Se decía, y medio lo creía, que sus padres se avergonzaban de esta profesión. Desde luego, nunca alardeaban de sus éxitos como lo hacían con los de David. Recordó un fragmento de conversación que tuvo lugar en la anterior cena de cumpleaños de su madre. Al recibirlo en la puerta, ésta le advirtió:
– No le he dicho a la señora Forsdyke que eres policía. Naturalmente, se lo diré si me pregunta a qué te dedicas.
Su padre añadió con voz sosegada:
– Y está en la Brigada Especial del comandante Dalgliesh, mamá, que interviene en los delitos particularmente delicados.
Daniel replicó con una acritud que le sorprendió incluso a él mismo.
– No sé si contribuirá a lavar la vergüenza. ¿Y qué hará esa gallina vieja, a fin de cuentas? ¿Desmayarse encima del cóctel de langostinos? ¿Por qué ha de molestarle mi trabajo, a no ser que su marido ande metido en algún negocio sucio? -«Dios mío, ya he vuelto a empezar. Y el día de su cumpleaños», se dijo entonces-. Alegra esa cara. Tienes un hijo respetable. Puedes decirle a la señora Forsdyke que David se dedica a mentir para que los delincuentes no vayan a la cárcel y yo me dedico a mentir para encerrarlos.
Bien, ahora podían divertirse criticándolo mientras les servían los entremeses. Y Bella estaría con ellos, naturalmente. Era abogada, como David, pero ella habría encontrado un hueco para celebrar el aniversario de sus padres. Bella, la futura nuera perfecta. Bella, que aprendía yiddish, que visitaba Israel dos veces al año y recaudaba fondos para ayudar a los inmigrantes de Rusia y Etiopía, que asistía al Beit Midrash, el centro de estudios talmúdicos de la sinagoga, que celebraba el sabbath; Bella, que volvía hacia él sus ojos oscuros, cargados de reproche, y se interesaba por el estado de su alma.
Era inútil decirles: «Ya no creo en nada de eso.» ¿Hasta qué punto eran creyentes sus padres? Si los hicieran salir a declarar bajo juramento y les preguntaran si de veras creían que Dios le entregó la Torá a Moisés en el monte Sinaí y que sus vidas dependían de la exactitud de la respuesta, ¿qué contestarían? Le había formulado esta pregunta a su hermano y todavía recordaba la respuesta. En su momento le sorprendió, y aún le sorprendía, pues planteaba la desconcertante posibilidad de que en David hubiera sutilezas que él nunca había comprendido.
– Seguramente mentiría. Hay creencias por las que realmente vale la pena morir, y eso no depende de que sean estrictamente ciertas o no.
Su madre, desde luego, nunca sería capaz de decirle: «No me importa si crees o no, quiero que el sabbath estés aquí con nosotros. Quiero que te vean en la sinagoga con tu padre y tu hermano.» Y no era hipocresía intelectual, aunque él intentaba convencerse de que lo era. Se podría aducir que pocos seguidores de cualquier religión creían todos los dogmas de su fe, excepto los fundamentalistas, y bien sabía Dios que ésos eran mucho más peligrosos que cualquier no creyente. Bien sabía Dios. Qué natural resultaba, y qué universal, deslizarse al lenguaje de la fe.
Quizá su madre tenía razón, aunque jamás sería capaz de reconocer la verdad. Las formas externas eran importantes. Practicar la religión no consistía sólo en un asentimiento intelectual. Ser visto en la sinagoga equivalía a proclamar: «Este es mi sitio, ésta es mi gente, éstos son los valores según los cuales intento vivir, esto es lo que generaciones de mis antepasados han hecho de mí, esto es lo que soy.» Recordó las palabras que le había dirigido su abuelo después de su Bar Mitzvah: «¿Qué es un judío sin su creencia? Lo que Hitler no pudo hacernos, ¿nos lo haremos nosotros mismos?» Los antiguos resentimientos acumulados. Aun judío ni siquiera le estaba permitido el ateísmo. Agobiado desde la niñez por el peso de la culpa, no podía rechazar su fe sin sentir la necesidad de disculparse ante el Dios en el que ya no creía. Y siempre estaba allí, en el fondo de su mente, cual mudo testigo de su apostasía, aquel conmovedor ejército en marcha de humanidad desnuda: jóvenes, mayores y niños afluyendo como una marea oscura hacia las cámaras de gas.
Detenido ante otro semáforo en rojo, pensó en la casa que nunca sería un hogar, vio con el ojo claro de la mente las ventanas relucientes, los colgantes visillos de encaje con sus lazos, el inmaculado jardín delantero, y se dijo: «¿Por qué debo definirme tomando como referencia el daño que otros han causado a mi raza? La culpa ya era bastante mala; ¿tengo que cargar también con el peso de la inocencia? Soy judío, ¿no basta con eso? ¿Debo representar ante mí mismo y los demás la maldad de la especie humana?»
Llegó por fin a la autopista, donde, tan misteriosamente como de costumbre, el tráfico se había aligerado y le permitió poner el coche a una buena velocidad. Con suerte llegaría a Innocent House en cinco minutos.
Esta muerte no era común, este misterio no se resolvería con facilidad. No habrían llamado al equipo para un caso de rutina. Quizá ninguna muerte era común y ninguna investigación puramente rutinaria para aquellos a los que afectaba de cerca. Pero ésta le brindaría la oportunidad de demostrarle a Adam Dalgliesh que no se había equivocado al elegirlo en sustitución de Massingham. Y pensaba aprovecharla. No había nada, ni en el ámbito personal ni en el profesional, que tuviera prioridad sobre esto.
20
La lancha de la policía cabeceó al tomar la curva septentrional del río, entre Rotherhite y la calle Narrow, contra una vigorosa corriente. La brisa había arreciado hasta convertirse en un viento ligero y la mañana era más fría de lo que le había parecido a Kate al despertar. Algunas nubes, finas hilachas de vapor blanco, se desplazaban y disolvían sobre el pálido azul del cielo. No era la primera vez que veía Innocent House desde el río, pero cuando apareció repentinamente, tras la curva de Limehouse Reach, Kate emitió una breve exclamación admirativa y, al volverse hacia el rostro de Dalgliesh, vio en él una fugaz sonrisa. Bajo el sol de la mañana, la casa relucía con tan irreal intensidad que por un instante creyó que estaba iluminada con focos. Mientras el piloto paraba el motor de la lancha y la arrimaba hábilmente a la hilera de neumáticos colgados a la derecha de los escalones del embarcadero, Kate casi hubiera podido creer que la casa formaba parte del decorado de una película, un palacio insustancial de cartón piedra y engrudo tras cuyos efímeros muros el director, los actores y los iluminadores ya se afanaban en torno al cuerpo del difunto, al tiempo que la maquilladora acudía a toda prisa para enjugar una frente reluciente de sudor y aplicar una última gota de sangre artificial. Esta fantasía la desconcertó; no era propensa a teatralizar la vida ni a dejar volar la imaginación, pero le resultaba difícil sustraerse a la sensación de que se trataba de una situación preparada, de la cual era al mismo tiempo partícipe y espectadora, y la inmovilidad solemne del grupo de recepción contribuyó a reforzarla.
Había dos hombres y dos mujeres. Las mujeres estaban un poco más adelantadas y flanqueadas por los hombres. Permanecían agrupados en la espaciosa terraza de mármol, inmóviles como estatuas, contemplando la maniobra de atraque con expresión seria y, en apariencia, crítica. Durante el corto trayecto Dalgliesh había tenido tiempo de empezar a poner a Kate al corriente de los hechos, de modo que la joven pudo suponer quiénes eran. La mujer alta y morena debía de ser Claudia Etienne, la hermana del muerto, y la otra Frances Peverell, la última de la familia Peverell. El mayor de los hombres, que parecía haber cumplido sobradamente los setenta años, era sin duda Gabriel Dauntsey, el editor de poesía, y el más joven James de Witt. Se los veía tan compuestos como si un director los hubiera colocado cuidadosamente atendiendo a los ángulos de la cámara, pero cuando Dalgliesh se acercó a ellos el grupito se deshizo y Claudia Etienne avanzó con la mano tendida para hacer las presentaciones. Luego se volvió. Los demás la siguieron por un corto callejón adoquinado y entraron por la puerta lateral de la casa.