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Después de aquella lectura, Dalgliesh había averiguado todo lo que Dauntsey quería que se supiera de su historia: que, siendo residente en Francia, se hallaba en Inglaterra por negocios cuando se declaró la guerra, mientras que su esposa y sus dos hijos quedaban atrapados por los invasores alemanes; que su familia desapareció por completo de los registros oficiales y que sólo tras años de búsqueda, una vez finalizada la guerra, pudo descubrir que los tres, ocultos bajo una falsa identidad para eludir el internamiento, habían muerto a consecuencia de una incursión de bombarderos británicos en la Francia ocupada. El propio Dauntsey había servido en el Comando de Bombarderos de la RAF, pero se libró de la última y más trágica ironía; no había tomado parte en aquella incursión. La suya era la poesía de la guerra moderna, de la pérdida, el dolor y el terror, de la camaradería y el valor, la cobardía y la derrota. Los fuertes, sinuosos y brutales versos se iluminaban con pasajes de belleza lírica, como obuses que estallaran en la mente. Los grandes Lancasters que se elevaban como pesadas bestias con la muerte encerrada en el vientre; los cielos oscuros y silenciosos que explotaban en una cacofonía de terror; los tripulantes casi adolescentes de los que él, algo mayor, era responsable y que, noche tras noche, volaban precariamente alojados en aquel frágil cascarón de metal, conociendo la aritmética de la supervivencia, sabiendo que aquélla podía ser la noche en que caerían del cielo como una antorcha llameante. Y siempre la culpa, la sensación de que aquel terror de cada noche, al mismo tiempo temido y deseado, era una reparación, que había una traición que sólo la muerte podía expiar, una traición personal que reflejaba una mayor desolación universal.

Y ahora estaba aquí; un anciano como cualquier otro, si es que algún anciano podía calificarse de forma tan neutra, no encorvado, sino sosteniéndose mediante un esfuerzo disciplinado, como si el aguante y el coraje pudieran superar con éxito los estragos del tiempo. La vejez puede producir una corpulencia fofa que borra el carácter transformándolo en arrugada nulidad o, como en este caso, descarnar el rostro de manera que los huesos destacan como un esqueleto provisionalmente revestido de una carne tan seca y delicada como el papel. Pero el cabello, aunque gris, era todavía vigoroso, y los ojos -que en aquel momento se fijaban en él con una mirada interrogativa e irónica- tan negros y penetrantes como Dalgliesh recordaba.

Dalgliesh apartó la silla de la mesa y la dejó junto a la puerta. Dauntsey se sentó.

– Subió usted con lord Stilgoe y el señor De Witt. ¿Vio algo en esta habitación que le llamara la atención, aparte de la presencia del cuerpo? -preguntó Dalgliesh.

– Al principio, no, aparte de un olor desagradable. Un cadáver semidesnudo y tan grotescamente adornado como éste lo estaba toma por asalto los sentidos. Al cabo de un minuto, quizá menos, advertí otras cosas, y con extraordinaria claridad. La habitación se me antojó distinta, extraña. Me pareció desnuda, aunque no lo estaba, desacostumbradamente limpia, más calurosa de lo habitual. El cuerpo parecía muy…, muy desordenado; la habitación, en cambio, muy ordenada. La silla estaba en su lugar exacto, las carpetas pulcramente dispuestas sobre la mesa. Naturalmente, me percaté de que faltaba la grabadora.

– ¿Estaban las carpetas como usted las había dejado?

– No, por lo que recuerdo. Las dos bandejas están cambiadas de sitio. La que tiene el menor número de carpetas debería estar a la izquierda. Yo había dejado dos montones, el de la derecha mayor que el de la izquierda. Trabajo de izquierda a derecha con varias carpetas a la vez, entre seis y diez según su tamaño. Cuando termino con una, la paso al montón de la derecha. Una vez revisadas las seis, las devuelvo a la sala de los archivos e inserto una regla en la última para que se vea hasta dónde he llegado.

– Hemos visto la regla en un hueco del estante inferior de la segunda hilera. ¿Significa eso que sólo ha completado una hilera?

– Es un trabajo muy lento. Tiendo a interesarme por las cartas antiguas, aunque no merezca la pena conservarlas. He encontrado bastantes que sí lo merecen: cartas de escritores del siglo xx y de otros que mantuvieron correspondencia con Henry Peverell o con su padre, aunque no los publicaba la empresa. Hay cartas de H. G. Wells, de Arnold Bennett, de miembros del grupo de Bloomsbury e incluso algunas más antiguas.

– ¿Qué sistema emplea?

– Dicto a la grabadora una descripción del contenido de cada carpeta y mi recomendación, ya sea «destruir», «dudosa», «conservar» o «importante». A continuación, una mecanógrafa pasa la lista a máquina y la junta la examina periódicamente. En la práctica, todavía no se ha eliminado nada. Nos pareció precipitado destruir cualquier cosa antes de conocer el futuro de la empresa.

– ¿Cuándo utilizó esta habitación por última vez?

– El lunes. Estuve trabajando aquí todo el día. La señora Demery asomó la cabeza hacia las diez de la mañana, pero dijo que no quería molestarme. Sólo viene a quitar el polvo una semana de cada cuatro, aproximadamente, y aun así lo hace de un modo superficial. Me hizo notar que el cordón de la ventana estaba muy raído y le contesté que se lo diría a George para que se encargara de cambiarlo. Todavía no he hablado con él.

– ¿Y usted no se había dado cuenta?

– Me temo que no. La ventana llevaba varias semanas abierta. Lo prefiero así. Supongo que al llegar el frío me habría dado cuenta.

– ¿Cómo calienta la habitación?

– Con una estufa eléctrica siempre. De hecho, es de mi propiedad. La prefiero a la estufa de gas. No quiero decir que la estufa de gas me pareciera peligrosa, pero, como no fumo, nunca llevo cerillas encima cuando las necesito. Era más fácil traer la estufa eléctrica de mi apartamento. Es muy ligera, de modo que al terminar la jornada me la vuelvo a llevar al número doce o la dejo aquí si tengo intención de seguir trabajando al día siguiente. El lunes me la llevé a casa.

– ¿Y cerró la puerta con llave al marcharse?

– No, nunca la cierro. La llave está en la cerradura, generalmente de este lado, pero no la he utilizado nunca.

Dalgliesh observó:

– La cerradura parece relativamente nueva. ¿Quién la hizo instalar?

– Henry Peverell. Le gustaba trabajar aquí arriba de vez en cuando. No sé por qué, pero era un hombre solitario. Supongo que la cerradura debía de proporcionarle una mayor sensación de seguridad. Pero en realidad no es nueva; mucho más nueva que la puerta, eso sí, pero creo que debe de llevar ahí al menos cinco años.

– Pero no lleva cinco años sin ser utilizada -dijo Dalgliesh-. Está bien engrasada, la llave gira con facilidad.

– ¿Ah, sí? Yo no la utilizo, así que no me había fijado. Pero es curioso que esté engrasada. Puede que lo haya hecho la señora Demery, aunque me parece poco probable.