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– Estoy perfectamente, muchas gracias, señorita Claudia -respondió-. Lamento haberme portado de una manera tan tonta. Fue la conmoción.

– Todos sufrimos una conmoción.

La señorita Claudia habló con voz átona. Quizá sus palabras no pretendían ser un reproche; sólo lo parecían. Hizo una pausa como si quisiera decir algo más, o tal vez juzgara que debía decirlo, y añadió:

– El lunes puede quedarse en casa si aún está angustiada. No es imprescindible que venga. Si la policía quiere preguntarle algo más, ya sabe dónde encontrarla. -Y acto seguido, desapareció.

Era la primera vez que se veían a solas, siquiera brevemente, desde el descubrimiento del cadáver. Blackie deseó haber encontrado algo que decir, alguna palabra de condolencia, pero ¿qué podía decirle que fuera al mismo tiempo verídico y sincero? «Nunca me gustó y yo no le gustaba a él, pero lamento que haya muerto.» ¿Y era eso cierto, en realidad?

En la estación de Charing Cross estaba acostumbrada a dejarse llevar por la muchedumbre de la hora punta, una corriente enérgica y resuelta. Se le hizo extraño estar allí a media tarde, envuelta en una tranquilidad sorprendente para un viernes y una atmósfera callada de indecisa atemporalidad. Una pareja de edad, excesivamente vestida para el viaje, la mujer obviamente con sus mejores prendas, estudiaba con nerviosismo el horario de salidas, el hombre arrastrando una pesada maleta de ruedas bien sujeta con correas. A una palabra de la mujer, el hombre se adelantó bruscamente y de inmediato la maleta cayó de lado con un golpe sordo. Blackie los observó unos instantes mientras se esforzaban en vano por levantarla y enseguida se acercó para ayudarlos. Pero mientras forcejeaba con el bulto, poco manejable y de peso mal repartido, no cesó de sentir sobre ella sus miradas inquietas y suspicaces, como si temiesen que quisiera apoderarse de su ropa interior. Completada la tarea, le dieron las gracias en un murmullo y se alejaron, sosteniendo la maleta entre los dos y dándole unas palmaditas de vez en cuando como si trataran de apaciguar a un perro recalcitrante.

El horario indicaba que Blackie tenía que esperar media hora, el tiempo suficiente para tomarse un café sin prisas. Mientras lo bebía, mientras aspiraba su aroma familiar y se calentaba las manos en torno a la taza, pensó que aquel viaje inesperado a una hora temprana normalmente habría constituido un pequeño placer, que el vacío desacostumbrado de la estación le habría recordado, no las incomodidades de la hora punta, sino las vacaciones de la niñez, el tiempo libre para el café, la grata certidumbre de llegar a casa antes de que oscureciese. Pero en aquellos momentos cualquier placer quedaba anulado por el recuerdo del horror, por aquella persistente e importuna amalgama de miedo y culpabilidad. Blackie se preguntó si alguna vez volvería a verse libre de ella. Pero al fin estaba de camino a casa. Aún no había decidido en qué medida se confiaría a su prima. Había cosas que no podía ni debía decirle, pero al menos podría contar con el consuelo de Joan, con el sosiego familiar y ordenado de Weaver’s Cottage.

El tren, medio vacío, salió a su hora, pero más tarde Blackie no recordaría nada del viaje, de cómo había abierto su coche en el aparcamiento de East Marling ni del recorrido hasta West Marling y el cottage. Lo único que podría recordar después era su llegada ante la verja del jardín y lo que entonces le saltó a los ojos. Permaneció unos instantes inmóvil, mirando fijamente con incrédulo horror. Bajo el sol otoñal, el jardín se extendía ante ella violado, asolado, físicamente arrancado, destrozado y arrojado aun lado. Al principio, desorientada por la conmoción, confundida por el recuerdo de las grandes borrascas de años anteriores, creyó que Weaver’s Cottage había sido alcanzado por un extraño huracán localizado. Pero fue una idea fugaz. Aquella destrucción, más mezquina, más discriminada, era obra de manos humanas.

Blackie bajó del coche con la sensación de que los miembros ya no le pertenecían y anduvo con paso rígido hacia la verja, a la que se aferró en busca de sostén. Fue entonces cuando empezó a discernir cada acto independiente de barbarie. El cerezo florecido a la derecha de la entrada, cuyos matices otoñales de amarillo y rojo vivo teñían el aire, tenía todas las ramas bajas arrancadas, las cicatrices de la corteza como otras tantas llagas abiertas. La morera plantada en el centro del jardín, el orgullo especial de Joan, había sufrido similares estragos y el banco de listones blancos que rodeaba su tronco estaba roto y astillado, como si unas gruesas botas hubieran saltado sobre él. Los rosales, debido tal vez a lo espinoso de sus ramas, estaban enteros, pero arrancados de raíz y amontonados, y el arríate de ásteres tempranos y crisantemos blancos, que Joan había plantado al pie del oscuro seto con la intención de obtener un efecto de nieve acumulada, yacía a manojos sobre el sendero. La rosa que coronaba el porche había derrotado a los intrusos; sin embargo, éstos habían desgajado tanto las clemátides como las glicinias, dejando la fachada del cottage extrañamente desnuda e indefensa.

La vivienda estaba vacía. Blackie la recorrió habitación por habitación gritando el nombre de Joan aun mucho después de que resultara evidente que no se encontraba en casa. Empezaba a sentir las primeras punzadas de verdadera zozobra cuando oyó el golpe de la cancela del jardín y vio a su prima empujando la bicicleta por el sendero. Salió corriendo a su encuentro, preguntándole a gritos:

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien?

Su prima, sin dar muestras de sorpresa por encontrarla en casa mucho antes de la hora acostumbrada, respondió con hosquedad.

– Ya ves lo que ha ocurrido. Gamberros. Eran cuatro, cada uno con su moto. Casi los sorprendo en plena faena. Al volver del pueblo los vi marchar, pero estaban demasiado lejos para que pudiera tomarles la matrícula.

– ¿Has llamado a la policía?

– Desde luego. Tienen que venir de East Marling y se lo toman con calma. Si aún tuviéramos nuestro policía en el pueblo, todo esto no habría sucedido. Por supuesto, es inútil que se den prisa. No los cogerán. Ésos ya se han escapado. Y aunque los cogieran, ¿qué les harían? Nada; ponerles una pequeña multa o una sentencia condicional. Dios mío, si la policía no es capaz de protegernos, al final tendremos que armarnos. Ojalá tuviera una pistola.

Blackie protestó.

– No puedes matar a nadie sólo porque te haya destrozado el jardín.

– ¿Que no puedo? Yo sí podría.

Mientras entraban en el cottage, Blackie advirtió con asombro y azoramiento que Joan había llorado. Los signos eran inconfundibles: los ojos, desacostumbradamente pequeños y apagados, todavía inyectados en sangre; la cara hinchada, teñida de un gris enfermizo y moteada de crudas manchas rojas. Aquél había sido un agravio contra el que su calma y su estoicismo habituales resultaban impotentes. Habría soportado más fácilmente un ataque contra su persona. Pero la cólera se había impuesto ya a la aflicción, y la cólera de Joan era formidable.

– He vuelto otra vez al pueblo para ver qué más habían hecho. No mucho, por lo visto. Pararon a almorzar en el Moonraker’s Arms, pero armaron tanto alboroto que la señora Baker se negó a servirles nada más y Baker los echó a la calle. Entonces empezaron a dar vueltas con las motos por el prado del pueblo, hasta que la señora Baker salió a decirles que no estaba permitido. Estaban muy provocadores y agresivos, acelerando las motos y haciendo muchísimo ruido, pero al final se fueron cuando salió Baker y los amenazó con llamar a la policía. Supongo que esto fue su manera de vengarse.

– ¿Y si vuelven?

– Oh, ésos no volverán. ¿Para qué? Buscarán otra cosa bella que destruir. Dios mío, ¿qué generación hemos criado? Están mejor alimentados, mejor educados y mejor cuidados que cualquier generación anterior, pero se comportan como unos bárbaros ignorantes. ¿Qué nos está ocurriendo? Y que no me hablen del paro; puede que estén en paro, pero conducen motos caras y los dos llevaban un cigarrillo en la boca.