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– ¿En qué cosas estás pensando? -preguntó De Witt.

– En que no estábamos precisamente de acuerdo en cuanto al futuro de la empresa. La policía piensa de un modo estereotipado. Puesto que la mayoría de los delincuentes actúa de un modo estereotipado, ahí está probablemente su fuerza.

Frances Peverell alzó la cabeza. Nadie la había visto llorar, pero tenía la cara abotagada y macilenta, los ojos apagados bajo unos párpados hinchados, y al hablar su voz sonó quebrada y un tanto quejumbrosa.

– ¿Y qué importa que la señora Demery hable? ¿Qué importa lo que digamos? Ninguno de los que estamos aquí tiene nada que ocultar. Lo que ha ocurrido es obvio. Gerard murió de muerte natural o por un accidente, y alguien, la misma persona que ha estado gastándonos bromas pesadas, encontró el cuerpo y decidió darle un aire de misterio al asunto. Debe de haber sido terrible para ti, Claudia, encontrarlo de esa manera, con la serpiente enroscada al cuello. Pero sin duda hay una explicación lógica. Tiene que haberla.

Claudia se volvió hacia ella con tanta vehemencia como si estuvieran en mitad de una riña.

– ¿Qué clase de accidente? ¿Pretendes sugerir que Gerard sufrió un accidente? ¿Qué clase de accidente?

Frances se encogió en el asiento, pero respondió con voz firme:

– No lo sé. Yo no estaba allí cuando ocurrió. Sólo era una idea.

– Una idea muy estúpida.

– Claudia -intervino De Witt con voz más cariñosa que reprobadora-, no debemos pelearnos. Hemos de mantener la calma y permanecer juntos.

– ¿Cómo vamos a permanecer juntos? Dalgliesh querrá vernos por separado.

– No físicamente juntos. Como socios. Como equipo.

Frances prosiguió como si él no hubiera hablado.

– O un ataque al corazón. O una apoplejía. Podría haber sido cualquiera de las dos cosas. Le puede ocurrir al más sano.

Claudia replicó:

– Gerard tenía el corazón en perfecto estado. No se puede subir al Cervino si se tiene el corazón delicado. Y no me imagino a un candidato más improbable para una apoplejía.

De Witt habló en tono conciliador.

– Todavía no sabemos a causa de qué murió. Hay que esperar el resultado de la autopsia. Mientras tanto, ¿qué vamos a hacer?

– Seguir adelante -contestó Claudia-. Eso por descontado; seguir adelante.

– Siempre que nos quede personal. Puede que la gente no quiera seguir en la empresa, sobre todo si la policía da a entender que la muerte de Gerard no ha sido normal.

La risotada de Claudia fue áspera como un sollozo.

– ¡Que no ha sido normal! ¡Pues claro que no ha sido normal! Lo hemos encontrado muerto, medio desnudo, con una serpiente de juguete enroscada al cuello y la cabeza del animal metida en la boca. Ni el policía menos suspicaz diría que eso es normal.

– Quería decir, por supuesto, si hay sospechas de asesinato. Todos tenemos esta palabra en la mente. Tal vez ya sea hora de que alguien la pronuncie.

Frances se volvió hacia él.

– ¿Asesinato? ¿Por qué iban a asesinarlo? Además, no había sangre, ¿verdad? No habéis encontrado ningún arma. Y nadie hubiera podido envenenarlo. Envenenarlo, ¿con qué? ¿Cuándo habría podido ingerir el veneno?

– Hay otras maneras -contestó Claudia.

– ¿Quieres decir que lo estrangularon con Sid la Siseante? ¿O que lo asfixiaron? Pero Gerard era fuerte. Para eso habría sido necesario dominarlo físicamente. -Como nadie decía nada, añadió-: No sé por qué estáis los dos tan interesados en sugerir que Gerard ha muerto asesinado.

De Witt se acercó y tomó asiento a su lado.

– Nadie lo está sugiriendo, Frances -dijo con suavidad-; sólo nos planteamos la posibilidad. Pero tienes razón, naturalmente. Es mejor esperar a saber cómo murió. Lo que más me intriga es que estuviera en el despachito de los archivos. No recuerdo que subiera al último piso ni una sola vez. ¿Y tú, Claudia?

– Tampoco. Y no puede ser que estuviera trabajando allí. Si se le hubiera ocurrido hacerlo, no habría dejado las llaves en el cajón del escritorio. Ya sabes lo quisquilloso que era en cuestión de seguridad. Sólo dejaba las llaves en el cajón mientras él estaba trabajando en su mesa. Si salía del despacho por el tiempo que fuese, se ponía la chaqueta y se metía el manojo de llaves en el bolsillo. Todos se lo hemos visto hacer muchas veces.

– El hecho de que se haya encontrado el cuerpo en los archivos no implica forzosamente que muriera allí -señaló De Witt.

Claudia se sentó enfrente de él y se inclinó hacia delante sobre la mesa.

– ¿Quieres decir que pudo morir en su despacho?

– Quizá murió o lo mataron allí y luego lo trasladaron. Pudo morir ante su escritorio por alguna causa natural, un ataque al corazón o una apoplejía, como ha dicho Frances, y luego alguien se llevó el cuerpo.

– Pero eso exigiría una fuerza considerable.

– No tanta, si el que lo hizo utilizó uno de los carros para transportar libros y subió el cuerpo en el ascensor. Casi siempre hay un carro esperando junto a la puerta del ascensor.

– Pero sin duda la policía es capaz de descubrir si han movido un cuerpo después de la muerte.

– Sí, si lo encuentran al aire libre. Hay restos de tierra, ramitas, hierba aplastada, huellas de arrastramiento. No sé si les resultaría tan fácil con un cuerpo descubierto dentro de un edificio. Supongo que tarde o temprano condescenderán a decirnos algo. Lo cierto es que no se dan prisa.

Hablaban los dos como si no hubiera nadie más en la sala. De pronto, intervino Frances.

– ¿Tenéis que discutirlo como si la muerte de Gerard fuese una especie de enigma, una novela policíaca, algo que hubiéramos leído o visto por televisión? Estamos hablando de Gerard, no de un desconocido, no de un personaje de una obra teatral. Gerard está muerto. Está en el piso de arriba con esa horrible serpiente en torno al cuello, y nosotros aquí sentados como si no nos importara nada.

Claudia le dirigió una mirada especulativa teñida de desdén.

– ¿Qué quieres que hagamos? ¿Que nos quedemos sentados sin decir nada? ¿Que leamos un buen libro? ¿Que le preguntemos a George si ya han llegado los periódicos? Creo que hablar nos ayuda. Gerard era mi hermano. Si yo puedo mantener cierta serenidad, tú también puedes. Compartiste su cama, al menos por algún tiempo, pero nunca llegaste a compartir su vida.

De Witt la interpeló con voz queda:

– ¿La compartiste tú, Claudia? ¿O alguno de nosotros?

– No, pero cuando esta muerte me golpee de veras, cuando crea de veras lo que ha ocurrido, te aseguro que lo lloraré. No te preocupes por eso. Sí, lo lloraré, pero todavía no, no aquí ni ahora.

Gabriel Dauntsey había permanecido sentado de cara a la ventana, contemplando el río. En aquel momento habló por primera vez, y los demás se volvieron y lo miraron como si recordaran de súbito que estaba allí.

– Creo que es posible que haya muerto por intoxicación de monóxido de carbono. Tenía la piel muy rosada, que es uno de los síntomas, y en la habitación hacía un calor poco natural. ¿No te diste cuenta, Claudia, de que hacía mucho calor allí dentro?

Hubo unos instantes de silencio y, al fin, Claudia respondió:

– Me di cuenta de muy poco, aparte de ver a Gerard y aquella serpiente. ¿Quieres decir que pudo haber muerto a causa del gas?

– Sí. Creo que pudo morir a causa del gas.

La palabra siseó en el aire.

– Pero ¿no dicen que el nuevo gas del mar del Norte es inofensivo? -objetó Frances-. Creía que ya no era posible suicidarse metiendo la cabeza en el horno de gas.

Fue De Witt quien se lo explicó.