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– Gracias -dijo Dalgliesh mientras las cogía-. No es necesario que le asegure que permanecerán en mi poder o bajo la custodia de algún miembro de mi equipo. ¿Sabe ya su padre que su hijo ha muerto?

– Todavía no. Pienso salir en mi coche hacia Bramwell-on-Sea a la caída de la tarde. Mi padre vive como un recluso y no recibe llamadas telefónicas. Y aunque no fuera así, preferiría decírselo cara a cara. ¿Quiere usted verlo?

– Es importante que lo vea. Le agradecería que le preguntara si estaría dispuesto a recibirme mañana a la hora que le resulte más cómoda.

– Se lo preguntaré, pero no sé si accederá. Es muy reacio a las visitas. Vive con una francesa entrada en años que cuida de él. El hijo de la mujer es su chófer. Está casado con una joven del lugar y supongo que cuando Estelle muera la sucederá. Ella, desde luego, no se retirará: considera un privilegio dedicar su vida a un héroe de Francia. Mi padre, como siempre, tiene bien organizada la vida. Le digo esto para que sepa con qué se va a encontrar. No creo que su petición sea bien recibida. ¿Es todo?

– También necesito ver a los parientes de Sonia Clements.

– ¿Sonia Clements? Pero ¿qué relación puede haber entre su suicidio y la muerte de Gerard?

– Ninguna que yo sepa en estos momentos. ¿Sabe si tenía parientes o si vivía con alguien?

– Sólo una hermana y, cuando se suicidó, hacía tres años que no vivían juntas. Es monja y forma parte de una comunidad en Kemptown, cerca de Brighton. Llevan una residencia para enfermos terminales. Creo que se llama Convento de St. Anne. Estoy segura de que la madre superiora le permitirá verla. Después de todo, los policías son como los inspectores de Hacienda, ¿verdad? Por desagradable o inoportuna que resulte su presencia, cuando llaman a la puerta hay que dejarlos entrar. ¿Desea alguna otra cosa de mí?

– El despachito de los archivos quedará precintado, y me gustaría cerrar también la sala de los archivos.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Tanto como sea necesario. ¿Representará un gran trastorno?

– Claro que será un trastorno. Gabriel Dauntsey está revisando los expedientes antiguos y el trabajo ya va bastante retrasado sobre lo previsto.

– Comprendo que será un trastorno. Lo que le he preguntado es si sería un gran trastorno. ¿Pueden proseguir las actividades de la editorial sin acceder a esas dos habitaciones?

– Evidentemente, si cree que es importante tendremos que arreglárnoslas.

– Gracias.

Para terminar, le preguntó por el bromista pesado de Innocent House y las medidas adoptadas para descubrir al culpable. En conjunto, la investigación parecía haber sido tan superficial como infructuosa.

– Gerard lo dejó más o menos en mis manos -le explicó Claudia-, pero no llegué demasiado lejos. Lo único que hice fue una lista de los incidentes según se producían y de las personas que se encontraban en el edificio en el momento apropiado o podían ser responsables. Es decir, prácticamente todo el mundo, excepto los empleados que estaban de baja por enfermedad o de vacaciones. Era casi como si el bromista eligiera deliberadamente momentos en los que todos los socios y la mayor parte de los empleados estuvieran presentes y cualquiera hubiese podido ser el responsable. Gabriel Dauntsey tiene una coartada para el último incidente, el fax que se envió ayer desde estas oficinas a la librería Better Books de Cambridge: en el momento del envío, había salido para almorzar con uno de nuestros autores en el Ivy. Pero los demás socios y el personal estábamos aquí. Gerard y yo fuimos en lancha a Greenwich y almorzamos en la Trafalgar Tavern, pero no nos marchamos de aquí hasta la una menos veinte. El fax se envió a las doce y media. Carling debía empezar a firmar a la una. El suceso más reciente, por supuesto, es el robo de la agenda personal de mi hermano. Pudieron llevársela del cajón de su escritorio en cualquier momento del miércoles. La echó de menos ayer por la mañana en cuanto llegó.

– Hábleme de la serpiente -le pidió Dalgliesh.

– ¿Sid la Siseante? Sabe Dios cuánto hace que está aquí. Unos cinco años, me parece. Alguien la dejó después de una fiesta de Navidad del personal. La señorita Blackett la utilizaba para mantener entreabierta la puerta que comunicaba con el despacho de Henry Peverell. Se ha convertido en una especie de mascota de la oficina. Se ve que Blackie le ha cogido afecto.

– Y ayer su hermano le dijo que se deshiciera de ella.

– Se lo habrá contado la señora Demery, supongo. Sí, se lo dijo. No estaba de un humor demasiado bueno tras la reunión de los socios y, por la causa que fuera, verla allí le irritó. La señorita Blackett la guardó en un cajón de su escritorio.

– ¿Vio usted cómo lo hacía?

– Sí. Yo misma, Gabriel Dauntsey y nuestra taquimecanógrafa interina, Mandy Price. Imagino que la noticia no tardó en correr por toda la oficina.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Su hermano salió de la reunión malhumorado?

– Yo no he dicho eso. He dicho que no estaba de un humor demasiado bueno. Nadie lo estaba. No es ningún secreto que la Peverell Press tiene problemas. Si queremos seguir en el negocio, hemos de afrontar la venta de Innocent House.

– Debe de ser una perspectiva muy poco grata para la señorita Peverell.

– No creo que a ninguno de nosotros le complazca. La sugerencia de que alguno de los socios intentara impedirlo agrediendo a Gerard es ridícula.

– No es una sugerencia que yo haya hecho -señaló Dalgliesh.

Finalmente, la dejó marchar.

Claudia acababa de llegar a la puerta cuando Daniel asomó la cabeza. Le abrió la puerta para dejarla pasar y, antes de hablar, esperó a que ella hubiera salido de la habitación.

– El ingeniero del gas ya ha terminado, señor. Es lo que suponíamos. El cañón de la chimenea está muy obstruido. Parecen fragmentos del revestimiento interno del cañón, pero también hay mucha arena y carbonilla que se han ido acumulando con los años. Nos mandará un informe oficial, pero no tiene ninguna duda de lo ocurrido: con la chimenea en el estado en que se encuentra, la estufa era letal.

– Sólo en una habitación sin la ventilación adecuada -replicó Dalgliesh-. Nos lo han dicho muchas veces. La combinación letal fue la estufa encendida y la ventana imposible de abrir.

– Había un cascote particularmente grande atravesado en el cañón -prosiguió Daniel-. Pudo caer por sí solo del revestimiento de la chimenea o haber sido desprendido deliberadamente. No hay manera de saberlo. Algunas partes del revestimiento basta tocarlas para que se caigan en pedazos. ¿Quiere echarle un vistazo, señor?

– Sí, subiré ahora mismo.

– Y además de los cascotes, ¿quiere que enviemos también la estufa al laboratorio?

– Sí, Daniel, todo lo que haya.

No tuvo que añadir: «Y quiero huellas, fotografías, todo el lote.» Como siempre, trabajaba con expertos en la muerte violenta.

Mientras subían por la escalera, preguntó:

– ¿Alguna noticia sobre la grabadora desaparecida o la agenda de Etienne?

– Hasta ahora no, señor. La señorita Etienne se ha opuesto enérgicamente a que registremos los escritorios de los empleados que han vuelto a casa o están hoy de baja. He creído que no querría usted pedir un mandamiento de registro.