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– No siempre puede gustarte el jefe. Creo que empezaba a acostumbrarme a él.

– ¿Y él a usted? ¿Y al resto de la empresa? Estaba introduciendo muchos cambios, ¿verdad? Los cambios siempre provocan algún dolor, sobre todo en una organización que lleva mucho tiempo funcionando. En el Yard lo sabemos muy bien. ¿No hubo despidos, amenazas de despidos, un posible traslado a una nueva sede, la propuesta de vender Innocent House?

A eso replicó:

– Tendrán que preguntárselo a la señorita Claudia. El señor Gerard no comentaba la política de la empresa conmigo.

– A diferencia del señor Peverell. El paso de confidente a secretaria corriente no pudo ser agradable.

Ella no dijo nada. A continuación, la inspectora Miskin se inclinó hacia delante y le pidió en tono confidencial, casi como si fueran un par de muchachas a punto de compartir un secreto femenino:

– Háblenos de la serpiente. Háblenos de Sid la Siseante.

Entonces Blackie les contó cómo había llegado la serpiente a la oficina unos cinco años antes, el día de la fiesta de Navidad, traída por una taquimecanógrafa interina de cuyo nombre y dirección ya nadie se acordaba. Tras la fiesta, la serpiente quedó allí olvidada y no volvió a aparecer hasta pasados seis meses, cuando Blackie se la encontró apelotonada al fondo del cajón de su mesa. La utilizaba para enrollarla en el pomo de la puerta que comunicaba su despacho con el del señor Peverell. Él prefería que la puerta permaneciese entornada para poder llamar a Blackie de viva voz cuando la necesitaba; nunca le había gustado utilizar el teléfono. Sid la Siseante se convirtió en una especie de mascota de la empresa, presente en la excursión anual por el río y en la fiesta de Navidad, pero Blackie ya no la empleaba para mantener la puerta entreabierta. Él señor Etienne la prefería cerrada.

El sargento preguntó:

– ¿Dónde solía estar la serpiente?

– Generalmente, enroscada sobre el archivador de la izquierda. A veces estaba colgada de algún tirador.

– Cuéntenos qué ocurrió ayer. Al señor Etienne le molestó ver la serpiente en el despacho, ¿verdad?

– Salió de su despacho -le explicó ella, intentando mantener la voz serena- y vio a Sid colgada del asa de un archivador. Le pareció que su aspecto no era adecuado para una oficina y me pidió que me deshiciera de ella.

– ¿Y usted qué hizo?

– La metí en un cajón de mi escritorio; el cajón superior de la derecha.

– Esto es muy importante, señorita Blackett -intervino la inspectora Miskin-, y estoy segura de que es usted lo bastante inteligente para comprender por qué. ¿Quién estaba en su despacho cuando guardó la serpiente en el cajón?

– Sólo Mandy Price, que comparte el despacho conmigo, el señor Dauntsey y la señorita Claudia. Luego el señor Gerard y ella pasaron a su despacho. El señor Dauntsey le dio una carta a Mandy para que la mecanografiara y también se fue.

– ¿Y nadie más?

– En la habitación no había nadie más, pero supongo que algunos de los presentes lo comentarían en la oficina. No creo que Mandy tuviera la boca cerrada. Y cualquiera que buscase la serpiente seguramente habría mirado en el cajón de la derecha. Me refiero a que era el sitio más natural para guardarla.

– ¿Y no pensó en tirarla?

Al recordarlo en la intimidad de su despacho, se dio cuenta de que había reaccionado a la pregunta con excesivo calor, que su voz había contenido una nota de enojado resentimiento.

– ¿Tirar a Sid la Siseante? No, ¿por qué habría de hacerlo? Al señor Peverell le gustaba la serpiente. La encontraba graciosa. No hacía ningún mal allí. Después de todo, mi despacho no es un lugar al que suela entrar el público. Me limité a guardarla en el cajón. Pensé que quizá podía llevármela a casa.

Le preguntaron por la visita de Esmé Carling y su insistencia en ver al señor Etienne. Blackie comprendió que alguien debía de haber hablado, que el incidente no les venía de nuevas, de modo que les contó la verdad o, al menos, tanta verdad como fue capaz de decir en voz alta.

– La señora Carling no es uno de nuestros autores más tratables y estaba sumamente enojada. Creo que su agente le había dicho que el señor Etienne no deseaba publicar su último libro. Quería hablar con él a toda costa, pero tuve que explicarle que estaba reunido con los socios y que no se los podía molestar. Ella replicó con unas frases sumamente ofensivas a propósito del señor Peverell y de nuestra relación confidencial. Creo que opinaba que yo había ejercido demasiada influencia en la empresa.

– ¿Amenazó con volver más tarde para entrevistarse con el señor Etienne ese mismo día?

– No, nada de eso. En otras circunstancias quizás hubiera insistido en quedarse hasta que terminara la reunión, pero tenía que ir a firmar ejemplares de sus obras en una librería de Cambridge.

– Pero el acto fue suspendido a consecuencia de un fax enviado a las doce y media desde estas oficinas. ¿Envió usted ese fax, señorita Blackett?

La secretaria clavó la mirada en aquellos ojos grises.

– No, no fui yo.

– ¿Sabe quién lo envió?

– No tengo la menor idea. Fue durante la hora del almuerzo. Yo estaba en la cocina, calentando una bandeja de espaguetis a la boloñesa de Marks & Spencer. Todo el rato estuvo entrando y saliendo gente. No recuerdo dónde se encontraba nadie en particular a las doce y media exactamente. Lo único que sé es que yo no estaba en mi despacho.

– ¿Y el despacho no estaba cerrado con llave?

– Claro que no. Nunca cerramos los despachos durante el día.

Y así había seguido. Preguntas acerca de las bromas pesadas, preguntas acerca de cuándo había salido de la oficina la noche anterior, del trayecto hasta su casa, de la hora a la que había llegado, de cómo había pasado la velada. Ninguna le resultó difícil. Al fin, la inspectora Miskin dio por concluida la entrevista, pero sin ninguna sensación de que realmente hubiera terminado. Cuando llegó el momento de irse, Blackie descubrió que le temblaban las piernas. Tuvo que sujetarse firmemente a la silla durante unos segundos antes de sentirse en condiciones de llegar hasta la puerta sin tambalearse.

Dos veces había intentado establecer comunicación con Weaver’s Cottage, pero no contestaba nadie. Joan debía de estar en el pueblo o de compras en la ciudad; pero quizás era mejor así. Aquella noticia era para darla en persona, no por teléfono. Se preguntó si valía la pena llamar de nuevo para decirle que volvería a casa más temprano que de costumbre, pero el mero hecho de descolgar el auricular se le antojaba un esfuerzo excesivo. Mientras trataba de animarse a la acción, se abrió la puerta y la señorita Claudia asomó la cabeza.

– Ah, todavía está usted aquí. La policía desea que se vaya todo el mundo a casa. ¿No se lo ha dicho nadie? La oficina está cerrada, de todos modos. Fred Bowling está preparado para llevarla a Charing Cross en la lancha. -Al verle la cara, añadió-: ¿Se encuentra bien, Blackie? ¿Quiere que la acompañe alguien a casa?

La idea consternó a Blackie. Además, ¿quién podía acompañarla? Sabía que la señora Demery aún estaba en el edificio, preparando innumerables tazas de café para los socios y la policía, pero ciertamente no agradecería que la enviaran a hacer un viaje de una hora y media hasta Kent. A Blackie no le costó imaginarse ese viaje, la cháchara, las preguntas, la llegada a Weaver’s Cottage las dos juntas, ella escoltada de mala gana por la señora Demery como si se tratara de una niña que había cometido una travesura o de una prisionera bajo vigilancia. Joan seguramente se sentiría obligada a ofrecerle un té a la señora Demery. Blackie imaginó la escena con las tres en la sala de estar del cottage, donde su hermana y ella oirían una versión sumamente adornada de los acontecimientos del día ofrecida por la señora Demery, gárrula y vulgar, pero al mismo tiempo solícita, una mujer de la que resultaría casi imposible librarse.