Fue Kate quien concluyó la frase.
– Que alguien rompió la rigidez de la mandíbula varias horas después de la muerte. Es de suponer que tuvo que hacerlo a fin de meterle la serpiente en la boca. Pero ¿por qué se tomó la molestia? ¿Por qué no se limitó a enroscarla en torno al cuello? Hubiera producido el mismo efecto.
– Pero no sería tan espectacular -objetó Daniel.
– Puede ser. Pero ahora sabemos que alguien manipuló el cadáver varias horas después de la muerte. Pudo ser el asesino, si es que se trata de un asesinato. Pudo ser otra persona. Si la serpiente hubiera estado enroscada al cuello y nada más, nunca habríamos sospechado que hubo una segunda visita a la escena.
– Tal vez sea precisamente lo que el asesino quería que supiéramos -observó Daniel.
Dalgliesh estudió la serpiente con interés. Medía aproximadamente un metro y medio de largo y resultaba evidente que estaba destinada a evitar corrientes de aire. La parte superior del cuerpo era de terciopelo a rayas y la inferior de otro género más resistente de color marrón. Bajo la suavidad del terciopelo se notaba granulosa al tacto.
Se oyeron unos pasos de alguien que cruzaba lentamente la sala de los archivos. Daniel comentó:
– Parece que ya ha llegado el doctor Wardle.
El forense medía más de un metro noventa, y su imponente cabeza se proyectaba sobre unos hombros anchos y huesudos de los que la chaqueta, ligera y mal adaptada al cuerpo, colgaba como suspendida de una percha de alambre. Tanto por la nariz aguileña y manchada, como por la voz tonante y los ojos rápidos y perspicaces dominados por unas pobladas cejas tan exuberantes y vigorosas que parecían tener vida propia, toda su apariencia correspondía al estereotipo de un coronel irascible. Su estatura hubiera podido representar un inconveniente para un trabajo en el que a menudo los cadáveres yacían ocultos en zanjas, alcantarillas, armarios y tumbas improvisadas, pero su voluminoso cuerpo podía introducirse con inesperada facilidad, e incluso con gracia, en los lugares de más difícil acceso. Al entrar, contempló la habitación como si deplorase su austera sencillez y el poco atractivo asunto que lo había arrancado de su microscopio, y enseguida se arrodilló junto al cuerpo y exhaló un lúgubre suspiro.
– Querrá usted que le diga el momento aproximado de la muerte, por supuesto. Esa es siempre la primera pregunta después de «¿Está muerto?», y, sí, está muerto. En eso estamos todos de acuerdo. El cuerpo ya frío, la rigidez cadavérica plenamente establecida. Hay una excepción interesante, pero ya hablaremos de ella más tarde. Todo parece indicar que lleva de trece a quince horas muerto. En la habitación hace más calor del que sería de esperar en esta época del año. ¿Han tomado la temperatura? Veinte grados. Eso, junto con el hecho de que el metabolismo probablemente era muy pronunciado en el momento de la muerte, ha podido retrasar el inicio de la rigidez. Sin duda habrán comentado ya entre ustedes la interesante anomalía. Aun así, hábleme de ella, comandante, hábleme de ella. O usted, inspectora. Veo que lo está deseando.
A Dalgliesh no le habría extrañado que añadiera: «Sería demasiado esperar que se abstuvieran de tocarlo.»Miró a Kate, que respondió:
– La mandíbula está floja. La rigidez cadavérica se inicia en la cara, la mandíbula y el cuello entre cinco y siete horas después de la muerte, y queda plenamente establecida a las dieciocho horas. Luego desaparece en la misma secuencia. Eso quiere decir que, o bien está desapareciendo ya en la mandíbula, lo cual indicaría que la muerte se produjo unas seis horas antes de lo calculado, o bien que le abrieron la boca por la fuerza. Yo diría, casi con plena certeza, que lo segundo. Los músculos faciales no están flojos.
– A veces me pregunto, comandante -replicó Wardle-, por qué se molesta en llamar a un patólogo.
Kate prosiguió sin amilanarse.
– Lo cual quiere decir que le metieron la cabeza de la serpiente en la boca no en el momento de morir, sino entre cinco y siete horas más tarde, por lo menos. De manera que la muerte no se produjo por asfixia, o en todo caso no por causa de la serpiente. Aunque no lo hemos creído en ningún momento.
– La coloración y la posición del cuerpo sugieren que murió boca abajo y que posteriormente le dieron la vuelta. Sería interesante saber por qué -añadió Dalgliesh.
– ¿Quizá porque así resultaba más fácil colocar la serpiente y meterle la cabeza en la boca? -sugirió Kate.
– Quizá.
Dalgliesh no dijo más y el doctor Wardle reanudó el examen. Ya se había entrometido en el terreno del patólogo más de lo que era prudente. Apenas albergaba duda alguna sobre la causa de la muerte y se preguntaba si el silencio de Wardle no se debería más a la perversidad que a la cautela. No era el primer caso que ambos habían visto de intoxicación por monóxido de carbono. La lividez cadavérica, más pronunciada que de costumbre debido a la mayor lentitud en la extravasación de la sangre, y la coloración rojo cereza de la piel, tan intensa que el cuerpo parecía pintado, eran inconfundibles y sin duda concluyen tes.
– Un caso de manual, ¿no es cierto? -observó Wardle-. No creo que hagan falta un patólogo forense y un comandante de la policía metropolitana para diagnosticar envenenamiento por monóxido de carbono. Pero no nos entusiasmemos demasiado. Será mejor que lo pongamos en la mesa, ¿no cree? Así las sanguijuelas del laboratorio podrán extraerle muestras de sangre y darnos una respuesta en la que podamos confiar. ¿Quiere que dejemos la serpiente en la boca?
– Creo que sí. Preferiría que quedara como está hasta el momento de la autopsia.
– Que sin duda querrá que se practique de inmediato, si no antes.
– ¿No es así siempre?
– Puedo hacerla esta tarde. Teníamos que ir a una cena, pero la anfitriona la ha cancelado. Un repentino ataque de gripe, o eso dice. A las seis y media en el depósito de costumbre, si puede usted llegar a tiempo. Les telefonearé para que lo tengan todo preparado. ¿Ya viene hacia aquí el furgón de la carne?
– Llegará de un momento a otro -respondió Kate.
Dalgliesh sabía muy bien que el patólogo empezaría a hacer la autopsia tanto si él llegaba a tiempo como si no, aunque, naturalmente, estaría presente. No había esperado que Wardle se mostrara tan complaciente, pero ello le hizo recordar que, a la hora de la verdad, siempre lo era.
23
Nada más ver a la señora Demery, Dalgliesh tuvo la certeza que no tendría problemas con ella; ya había tratado antes con otras de su especie. Las señoras Demery, según su experiencia, no tenían complejos acerca de la policía, de la que en general suponían que trabajaba bien y de su parte, pero tampoco veían ningún motivo para tratarla con respeto exagerado ni para atribuir a los agentes varones más sentido común del que normalmente poseía el resto de su género. Eran, sin duda, tan propensas a mentir como cualquier otro testigo cuando se trataba de proteger a los suyos, pero su carácter íntegro y su carencia de imaginación las impulsaban a decir la verdad -que a fin de cuentas era lo menos complicado- y, una vez dicha, no hallaban razón para torturarse la conciencia con dudas sobre sus propios motivos o sobre las intenciones de las demás personas. Dalgliesh sospechaba que encontraban a los hombres un poco ridículos, sobre todo cuando se ataviaban con togas y pelucas y se lanzaban a pontificar en tono arrogante utilizando un lenguaje fuera del alcance de la gente común, y que no estaban dispuestas a dejarse sermonear, intimidar ni desairar por tan exasperantes personajes.
Ahora Dalgliesh tenía sentado ante sí a un nuevo ejemplar de esta excelente especie, que lo examinaba abiertamente con ojos luminosos e inteligentes. El cabello, obviamente recién teñido, era de un vivo naranja dorado, peinado en un estilo que podía verse en las fotografías de la época eduardiana: firmemente recogido en la nuca y los lados, con un flequillo de encrespados rizos que le caía sobre la frente. Al fijarse en su afilada nariz y sus ojos brillantes y ligeramente exoftálmicos, a la mente de Dalgliesh acudió la imagen de un perro de lanas exótico e inteligente.