿Qué le ocurre?
George, abrumado, cortó la llamada. El teléfono volvió a sonar inmediatamente, pero no lo descolgó y, al cabo de unos segundos, cesó el ruido. Se quedó mirando el aparato con temblorosa impotencia. Era la primera vez que hacía una cosa así. Pasó el tiempo, segundos, minutos. Hasta que lord Stilgoe se irguió ante el mostrador y George pudo olerle el aliento y sentir la fuerza de su ira triunfal.
– Póngame con Scotland Yard. Quiero hablar con el comisionado. Si está ocupado, pregunte por el comandante Adam Dalgliesh.
Libro segundo . Muerte de un editor
18
La inspectora Kate Miskin apartó con el codo una caja de embalaje medio vacía, abrió el balcón de su nuevo apartamento en Docklands y, apoyándose en la barandilla de roble pulido, contempló el tenue resplandor del agua, desde Limehouse Reach, río arriba, hasta la gran curva que formaba más abajo en torno a la Isle of Dogs. Sólo eran las nueve y cuarto de la mañana, pero la bruma matutina ya se había disipado y el cielo, casi sin nubes, empezaba a brillar con una blancura opaca en la que se captaban vislumbres de un transparente azul claro. Era una mañana más propia de primavera que de mediados de octubre, pero del río emanaba un olor otoñal, intenso como el olor de hojas mojadas y densa tierra mezclado con el penetrante aroma salobre del mar. La marea estaba en pleamar y a Kate le parecía ver el vigoroso tirón de la corriente bajo los puntitos de luz que centelleaban y danzaban como luciérnagas sobre la superficie rizada del agua; es más, casi sentía su poder. Con este apartamento, con esta vista, había cumplido otro deseo, había dado otro paso que la alejaba de aquel insípido piso del tamaño de una caja, en lo más alto del edificio Ellison Fairweather, donde había pasado los dieciocho primeros años de su vida.
Su madre había muerto a los pocos días de dar a luz y a su padre no lo conocía. La había criado su anciana y renuente abuela materna, la cual acogió de mala gana a una niña que la convertía virtualmente en prisionera de aquel piso alto del que ya no se atrevería a salir por la noche en busca de la compañía, el brillo y el calor del pub local, y en quien había ido creciendo el resentimiento contra la inteligencia de su nieta y contra una responsabilidad que no estaba en condiciones de asumir, por edad, por estado de salud y por temperamento. Kate había descubierto demasiado tarde, justo en el momento de la muerte de su abuela, cuánto la quería. Ahora le parecía que al producirse esa muerte, cada una le había pagado a la otra los atrasos de amor de toda una vida. Sabía que nunca se liberaría por completo del edificio Ellison Fairweather. Al subir a su nuevo apartamento en el ascensor grande y moderno, rodeada de óleos cuidadosamente embalados que ella misma había pintado, se había acordado del ascensor de Ellison Fairweather, con las paredes mugrientas y pintarrajeadas, el hedor a orines, las colillas, las latas de cerveza tiradas. A menudo estaba averiado como consecuencia de actos de vandalismo, y la abuela y ella tenían que subir catorce pisos a pie cargadas con las bolsas de la compra y la lavandería, deteniéndose en cada rellano para que la abuela recobrara el aliento. Allí sentada, rodeada de bolsas de plástico y escuchando resollar a la abuela, se había hecho una promesa: «Cuando sea mayor me alejaré de todo esto. Me iré del maldito edificio Ellison Fairweather para siempre. No regresaré jamás. Nunca volveré a ser pobre. Nunca volveré a oler este olor.»