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– No todos son así, Joan. No puedes juzgar a toda una generación por unos cuantos.

– Tienes razón, naturalmente. Me alegro de que estés aquí. -Era la primera vez en sus diecinueve años de vida en común que Joan expresaba abiertamente su necesidad del apoyo y el consuelo de Blackie. Tras una pausa, prosiguió-: Ha sido muy considerado por parte del señor Etienne dejarte salir más temprano. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te ha llamado alguien del pueblo para decírtelo? Pero eso no puede ser. Ya debías de estar en camino cuando ha sucedido todo.

Y entonces Blackie habló de manera concisa pero vivida.

La noticia de aquel grotesco horror tuvo al menos el mérito de apartar los pensamientos de Joan de la violación de su jardín. Se dejó caer en la silla más cercana como si le fallaran las piernas, pero escuchó en silencio, sin exclamaciones de horror o de sorpresa. Cuando Blackie hubo terminado, se levantó y la miró fijamente a los ojos durante un largo cuarto de minuto, como si quisiera asegurarse de que aún se hallaba en su sano juicio. Acto seguido, habló en tono enérgico.

– Será mejor que te quedes sentada. Voy a encender el fuego. Las dos hemos sufrido una buena conmoción y es importante conservar el calor. Y traeré el whisky. Hemos de hablar de este asunto.

Mientras Joan la ayudaba a instalarse más cómodamente en el sillón de la chimenea, esponjando los cojines y acercándole el escabel con una solicitud poco frecuente en ella, Blackie no pudo por menos que advertir que el rostro y la voz de su prima expresaban no tanto indignación como cierta satisfacción ceñuda, y reflexionó que no había nada como el horror vicario del asesinato para distraer la atención de las propias y menos egregias desgracias.

Cuarenta minutos más tarde, sentada ante el crepitar del fuego de leña, sosegada por el calor y la mordedura del whisky que guardaban para casos de emergencia, Blackie se sintió distanciada por primera vez de los traumas del día. Sobre la alfombra, Arabella se desperezó con delicadeza y curvó las garras en una especie de éxtasis, el pelaje blanco enrojecido por la danza de las llamas. Joan había encendido el horno antes de sentarse a su lado y Blackie percibió el apetitoso olor de un asado de cordero que se filtraba por la puerta de la cocina. Se dio cuenta de que en realidad estaba hambrienta, de que tal vez le sería posible disfrutar incluso con la comida. Se sentía ligera de cuerpo, como si le hubiesen quitado físicamente de los hombros una carga de culpa y temor. Pese a su anterior resolución, se encontró hablando de Sydney Bartrum.

– Iba a quedarse en la calle, ¿comprendes? Yo misma mecanografié la carta del señor Gerard a una agencia de contratación. Naturalmente, no podía explicarle directamente a Sydney lo que se preparaba; siempre he considerado que el trabajo de una secretaria personal es sumamente confidencial. Pero tampoco me pareció justo no decirle nada. Se casó hace poco más de un año y ahora tiene una hija pequeña. Y ya pasa de los cincuenta. No le resultará fácil encontrar otro empleo. Así que, cuando el señor Gerard me pidió que lo llamara para hablar de los presupuestos, dejé una copia de la carta encima de mi escritorio. El señor Gerard siempre le hacía esperar, así que salí del despacho para darle una oportunidad. Estoy segura de que la leyó. Es una reacción instintiva echarle una mirada a una carta si la tienes abierta delante de ti.

Pero esta acción, tan ajena a su carácter y a su comportamiento habitual, no se había debido a la compasión. Ahora se daba cuenta de ello y se preguntó por qué no lo había comprendido antes. Lo que había sentido en aquellos momentos era que formaba causa común con Sydney Bartrum; los dos eran víctimas del desprecio apenas disimulado del señor Gerard. Al dejarle leer la carta, Blackie había hecho un pequeño gesto de desafío. ¿Era acaso ese primer gesto el que le había dado valor para la siguiente y más decisiva rebelión?

– Pero ¿la leyó? -preguntó Joan.

– Tuvo que leerla. No me delató; por lo menos, el señor Gerard no me dijo nada del asunto ni me echó en cara mi descuido. Pero al día siguiente Sydney solicitó entrevistarse con él y creo que le preguntó si su puesto de trabajo estaba seguro. No los oí hablar, pero no estuvo mucho rato dentro, y cuando salió estaba llorando. Figúrate, Joan, un hombre adulto llorando. -Tras un breve silencio, añadió-: Por eso no le he dicho nada a la policía.

– ¿De que había salido llorando?

– De la carta. No se lo he dicho a nadie.

– ¿Y es lo único que no les has dicho?

– Sí -mintió Blackie-. Lo único.

– Creo que has hecho bien. -La señora Willoughby, con las robustas piernas separadas y firmemente apoyadas en el suelo y la mano tendida hacia la botella de whisky, habló en tono sentencioso-: ¿Por qué ofrecer voluntariamente una información que puede ser irrelevante e incluso engañosa? Claro que, si te lo preguntan directamente, tendrás que decir la verdad.

– Eso mismo pensé yo. De momento, ni siquiera sabemos con certeza que lo hayan asesinado. Me refiero a que pudo morir por causas naturales, un ataque al corazón quizás, y más tarde alguien le enrolló la serpiente al cuello. Por lo visto, eso es lo que opina todo el mundo. Es exactamente lo que haría el bromista de la oficina.

Pero la señora Willoughby se apresuró a rechazar esta cómoda teoría.

– No, creo que podamos estar razonablemente seguras de que se trata de un asesinato. Le hicieran luego al cuerpo lo que le hicieran, la policía no estaría allí tanto tiempo, ni habrían asignado el caso a alguien tan importante, si albergaran alguna duda. Ya he oído hablar de ese comandante Dalgliesh. Si creyeran que se trata de una muerte natural, no habrían enviado a un oficial de su categoría. Aunque, claro, has dicho que fue lord Stilgoe quien llamó a New Scotland Yard y eso pudo influir en la policía. Los títulos aún conservan cierto poder. Podría ser un suicidio o un accidente, desde luego; pero, a juzgar por lo que acabas de contarme, ninguna de las dos cosas me parece probable. No; si quieres saber mi opinión, ha sido un asesinato. Y el culpable es alguien de la casa.

Blackie protestó.

– Pero no Sydney. Sydney Bartrum sería incapaz de matar una mosca.

– Puede ser. Pero también puede que sea capaz de aplastar algo mucho más grande y peligroso. Sea como fuere, la policía comprobará todas vuestras coartadas. Lástima que anoche fueras de compras al West End en lugar de venir directamente a casa. ¿No habrá nadie en Liberty o en Jaeger que pueda responder por ti?

– No lo creo. Ya sabes que no compré nada; sólo estuve mirando. Y las tiendas estaban muy llenas.

– Es ridículo suponer que hayas tenido nada que ver con eso, naturalmente, pero la policía debe tratar a todo el mundo por igual, al menos al principio. Oh, bien, no sirve de nada preocuparse hasta que conozcamos la hora exacta de la muerte. ¿Quién lo vio por última vez? ¿Se sabe ya?

– La señorita Claudia, me parece. Suele ser de las últimas en marcharse.

– Excepto, naturalmente, el asesino. Me gustaría saber cómo se las arregló para hacer subir a la víctima al despachito de los archivos. Imagino que murió allí. Suponiendo que lo estrangularan o lo asfixiaran con Sid la Siseante, el asesino tuvo que dominarlo antes físicamente. Un joven robusto no se acuesta dócilmente para dejar que lo asesinen. Habrían podido drogarlo, desde luego, o aturdido con un golpe lo bastante fuerte para dejarlo inconsciente, pero no tanto como para magullarlo. -La señora Willoughby, ávida lectora de novelas policíacas, conocía a suficientes asesinos de ficción expertos en esta difícil técnica. Tras una breve reflexión, prosiguió-: La droga habrían podido administrársela con el té de la tarde, pero entonces tendría que ser una droga insípida y de acción muy lenta. Lo veo difícil, ü bien, naturalmente, habrían podido estrangularlo con algo blando para no dejar marcas; unas mallas o unas medias, por ejemplo. Un cordón no le habría servido de nada al asesino, porque se vería claramente la huella debajo de la serpiente. Espero que la policía haya pensado en todo esto.