– ¿Pasa la aspiradora por el suelo?
– Puede que le dé una pasada si me parece que le hace falta. O puede que no. Como ya le he dicho, sólo sube allí el señor Dauntsey, y él apenas ensucia. Ya hay bastante que hacer en el resto de la casa para tener que cargar con la aspiradora hasta el último piso y perder el tiempo en cosas que no hacen falta.
– Sí, ya comprendo. ¿Cuándo fue la última vez que limpió el cuarto pequeño?
– Le di una pasada rápida; el lunes hizo tres semanas. El lunes que viene volveré a subir. Al menos es lo que haría normalmente, pero supongo que querrá usted dejar la puerta cerrada.
– Por el momento, sí, señora Demery. ¿Vamos allá?
Tomaron el ascensor, que subió con lentitud pero sin sacudidas. La puerta del despachito de los archivos estaba abierta. El ingeniero de la compañía del gas no había llegado aún, pero los dos policías especializados y los fotógrafos todavía estaban allí. Aun gesto de Dalgliesh, salieron de la habitación y quedaron a la espera.
– No entre, señora Demery -le indicó Dalgliesh-. Quédese en la puerta y dígame si ve algún cambio.
La señora Demery paseó la mirada por el cuarto con lentitud. Sus ojos se detuvieron brevemente en la línea de tiza que señalaba el contorno del cuerpo ausente, pero no hizo ningún comentario. Tras una pausa de sólo unos segundos, observó:
– Sus muchachos le han dado una buena limpieza, ¿eh?
– No hemos limpiado nada, señora Demery.
– Pues alguien ha tenido que hacerlo. Aquí no hay tres semanas de polvo. Mire la repisa de la chimenea y el suelo. Alguien ha pasado la aspiradora. ¡Válgame Dios! ¡Conque se entretuvo limpiando el cuarto antes de matarlo! ¡Y con mi Hoover!
Se volvió hacia Dalgliesh, quien vio nacer en su mirada una mezcla de indignación, horror y temor supersticioso. Hasta el momento, nada de lo que rodeaba la muerte de Etienne la había afectado tan profundamente como aquella celda de la muerte limpia y preparada.
– ¿Cómo lo sabe, señora Demery?
– La aspiradora se guarda en un cuartito de la planta baja, al lado de la cocina. Cuando fui a buscarla esta mañana, pensé: «Alguien ha utilizado este aparato.»
– ¿Cómo se dio cuenta?
– Porque estaba graduada para limpiar un suelo liso, no una alfombra. El mando tiene dos posiciones, ya me entiende. Cuando la guardé, estaba en la posición de limpiar alfombras, porque lo último que había hecho con ella eran las alfombras de la sala de juntas.
– ¿Está segura, señora Demery?
– No para jurarlo delante de un tribunal. Hay cosas que se pueden jurar y cosas que no. Supongo que yo misma habría podido tocar el mando sin darme cuenta. Lo único que sé es que cuando fui a cogerla esta mañana me dije: «Alguien ha utilizado este aparato.»
– ¿Le preguntó a alguien si la había utilizado?
– ¿A quién se lo iba a preguntar, si no había nadie? Además, no creo que fuera ninguno de los empleados. ¿Para qué iban a coger la aspiradora? Eso es trabajo mío, no de ellos. Pensé que a lo mejor había sido alguno de la compañía de limpieza, pero también sería extraño, porque traen todo el material que necesitan.
– Y la aspiradora, ¿estaba en el sitio de costumbre?
– Sí, exactamente. Y el cable estaba enrollado de la misma manera en que yo lo había dejado. Pero el mando no estaba en la misma posición.
– ¿Ve alguna otra cosa en el cuarto que le llame la atención?
– Bueno, falta el cordón de la ventana, ¿no? Supongo que lo habrán quitado ustedes. Ya empezaba a estar viejo y deshilachado. El lunes pasado, cuando asomé la cabeza, le dije al señor Dauntsey que habría que cambiarlo, y él me contestó que ya se lo diría a George. George se encarga de todas estas cosas. Es muy mañoso, este George. Cuando hablé con el señor Dauntsey, la ventana estaba medio abierta. Normalmente suele tenerla así. No me pareció que le diera mucha importancia, pero, como ya he dicho, pensaba hablar con George. Y esa mesa la han movido. Yo nunca la muevo cuando quito el polvo. Véalo usted mismo. Está unos cinco centímetros más a la derecha; se nota por esa línea tan fina de suciedad que hay en la pared donde antes estaba la mesa. Y no veo la grabadora del señor Dauntsey. Antes había una cama en este cuarto, pero la quitaron cuando la señorita Clements se mató. Otra cosa que tal. Ya hemos tenido dos muertes en esta habitación, señor Dalgliesh. Me parece que ya sería hora de que la cerrasen para siempre.
Antes de despedir a la señora Demery, Dalgliesh le pidió que no dijera nada a nadie acerca del posible uso que se había dado a su aspiradora, pero con escasa esperanza de que se guardara la noticia para sí durante mucho tiempo.
Cuando la mujer se hubo marchado, Daniel preguntó:
– ¿Hasta qué punto podemos fiarnos de esta declaración, señor? ¿Cree que de veras es capaz de advertir si han limpiado recientemente la habitación? Podrían ser imaginaciones suyas.
– Ella es la experta, Daniel. Y la señorita Etienne también se fijó en la limpieza de la habitación. La propia señora Demery ha reconocido que no suele molestarse en limpiar el suelo. Y ahora no hay ni una mota de polvo, ni siquiera en los rincones. Alguien lo ha limpiado hace poco, y no ha sido la señora Demery.
24
Los cuatro socios seguían esperando en la sala de juntas. Gabriel Dauntsey y Frances Peverell estaban sentados ante la mesa ovalada de caoba, cerca pero sin llegar a tocarse. Frances tenía la cabeza gacha y estaba absolutamente inmóvil. De Witt se hallaba ante la ventana con una mano en el cristal, como si necesitara apoyarse. Claudia, de pie, examinaba atentamente la gran copia del Gran Canal, de Canaletto, colgado junto a la puerta. La magnificencia de la sala disminuía y al mismo tiempo hacía más presente la carga de temor, pesar, cólera o culpa que cada uno soportaba. Parecían actores de una obra excesivamente elaborada, con un lujoso decorado en el que se había invertido una fortuna, pero cuyos intérpretes eran aficionados que no se sabían los diálogos y se movían con gestos rígidos y faltos de práctica. Cuando Dalgliesh y Kate salieron de la habitación, Frances había dicho: «Dejemos la puerta abierta», y De Witt, sin pronunciar una palabra, había vuelto atrás para dejarla entornada. Necesitaban la sensación de un mundo exterior, el sonido de voces lejanas, por leve y esporádico que fuese. La puerta cerrada sería demasiado semejante al sillón vacío en el centro de la mesa, la una esperando la entrada impaciente de Gerard, el otro su presencia dirigente.
Sin mirar a su alrededor, Claudia comentó:
– A Gerard nunca le gustó este cuadro. Creía que se sobrevaloraba a Canaletto, que era demasiado preciso, demasiado plano. Decía que podía imaginarse a los aprendices pintando cuidadosamente las olas.
– No era Canaletto el que no le gustaba -replicó De Witt-; era sólo este cuadro. Decía que le aburría tener que estar siempre explicándoles a las visitas que es una copia.
Frances habló con voz neutra:
– Le molestaba. Le recordaba que el abuelo vendió el original en un mal momento por la cuarta parte de lo que valía.
– No -replicó Claudia con firmeza-. No le gustaba Canaletto.
De Witt se apartó despacio de la ventana.
– La policía no se da prisa -observó-. La señora Demery debe de estar disfrutando, supongo, haciendo su imitación favorita de una mujer de la limpieza cockney, de buen carácter pero de lengua afilada. Espero que el comandante sepa apreciarla.
Claudia abandonó su concentrado examen del cuadro y se volvió hacia los demás.
– Puesto que eso es precisamente lo que ella es, no creo que sea apropiado llamarlo una imitación. Sin embargo, es cierto que se vuelve locuaz cuando se excita. Hemos de procurar que no nos suceda a nosotros. Me refiero a volvernos locuaces, a hablar demasiado, a decirle a la policía cosas que no tiene por qué saber.