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Sin esperar a que él diera comienzo a la conversación, la señora Demery le anunció:

– Yo conocí a su papá, señor Dalgliesh.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo, señora Demery? ¿Durante la guerra?

– Sí, eso mismo. Nos evacuaron a su pueblo, a mi hermano gemelo y a mí. ¿Se acuerda de los gemelos Carter? Bueno, es imposible que se acuerde, claro. Entonces no era usted ni una chispita en los ojos de su padre. ¡Qué caballero más encantador! No nos alojaron en la rectoría porque allí tenían a las madres solteras. Nos llevaron a casa de la señorita Pilgrim. ¡Ay, Dios, qué espantoso era aquel pueblo, señor Dalgliesh! No sé cómo pudo usted soportarlo; cuando era un niño, quiero decir. Me quitó las ganas de campo para toda la vida el pueblo aquel. Barro, lluvia y esa peste tan horrible de las granjas. ¡Y qué aburrimiento!

– Supongo que, para unos niños de ciudad, no debía de haber mucho que hacer.

– Yo no diría eso. Cosas que hacer había, vaya que sí, pero a la que empezabas a hacerlas te metías en un buen lío.

– ¿Como construir un dique en el arroyo del pueblo, por ejemplo?

– ¡Así que ha oído hablar de eso! ¿Cómo íbamos a figurarnos que se inundaría la cocina de la señora Piggott y se ahogaría su viejo gato? Pero es curioso que lo sepa.

El rostro de la señora Demery expresaba la más viva satisfacción.

– Usted y su hermano forman parte del folclore local, señora Demery.

– ¿De veras? Eso está bien. ¿Se acuerda de los cerditos del señor Stuart?

– El señor Stuart se acuerda. Ya tiene más de ochenta años, pero hay cosas que se graban para siempre en la memoria.

– Iba a ser una carrera estupenda. Pusimos a los condenados animalitos más o menos alineados, pero luego se desparramaron por todo el pueblo. Bueno, más que nada por toda la carretera de Norwich. Pero, Dios mío, ¡qué espantoso era aquel pueblo! ¡Qué silencio! Por la noche no nos dejaba dormir tanto silencio. Era como estar muertos. ¡Y qué oscuridad! Nunca había visto una oscuridad como aquélla. Era como si te echaran por encima una manta de lana negra hasta que te ahogabas. Billy y yo no podíamos soportarla. Nunca habíamos tenido pesadillas hasta que nos evacuaron. Cuando venía nuestra mamá a visitarnos no parábamos de llorar a gritos. Me acuerdo muy bien de aquellas visitas: mamá arrastrándonos por aquel camino aburrido y Billy y yo chillando que queríamos volver a casa. Le decíamos que la señorita Pilgrim no nos daba de comer y que siempre nos perseguía con la zapatilla. Y lo de la comida era verdad; en todo el tiempo que estuvimos allí no comimos una patata frita como Dios manda. Al final mamá nos hizo volver a casa para que no le diéramos más la lata. Ahí ya se arregló la cosa. Nos lo pasábamos en grande, sobre todo cuando empezaron los bombardeos. Teníamos uno de aquellos refugios en el jardín, y ¡qué bien que estábamos allí con mamá, la abuela, la tía Edie y la señora Powell del número cuarenta y dos cuando le bombardearon la casa!

– ¿Y no estaba muy oscuro el refugio? -preguntó Dalgliesh.

– Teníamos las linternas, ¿no? Y cuando no era el momento mismo del bombardeo se podía salir a mirar los focos antiaéreos. ¡Qué bonito quedaba el cielo con todas aquellas luces! ¡Y qué ruido! Aquellos cañones…, bueno, era como si un gigante estuviera rasgando trozos de plancha ondulada. Bueno, como decía mamá, si les das a tus hijos una infancia feliz, no hay mucho que la vida pueda hacerles luego.

Dalgliesh tuvo la sensación de que sería vano discutir esta optimista visión de la educación infantil. Se disponía a sugerir diplomáticamente que ya era hora de abordar el objeto de su conversación, pero la señora Demery se le adelantó.

– Bueno, ya está bien de hablar de los viejos tiempos. Estará usted deseando preguntarme por este asesinato.

– ¿Es ésa la impresión que le ha dado, señora Demery? ¿Que se trata de un asesinato?

– Es de lógica, ¿no? No pudo ponerse él mismo esa serpiente al cuello. ¿Lo estrangularon?

– No sabremos cómo murió hasta que tengamos el resultado de la autopsia.

– Bueno, pues a mí me pareció que lo habían estrangulado, con toda la cara de color rosa y esa serpiente metida en la boca. Ahora que, mire lo que le digo, no había visto nunca un muerto que tuviera tan buen aspecto. Tenía mejor cara muerto que cuando vivía, y cuando vivía tenía muy buena cara. Era un hombre guapo, vaya que sí. Siempre me recordó un poco a Gregory Peck de joven.

Dalgliesh le pidió que describiera con exactitud todo lo ocurrido desde su llegada a Innocent House.

– Vengo todos los días laborables de nueve a cinco, menos los miércoles. Los miércoles vienen de la agencia de limpieza de oficinas La Superior, dicen que para hacer una limpieza a fondo de todo el edificio. La Superior, así se llaman, pero les quedaría mejor La Inferior. Supongo que hacen lo que pueden, pero no es lo mismo que si tuvieran un interés personal por el trabajo. George viene media hora antes y les abre la puerta. Normalmente suelen acabar hacia las diez.

– ¿Y a usted quién le abre, señora Demery? ¿Tiene las llaves?

– No. El anciano señor Etienne propuso dármelas, pero no quise tener esa responsabilidad. Ya hay demasiadas llaves en mi vida. Normalmente suele abrir George; o, si no, el señor Dauntsey o la señorita Frances. Según quién llegue antes. Esta mañana no estaban ni la señorita Peverell ni el señor Dauntsey, pero me ha abierto George, que ya estaba aquí, así que he empezado a limpiar tranquilamente la cocina. No ha pasado nada hasta justo antes de las nueve, cuando ha llegado ese lord Stilgoe diciendo que tenía una cita con el señor Gerard.

– ¿Estaba usted presente cuando llegó lord Stilgoe?

– Pues mire, sí. Estaba charlando un poco con George. Lord Stilgoe no se puso muy contento al saber que no había nadie en la casa, aparte del recepcionista y de mí. George empezó a llamar a los distintos despachos para ver si encontraba al señor Gerard, y estaba diciéndole a lord Stilgoe que sería mejor que esperase en recepción cuando llegó la señorita Etienne. La señorita le preguntó a George si Gerard estaba en su despacho y George le dijo que había llamado, pero que no contestaba nadie, así que la señorita Etienne fue a ver si estaba y lord Stilgoe y yo la seguimos. La chaqueta del señor Gerard estaba sobre el respaldo del sillón, y el sillón apartado del escritorio, lo que me pareció un poco raro. Luego ella miró en el cajón de la derecha y encontró las llaves. El señor Gerard siempre dejaba sus llaves allí cuando estaba en el despacho. Es un manojo bastante pesado y no le gustaba llevar tanto peso en el bolsillo de la chaqueta. La señorita Claudia dijo: «Tiene que estar aquí; a lo mejor está en el número diez con el señor Bartrum», así que volvimos a recepción y George dijo que ya había llamado al número diez. El señor Bartrum estaba en su despacho, pero no había visto al señor Gerard, aunque tenía el Jaguar allí. El señor Gerard siempre dejaba el coche aparcado en Innocent Passage porque era más seguro. De manera que la señorita Claudia dijo: «Tiene que estar aquí. Será mejor que empecemos a buscarlo.» A estas alturas ya había llegado la primera lancha, y luego aparecieron la señorita Frances y el señor Dauntsey.

– ¿Le pareció preocupada la señorita Etienne?

– Más bien intrigada, si me comprende. Le dije: «Bueno, he mirado en toda la planta baja y al fondo de la casa, y en la cocina no está.» Y la señorita Claudia dijo algo así como que no era muy probable que estuviera allí, ¿verdad?, y empezó a subir la escalera, y yo me fui detrás de ella con la señorita Blackett.

– No me ha dicho que la señorita Blackett estuviera en la casa.

– ¿Ah, no? Pues ya estaba, había llegado con la lancha. Claro que una ya no se fija tanto en ella, ahora que no está el anciano señor Peverell. Pero el caso es que estaba, aunque todavía llevaba puesto el abrigo, y subió la escalera con nosotras.