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– ¿Era de dominio público que su hermano se quedaba a trabajar todos los jueves?

– Se sabía en la oficina. Seguramente otras personas también lo sabían.

– ¿Lo encontró como de costumbre? -prosiguió Dalgliesh-. ¿No le dijo que tuviera intención de trabajar en el despachito de los archivos?

– Lo encontré exactamente igual que de costumbre y no mencionó para nada el despachito de los archivos. Por lo que yo sé, no creo que visitara nunca esa habitación. No tengo la menor idea de por qué subió allí ni por qué murió allí, si es que realmente murió allí.

Los cuatro pares de ojos se clavaron otra vez en el rostro de Dalgliesh. El no hizo ningún comentario. Tras plantear formalmente la esperada pregunta de si conocían a alguien que pudiera desear la muerte de Etienne y recibir sus breves e igualmente esperadas respuestas, se levantó de la silla y la mujer policía, que no había dicho nada en todo el rato, también se levantó. A continuación, Dalgliesh les dio las gracias calmadamente y ella se hizo un poco a un lado para que él fuera el primero en pasar por la puerta.

Cuando se hubieron marchado reinó el silencio durante medio minuto, hasta que De Witt comentó:

– No es precisamente el tipo de policía al que uno le pregunta la hora. Personalmente, creo que ya resulta bastante aterrador para los inocentes, así que sabe Dios qué impresión les causará a los culpables. ¿Lo conoces, Gabriel? Después de todo, os dedicáis al mismo oficio.

Dauntsey alzó la mirada y contestó:

– Conozco su obra, naturalmente, pero creo que no nos habíamos visto nunca. Es un excelente poeta.

– Oh, eso lo sabemos todos. Lo que me extraña es que nunca hayas intentado quitárselo a su editor. Esperemos que sea igualmente bueno como investigador.

– Es curioso que no nos haya preguntado nada sobre la serpiente, ¿verdad? -dijo Frances.

– ¿Qué ocurre con la serpiente? -replicó Claudia bruscamente.

– No nos ha preguntado si sabíamos algo de eso.

– Oh, ya lo hará -dijo De Witt-. Créeme, ya lo hará.

22

En el despachito de los archivos, Dalgliesh preguntó:

– ¿Ha podido hablar con el doctor Kynaston, Kate?

– No, señor. Está en Australia, visitando a su hijo. Vendrá el doctor Wardle. Estaba en el laboratorio, así que no creo que tarde en llegar.

La investigación no comenzaba bajo los mejores auspicios. Dalgliesh estaba acostumbrado a trabajar con Miles Kynaston, al que apreciaba como persona y respetaba como uno de los patólogos forenses más prestigiosos del país, si no el que más. Había dado por supuesto, quizá de un modo irrazonable, que sería Kynaston el que se acuclillaría junto a este cadáver, los rollizos dedos de Kynaston enfundados en guantes de látex, finos como una segunda piel, los que se moverían sobre el cuerpo con tanta delicadeza como si aquellos miembros yertos aún pudieran tensarse bajo su mano escudriñadora. Reginald Wardle era un patólogo forense perfectamente capaz; no lo habría contratado la policía metropolitana si no lo fuera. Haría un buen trabajo. Su informe sería tan minucioso como el de Kynaston y no se haría esperar. En el estrado de los testigos, si llegaba el caso, sería igualmente eficaz, cauto pero preciso, inconmovible bajo el interrogatorio. Sin embargo, Dalgliesh siempre lo había encontrado irritante y sospechaba que esta ligera antipatía, no lo bastante intensa para llamarla aversión ni para perjudicar su colaboración, era mutua.

Cuando se le llamaba, Wardle acudía con presteza a la escena del crimen -en este sentido no se le podía censurar-, pero invariablemente entraba paseando con ociosa despreocupación, como para demostrar la escasa importancia de la muerte violenta, y de ese cadáver en particular, en su esquema personal de las cosas. Tenía propensión a suspirar y chasquear con la lengua mientras examinaba el cuerpo, como si el problema que éste planteaba fuera más fastidioso que interesante y apenas justificara que la policía le hubiese arrancado de las preocupaciones más inmediatas de su laboratorio. En la escena del crimen proporcionaba un mínimo de información, tal vez por cautela natural, aunque demasiado a menudo se las arreglaba para dar la impresión de que la policía lo presionaba de un modo irrazonable para que formulara un juicio prematuro. Las palabras que con más frecuencia pronunciaba ante un cadáver eran: «Habrá que esperar, comandante, habrá que esperar. Pronto lo tendré en la mesa y entonces lo sabremos.»

Además, sabía promocionarse bien. En la escena del crimen podía parecer un colega aburrido y renuente, pero luego resultaba ser un brillante orador de sobremesa y probablemente disfrutaba de más comidas gratis que la mayoría de los miembros de su profesión. Dalgliesh, al que le resultaba difícil creer que alguien pudiera ofrecerse voluntario para asistir a una cena prolongada y habitualmente mediocre -y mucho menos disfrutarla-, por la satisfacción de ponerse en pie al terminarla, añadía en privado este dato a la lista de pequeñas fechorías de Wardle. Sin embargo, una vez en su sala de autopsias, el doctor Wardle era otro hombre. Allí, acaso porque se encontraba en su reino reconocido, parecía enorgullecerse de manifestar su considerable habilidad y se mostraba muy bien dispuesto a compartir opiniones y proponer teorías.

Dalgliesh había trabajado otras veces con Charlie Ferris y se alegraba de verlo. Su apodo de «el Hurón» pocas veces se utilizaba en su presencia, pero era quizás un sobrenombre demasiado adecuado para prescindir de él por completo. Tenía unos ojillos penetrantes de pestañas muy claras, una nariz alargada sensible a todos los matices del olfato y unos dedos minúsculos y exigentes capaces de recoger objetos pequeños como por magnetismo. En el trabajo presentaba una apariencia excéntrica y a veces grotesca; el atuendo que prefería para la búsqueda se componía de unos ajustados pantalones de algodón, largos o cortos, un suéter, guantes de cirujano y un gorro de natación de goma. Su credo profesional era que ningún asesino abandona la escena del crimen sin depositar alguna evidencia física, y su tarea consistía en encontrarla.

– La búsqueda de costumbre, Charlie -comentó Dalgliesh-, pero necesitaremos un ingeniero que desmonte la estufa de gas y redacte un informe. Dígales que es urgente. Si el cañón está obstruido con escombros, que los manden al laboratorio junto con muestras de cualquier pieza suelta del revestimiento interior de la chimenea. Es una estufa de gas muy antigua de las que se usaban para los cuartos de los niños, con llave de paso extraíble. No sé si ahí encontraremos alguna huella útil, casi seguro que no. Habrá que examinar todas las superficies de la chimenea en busca de huellas. El cordón de la ventana es importante. Me gustaría saber si se rompió por el desgaste natural o si lo han deshilachado deliberadamente. Dudo que pueda decirse con certeza, pero quizás el laboratorio sirva de ayuda.

Dejándolos enfrascados en su tarea, se arrodilló junto al cuerpo, lo examinó atentamente durante unos instantes y luego extendió la mano y le tocó la mejilla. ¿Eran su imaginación y la rubicundez de la piel las que la hacían parecer ligeramente tibia al tacto? ¿O acaso el calor de los dedos había prestado durante unos segundos una vida espuria a la carne muerta? Desplazó la mano hacia la mandíbula procurando no desalojar la serpiente. La carne estaba blanda y el hueso se movió bajo su suave apremio.

Se volvió hacia Kate y Dan.

– A ver qué les dice esta mandíbula. Con cuidado. Quiero que la serpiente siga en su sitio hasta después de la autopsia.

Se arrodillaron por turno, primero Kate y luego Daniel; tocaron la mandíbula, examinaron detenidamente la cara, apoyaron las manos sobre el tronco desnudo.

– La rigidez cadavérica está bien establecida en la parte superior del cuerpo, pero la mandíbula está suelta -dijo Daniel.

– Lo cual quiere decir…