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– Estoy segura de que han pensado en todo, Joan.

Mientras paladeaba un sorbo de whisky, Blackie pensó que había algo curiosamente tranquilizador en el interés desinhibido de Joan y sus conjeturas sobre el crimen. No en vano tenía en su dormitorio cinco estantes llenos de novelas policíacas: Agatha Christie, Dorothy L. Sayers, Margery Allingham, Ngaio Marsh, Josephine Tey y los escasos escritores modernos que Joan juzgaba dignos de codearse con estos representantes de la Edad de Oro del asesinato de ficción. A fin de cuentas, ¿por qué había de sentir Joan ninguna aflicción personal? Sólo había estado una vez en Innocent House, tres años antes, cuando asistió a la fiesta de Navidad de la empresa. Excepto de nombre, conocía a muy pocos miembros del personal.

Sumida en tales reflexiones, el horror de Innocent House empezó a parecerle irreal, inocuo, una elegante trama literaria, sin aflicción, sin dolor, sin pérdida, la culpa y el horror desinfectados y reducidos a un enigma ingenioso. Contempló las llamas saltarinas y casi le pareció ver surgir de entre ellas la imagen de la señorita Marple, el bolso sujeto contra el pecho en ademán de protegerse, que clavaba en ella sus ojos ancianos, sabios y bondadosos y le aseguraba que no había nada que temer, que todo terminaría bien.

El fuego y el whisky se combinaron para producir una somnolencia satisfecha, de tal manera que la voz de su prima, oída de un modo intermitente, parecía llegar desde una gran distancia. Si no empezaban a cenar pronto, se quedaría dormida. Sacudiéndose la modorra, preguntó:

– ¿No sería hora de que empezáramos a pensar en la cena?

30

Se habían encontrado a las seis y cuarto en los escalones que bajaban al río en las proximidades de la estación de Greenwich, entre un muro alto y la rampa de una casilla para botes. Era un lugar discreto, un buen lugar para reunirse. Había una playa pequeña y pedregosa, y todavía en aquellos momentos, de vuelta a casa en el coche y lejos del río, seguía oyendo el suave chapaleteo de las olas agotadas, el rechinar y entrechocar de los guijarros, el murmullo de la marea al retirarse. Gabriel Dauntsey había llegado el primero a la cita, pero no se había vuelto mientras Bartrum se le acercaba. Cuando habló, lo hizo con voz sosegada, casi en tono de disculpa.

– He creído que teníamos que hablar, Sydney. Ayer por la noche lo vi entrar en Innocent House. La ventana de mi cuarto de baño da a Innocent Lane. Me asomé por casualidad y lo vi. Debían de ser las siete menos veinte.

Sydney ya sabía de antemano lo que iba a escuchar, y ahora que al fin habían sido pronunciadas las palabras, las recibió con algo muy semejante al alivio.

Respondió de inmediato, anhelando que Dauntsey le creyera.

– Pero volví a salir enseguida. Se lo juro. Si hubiera esperado, si hubiera seguido mirando un minuto más, me habría visto salir. No pasé de la recepción. Perdí el valor. Me dije que sería inútil razonar y suplicar. Nada le habría hecho cambiar de idea, nada lo habría convencido. Le juro, señor Dauntsey, que anoche no volví a verlo después de salir de mi despacho.

– Sí, habría sido inútil. Gerard no era susceptible a los ruegos. -Y añadió-: Ni a las amenazas.

– ¿Cómo podía amenazarlo? Mi situación era de impotencia. Habría podido despedirme la semana que viene y yo no hubiera sido capaz de impedírselo. Y si hacía algo que me enemistara aún más con él, me habría dado una de esas referencias astutamente formuladas que no admiten réplica, pero que garantizan que nunca vuelvas a encontrar otro trabajo. Me tenía en su poder. Me alegro de que haya muerto. Si fuera un hombre religioso, me hincaría de rodillas y le agradecería a Dios que haya muerto. Pero yo no lo maté. Tiene que creerme. Si no me cree usted, señor Dauntsey, ¿quién me creerá, Dios mío?

La persona que se hallaba junto a él no se movió ni dijo nada, sino que siguió contemplando el río por encima del negro pedregal. Finalmente, con humildad, el recién llegado preguntó:

– ¿Qué piensa hacer?

– Nada. Tenía que hablar con usted para averiguar si se lo había dicho a la policía, si se propone decírselo. Me preguntaron si había visto entrar a alguien en Innocent House, naturalmente. Nos lo preguntaron a todos. Les mentí. Mentí y pienso seguir mintiendo, pero será inútil si usted ya se lo ha dicho o si pierde los nervios.

– No, no se lo he dicho. Les dije que llegué a casa a la hora de costumbre, justo antes de las siete. Llamé a mi esposa por teléfono nada más oír la noticia, antes de que se presentara la policía, y le pedí que confirmara que había llegado a la hora de siempre si alguien llamaba para preguntárselo. Por suerte fui el primero en llegar. Tenía toda la oficina para mí solo. Me disgustó mucho pedirle que mintiera, pero ella no le dio importancia. Estaba segura de que yo era inocente, de que no había hecho nada de lo que tuviera que avergonzarme. Esta noche se lo explicaré con más detalle. Sé que lo entenderá.

– ¿La llamó antes de saber si se trataba de un asesinato?

– Desde el primer momento creí que era un asesinato. La serpiente, el cadáver semidesnudo… ¿Cómo podía tratarse de una muerte natural? -Luego añadió sencillamente-: Gracias por guardar silencio, señor Dauntsey. No lo olvidaré.

– No tiene por qué darme las gracias. Es lo más razonable. No le estoy haciendo ningún favor; no tiene por qué estarme agradecido. Es cuestión de sentido común, nada más. Si la policía pierde el tiempo sospechando de los inocentes, tendrá menos posibilidades de capturar al culpable. Y ya no estoy tan seguro como en otro tiempo de que no cometan errores.

El contable, con gran atrevimiento, le preguntó:

– ¿Y eso le importa? ¿Quiere que atrapen al culpable?

– Quiero que averigüen quién le puso esa serpiente al cuello a Gerard y le metió la cabeza en la boca. Eso fue una abominación, una profanación de la muerte. Prefiero que el culpable sea condenado y el inocente vindicado. Supongo que es lo que quiere la mayoría de la gente. Eso, después de todo, es lo que entendemos por justicia. Pero no me siento agraviado personalmente por la muerte de Gerard ni por ninguna otra muerte; ya no. No creo tener la capacidad de afectarme intensamente por nada. Yo no lo asesiné; ya he matado bastante. No sé quién lo hizo, pero el asesino y yo tenemos algo en común: no nos vimos obligados a mirar a nuestras víctimas cara a cara. Creo que hay algo especialmente innoble en un asesino que ni siquiera ha de afrontar la realidad de lo que ha hecho.

El otro se rebajó a la humillación final.

– ¿Y mi empleo, señor Dauntsey? ¿Cree que sigue estando en peligro? Para mí es muy importante. ¿Sabe cuáles son los proyectos de la señorita Etienne o de los demás socios? Comprendo que ha de haber cambios. Podría aprender nuevos métodos, si lo consideran necesario. Y no me importa que pongan a alguien por encima de mí si está mejor preparado. Puedo trabajar lealmente como subordinado. -Y añadió con amargura-: El señor Gerard creía que yo sólo servía para eso.

Dauntsey respondió:

– No sé qué se decidirá, pero me atrevería a afirmar que no habrá ningún cambio importante antes de seis meses, por lo menos. Y si yo tengo algo que ver con ello, su empleo no corre peligro.

Se volvieron al mismo tiempo y anduvieron sin decir nada hacia la calle secundaria donde habían aparcado los coches.

31

La casa que Sydney y Julie Bartrum habían elegido, y que estaban pagando con la hipoteca más elevada que habían podido obtener, quedaba cerca de la estación de Buckhurst Hill, en una angosta carretera en cuesta más parecida a una vía rural que a una calle suburbana. Era una casa convencional de los años treinta, con una ventana a modo de mirador, un porche en la parte delantera y un jardincito detrás. Todo lo que contenía lo habían elegido Julie y él juntos. Ninguno de los dos había traído nada del pasado, salvo recuerdos. Y Gerard Etienne había amenazado con quitarle este hogar, esta seguridad obtenida a base de esfuerzo y las innumerables cosas que la acompañaban. Si a los cincuenta y dos años se quedaba sin trabajo, ¿qué esperanzas tendría de seguir ganando el mismo sueldo? El dinero de la indemnización iría menguando mes tras mes y llegaría un momento en que incluso pagar la hipoteca se convertiría en una carga imposible de afrontar.