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Al otro lado del mostrador de recepción había un hombre de edad sentado ante el cuadro de conexiones. Con su cara lisa y pálida que formaba un óvalo casi perfecto, las mejillas salpicadas de pequeños círculos rojos bajo unos ojos bondadosos, tenía el aspecto de un viejo payaso. Cuando entraron alzó la vista hacia ellos, y Kate vio en sus ojos luminosos una mirada en la que se mezclaban la aprensión y la súplica. Era una mirada que ya había visto antes. La presencia de la policía podía ser necesaria, tal vez incluso se la esperaba con impaciencia, pero rara vez era recibida sin nerviosismo, ni siquiera por los inocentes. Durante los primeros segundos se preguntó, sin que viniera al caso, qué profesiones eran invitadas sin reservas a los hogares de la gente. Médicos y fontaneros debían de figurar entre los primeros lugares de la lista, y las comadronas probablemente encabezarían el reparto. Se preguntó qué se sentiría al ser recibido con las palabras, dichas de corazón: «Gracias a Dios que está usted aquí.» Entonces sonó el teléfono y el anciano se volvió para atender la llamada. Su voz era grave y muy agradable, pero contenía una inconfundible nota de ansiedad, y le temblaban las manos.

– Peverell Press, buenos días. No, me temo que el señor Gerard no puede ponerse. ¿Quiere que le diga a alguien que le llame más tarde? -Alzó de nuevo la mirada, esta vez en dirección a Claudia Etienne, y dijo con expresión desvalida-: Es la secretaria de Matthew Evans, de Fabers, señorita Etienne. Quiere hablar con el señor Gerard. Es por la reunión del próximo miércoles sobre la piratería literaria.

Claudia cogió el auricular.

– Soy Claudia Etienne. Dígale por favor al señor Evans que le llamaré en cuanto pueda. Ahora vamos a cerrar las oficinas para el resto del día. Me temo que ha habido un accidente. Dígale que Gerard Etienne ha muerto. Sé que comprenderá que no pueda hablar con él en estos momentos.

Colgó el teléfono sin esperar respuesta y miró a Dalgliesh.

– Es inútil que tratemos de ocultarlo, ¿verdad? La muerte es la muerte. No es una molestia provisional, una pequeña dificultad local. No se puede fingir que no ha sucedido. De todos modos, la prensa no tardará en enterarse.

Habló con voz áspera, y la expresión de sus oscuros ojos era dura. Parecía más una mujer poseída por la cólera que por la aflicción. A continuación, se volvió hacia el recepcionista y prosiguió con más suavidad.

– Deje un mensaje en el contestador, George, diciendo que hoy permanecerá cerrada la oficina. Luego vaya a tomarse un café bien cargado. La señora Demery está por alguna parte. Si llegan otros empleados, dígales que se vayan a casa.

– ¿Y se irán, señorita Claudia? Quiero decir que no se conformarán con que lo diga yo, ¿verdad?

Claudia Etienne frunció el entrecejo.

– Tal vez no. Supongo que debería decírselo yo. O mejor aún, llamaremos al señor Bartrum. Está en la casa, ¿verdad, George?

– El señor Bartrum está en su despacho del número diez, señorita Claudia. Ha dicho que tenía mucho trabajo pendiente y que prefería quedarse. Como no está en la casa principal, no creía que hubiera inconveniente.

– Llámelo, por favor, y pídale que venga a hablar conmigo. El se ocupará de los que lleguen tarde. Quizás algunos puedan llevarse el trabajo a casa. Dígales que el lunes me dirigiré a todos ellos. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Es lo que hemos estado haciendo hasta ahora, enviar a los empleados a casa. Espero que no haya sido una equivocación. Nos ha parecido mejor que no hubiera demasiada gente por en medio.

– En su momento tendremos que hablar con todos -respondió Dalgliesh-, pero eso puede esperar. ¿Quién encontró a su hermano?

– Fui yo. Blackie, la señorita Blackett, la secretaria de mi hermano, iba conmigo, lo mismo que la señora Demery, la encargada de la limpieza. Subimos juntas.

– ¿Quién de las tres fue la primera en entrar en la habitación?

– Yo.

– Entonces, si quiere mostrarme el camino. Su hermano, ¿solía subir en ascensor o por la escalera?

– Por la escalera. Pero normalmente no subía hasta el último piso. Eso es lo más extraordinario, que estuviese en el despacho de los archivos.

– Entonces subiremos por la escalera -dijo Dalgliesh.

– Después de encontrar el cuerpo de mi hermano, cerré la puerta con llave -le advirtió Claudia Etienne-. La llave la tiene lord Stilgoe. Me la pidió y se la di. ¿Por qué no, si le hacía feliz? Supongo que pensó que alguno de nosotros podía volver a subir y embrollar las pistas.

Lord Stilgoe ya se adelantaba hacia ellos.

– He creído correcto hacerme cargo de la llave, comandante. Tengo que hablar con usted en privado. Se lo advertí. Sabía que tarde o temprano aquí habría una tragedia.

Le tendió la llave, pero fue Claudia quien la cogió. Dalgliesh preguntó:

– Lord Stilgoe, ¿sabe usted cómo murió Gerard Etienne?

– No, desde luego. ¿Cómo iba a saberlo?

– Entonces, hablaremos más tarde.

– Pero he visto el cadáver, por supuesto. He creído que era mi deber. Abominable. Bien, ya se lo advertí. Es evidente que esta atrocidad forma parte de la campaña contra mí y contra mi libro.

Dalgliesh repitió:

– Más tarde, lord Stilgoe.

Como era habitual en él, no se apresuraba a examinar el cadáver. Kate sabía que, por rápido que respondiera a un aviso de asesinato, siempre llegaba con el mismo talante pausado. Le había visto alzar la mano para contener a un sargento de paisano en exceso entusiasta, mientras le decía: «No corra tanto, sargento. No es usted médico. No se puede resucitar a los muertos.»

Luego Dalgliesh se volvió hacia Claudia Etienne.

– ¿Subimos?

La mujer se volvió hacia los tres socios, que, con lord Stilgoe, se habían agrupado en silencio como a la espera de instrucciones, y les indicó:

– Quizá sea mejor que me esperen en la sala de juntas. Yo iré en cuanto pueda.

Lord Stilgoe objetó, en un tono más razonable de lo que Kate se esperaba:

– Lo siento, comandante, pero me temo que no puedo esperar más. Por eso estaba citado con el señor Etienne a hora tan temprana. Quería comentar con él el tema de mis memorias antes de ingresar en el hospital para someterme a una pequeña operación. He de estar allí a las once. No quiero arriesgarme a perder la cama. Le telefonearé a usted mismo o al comisionado del Yard desde el hospital.

Kate se dio cuenta de que De Witt y Dauntsey acogían esta sugerencia con alivio.

El grupito cruzó el umbral del vestíbulo. En aquel primer momento de revelación Kate emitió una silenciosa exclamación de asombro. Por un instante se le trabó el paso, pero resistió la tentación de dejar correr demasiado libremente la vista. La policía siempre invadía la intimidad; era ofensivo comportarse como si una fuese una visitante de pago. Pero tenía la sensación de que en aquel momento único de revelación había percibido simultáneamente todos los detalles de la magnificencia de la habitación: los intrincados segmentos del suelo de mármol; las seis columnas de mármol jaspeado con sus capiteles de elegante relieve; la riqueza del techo pintado, un panorama de Londres en el siglo xviii: puentes, chapiteles, torres, casas y navíos de altos mástiles, todo ello unificado por los confines azules del río; la elegante escalinata doble; la balaustrada que descendía en curva hasta terminar en bronces de muchachos risueños montados en delfines, que sostenían en alto los grandes globos de luz. A medida que subían la magnificencia se volvía menos aparente y el detalle decorativo más contenido, pero era entre dignidad, proporción y elegancia como ascendían resueltamente hacia la cruda profanación del asesinato.