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– ¿Tres mujeres para buscar a un solo hombre?

– Bueno, así fue la cosa. Supongo que yo subí por curiosidad. Por una especie de instinto, en realidad. Pero no sé por qué subió la señorita Blackett; tendrá que preguntárselo a ella. La señorita Claudia dijo: «Empezaremos a buscar por arriba», y eso fue lo que hicimos.

– Entonces, ¿fue directamente a la sala de los archivos?

– Exacto, y de allí al despachito que hay al fondo. La puerta no estaba cerrada con llave.

– ¿Cómo la abrió, señora Demery?

– ¿Qué quiere decir? La abrió como se abren siempre las puertas.

– ¿La abrió toda de golpe? ¿La abrió despacio? ¿Diría usted que se mostraba aprensiva?

– No, que yo me fijara. La abrió sin más. Y, bueno, ahí estaba él. Tirado de espaldas con toda la cara rosa y esa serpiente enroscada al cuello y con la cabeza dentro de la boca. Tenía los ojos abiertos y una mirada muy fija. ¡Era horrible! Yo enseguida me di cuenta de que estaba muerto, fíjese lo que le digo, pero, como ya le he dicho, nunca lo había visto con mejor aspecto. La señorita Claudia se le acercó y se arrodilló a su lado. Luego dijo: «Vayan a llamar a la policía. Y fuera de aquí las dos.» Bastante brusca, la verdad. Claro que era su hermano. Yo enseguida me doy cuenta cuando no me quieren en un sitio, así que me fui. Tampoco tenía tanto interés en quedarme.

– ¿Y la señorita Blackett?

– Estaba justo detrás de mí. Pensé que iba a ponerse a chillar, pero lo que hizo fue soltar una especie de gemido agudo. Le pasé un brazo por los hombros. Estaba temblando de una manera espantosa. Le dije: «Vamos, querida, vamos, aquí no puede hacer nada.» Así que nos fuimos escaleras abajo. Me pareció que llegaríamos antes que con el ascensor, que siempre se atasca, pero puede que hubiera sido mejor ir en ascensor. Me costó bastante hacerle bajar la escalera, de tanto como temblaba. Y un par de veces casi se le doblaron las piernas. Hubo un momento en que pensé que tendría que dejarla en el suelo y bajar a pedir ayuda. Cuando llegamos al último tramo, estaban lord Stilgoe, el señor De Witt y todos los demás allí mirándonos. Supongo que al verme la cara y el estado en que estaba la señorita Blackett se dieron cuenta de que había pasado algo muy malo. Entonces se lo dije. Me pareció que al principio no podían creérselo, y entonces el señor De Witt echó a correr escaleras arriba con lord Stilgoe, y el señor Dauntsey detrás de ellos.

– ¿Qué ocurrió entonces, señora Demery?

– Ayude a sentarse a la señorita Blackett y fui a buscar un vaso de agua.

– ¿No llamó a la policía?

– Eso lo dejé para ellos. El muerto no iba a escaparse, ¿verdad? ¿Qué prisa había? Además, si hubiera llamado habría sido una equivocación, porque cuando volvió lord Stilgoe fue directamente al mostrador de recepción y le dijo a George: «Llame a New Scotland Yard. Quiero hablar con el comisionado. Si no puede ser, con el comandante Adam Dalgliesh.» Directo a las alturas, claro. Luego la señorita Claudia me pidió que fuera a preparar café bien cargado, y eso hice. Estaba blanca como una sábana, la pobre. Bueno, tampoco es para extrañarse, ¿verdad?

– El señor Gerard asumió los cargos de presidente y director gerente hace relativamente poco, ¿no es cierto? -preguntó Dalgliesh-. ¿Lo apreciaba mucho el personal?

– Bueno, si hubiera sido el sol de la oficina ahora no tendrían que llevárselo en una bolsa de plástico, digo yo. Alguien no lo apreciaba, eso está claro. Naturalmente, para él no debió de ser fácil ocupar el lugar del señor Peverell. Todo el mundo respetaba al señor Peverell. Era una bellísima persona. Pero yo me llevaba perfectamente bien con el señor Gerard. No le daba problemas ni él me los daba a mí. De todos modos, no creo que en la oficina haya muchos que lloren por él. Claro que un asesinato es un asesinato, y habrá una conmoción, eso seguro. Y tampoco le hará mucho bien a la empresa, digo yo. Mire, aquí tiene una idea; a ver qué le parece. Podría ser que se hubiera matado él mismo y que luego el bromista ese que tenemos en la oficina le hubiera puesto la serpiente al cuello para demostrar lo que opinaba de él. A lo mejor valdría la pena pensarlo.

Dalgliesh no le dijo que ya lo habían pensado. Preguntó:

– ¿Le extrañaría saber que se había matado él mismo?

– Bueno, si quiere que le diga la verdad, sí. Demasiado ufano para eso, diría yo. Además, ¿por qué iba a hacerlo? La empresa tiene sus problemas, de acuerdo, pero ¿qué empresa no los tiene hoy en día? Habría salido adelante. No me imagino al señor Gerard haciendo lo mismo que Robert Maxwell. Claro que, ¿quién iba a imaginárselo de Robert Maxwell? O sea que en realidad no hay manera de saberlo, ¿verdad? Misteriosa, eso es la gente, misteriosa. Yo misma podría contarle un par de cosas sobre lo misteriosa que es la gente.

– A la señorita Etienne debió de impresionarle mucho encontrarlo así -intervino Kate-. Al fin y al cabo era su hermano.

La señora Demery centró su atención en Kate, aunque no pareció demasiado complacida por esta intrusión de una tercera persona en su tete a tete.

– Haga una pregunta directa y tendrá una respuesta directa, inspectora. ¿Le impresionó mucho a la señorita Claudia encontrarlo así? Eso es lo que quiere saber, ¿no? Pues tendrá que preguntárselo a ella. Yo no lo sé. Estaba al lado del cuerpo, inclinada sobre él, y no volvió la cara en todo el rato que estuvimos allí la señorita Blackett y yo, que no fue mucho. No sé qué sentía. Sólo sé lo que dijo.

– «Fuera de aquí las dos.» Bastante áspero.

– La conmoción, quizás. Ustedes verán.

– Y la dejaron sola con el muerto.

– Como ella quería, por lo visto. De todos modos, no hubiera podido quedarme. Alguien tenía que ayudar a la señorita Blackett a bajar la escalera.

– ¿Es un buen sitio para trabajar, señora Demery? -preguntó Dalgliesh-. ¿Está contenta aquí?

– Tan bueno como cualquier otro. Mire, señor Dalgliesh, yo ya tengo sesenta y tres años. No es una edad del otro mundo, de acuerdo, y todavía conservo la vista y las piernas, y soy mucho mejor trabajadora que otros que podría nombrar. Pero a los sesenta y tres años no te pones a buscar otro empleo, y a mí me gusta trabajar. Me moriría de aburrimiento sin salir de casa. Y estoy acostumbrada a este sitio; llevo aquí casi veinte años. Puede que no le guste a todo el mundo, pero a mí me conviene. Y queda a mano; bueno, más o menos. Aún sigo en Whitechapel. Ahora tengo un pisito moderno la mar de mono.

– ¿Cómo viene hasta aquí?

– En metro hasta Wapping y luego a pie. No está lejos. Y a mí no me asustan las calles de Londres. Yo ya andaba por las calles de Londres antes de que nadie pensara en usted. El anciano señor Peverell siempre decía que me mandaría un taxi si alguna mañana no me veía con ánimos de hacer el viaje. Y lo habría mandado. Era un caballero muy especial, el señor Peverell. Eso demuestra lo que pensaba de mí. Es bonito ver que te aprecian.

– Ciertamente, lo es. Hábleme de la limpieza de la sala de los archivos, señora Demery, la grande y el despachito donde encontraron al señor Etienne. ¿Es responsabilidad suya o se cuida la compañía de la limpieza?

– Me ocupo yo. Los de la agencia nunca suben al último piso. Eso lo decidió el anciano señor Peverell. Aquello está lleno de papeles, ya sabe, y tenía miedo de que se pusieran a fumar y lo incendiaran todo. Además, esas carpetas son confidenciales. No me pregunte por qué. Les he echado un vistazo a un par de ellas y sólo hay un montón de cartas y manuscritos viejos, por lo que yo he visto. No es como si guardaran los expedientes del personal ni cosas reservadas por el estilo. Pero el señor Peverell les daba mucha importancia a los archivos. El caso es que quedó acordado que de esas habitaciones me encargaría yo. Casi nunca sube nadie, si no es el señor Dauntsey, así que no me tomo demasiadas molestias. No vale la pena. Normalmente subo un lunes al mes y hago una pasada rápida para quitar el polvo.