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Su mujer salió de la cocina en cuanto oyó el ruido de la llave en la cerradura. Como siempre, extendió los dos brazos y le dio un beso en la mejilla, pero esta noche sus brazos estaban tensos y se aferró a él casi con desespero.

– ¿Qué ocurre, cariño? ¿Qué ha pasado? No he querido llamarte al despacho. Me dijiste que no lo hiciera.

– No, no habría sido prudente. No hay nada que deba preocuparte, querida. Todo irá bien.

– Pero dijiste que el señor Etienne ha muerto. Que lo han matado.

– Vamos a la sala, Julie, y te lo contaré todo.

Julie se sentó muy cerca de él y estuvo muy callada mientras él hablaba. Cuando hubo terminado, le dijo:

– No pueden creer que hayas tenido nada que ver con eso, cariño. Es absurdo, es una estupidez. Tú no le harías daño a nadie. Eres dulce, bondadoso, amable. Es totalmente imposible que piensen una cosa así.

– Desde luego. Pero a veces se ceban en un inocente, lo interrogan, sospechan de él; a veces incluso lo detienen y lo llevan a juicio. No sería la primera vez. Y yo fui el último en marcharme de la oficina. Tenía cosas importantes que hacer y me quedé después de la hora de salida. Por eso te he llamado nada más saber lo que había sucedido. Me ha parecido más sensato decirle a la policía que ayer llegué a la hora de costumbre.

– Claro que sí, cariño. Tienes toda la razón. Me alegro de que me lo hayas dicho.

A él le sorprendió un poco que su mujer hubiera aceptado la petición de mentir sin ninguna inquietud, ninguna sensación de culpabilidad. Quizá las mujeres mentían con más facilidad que los hombres si creían que era por una causa justa. No habría debido preocuparse por si le causaba un cargo de conciencia. Al igual que él, Julie sabía muy bien de qué parte estaba.

– ¿Ha llamado alguien…? Alguien de la policía, quiero decir -le preguntó.

– Sí, ha llamado un tal sargento Robbins. Sólo quería saber a qué hora llegaste anoche. Nada más. No me ha contado nada ni me ha dicho que el señor Gerard estaba muerto.

– ¿Y no le has dado a entender que ya lo sabías?

– Claro que no. Ya me habías avisado. Le he preguntado por qué quería saberlo y me ha dicho que ya me lo explicarías tú cuando llegaras a casa, que estabas bien y que no debía preocuparme.

De manera que la policía no había perdido el tiempo. Bien, era de esperar. Habían querido comprobar su versión antes de que pudiera acordar una coartada con su esposa.

– Ya ves por qué lo decía, cariño. Verdaderamente, creo que hemos hecho bien en prepararnos.

– Claro que sí. Pero ¿crees de veras que al señor Gerard lo han asesinado?

– Parece ser que aún no saben cómo murió. El asesinato es una posibilidad, pero hay otras. Quizá tuvo un ataque al corazón y luego alguien le puso la serpiente al cuello.

– ¡Qué cosa más horrible! Es algo horroroso. Es una perversidad.

– No pienses más en ello -le aconsejó-. No tiene nada que ver con nosotros. No nos afecta, ni nos afectará si mantenemos lo que hemos dicho. No se puede hacer nada.

Julie no se imaginaba lo mucho que les afectaba. Esa muerte había sido su salvación. Sydney no le había confesado sus temores de perder el empleo ni el odio y el temor que Etienne despertaba en él. Su silencio se debía en parte a que no quería preocuparla, pero era consciente de que el motivo principal había sido el orgullo. Necesitaba que ella lo creyera un hombre próspero, respetado, indispensable para la empresa. Ahora ya no tenía por qué saber nunca la verdad. Decidió que no le diría nada de su anterior entrevista con Dauntsey. ¿Por qué angustiarla? Todo iba a salir bien.

Como de costumbre, antes de cenar subieron juntos para contemplar a su hijita dormida. La niña estaba en su cuarto, en la parte de atrás de la casa, que había decorado él mismo con ayuda de Julie. Cuando la trasladaron de la canastilla a la cuna con barandas y él la vio por primera vez allí, sin almohada, acostada boca arriba, Julie le explicó que era la postura recomendada. No pronunció las palabras «para evitar la muerte en la cuna», pero los dos sabían a qué se refería. Su mayor temor, del que nunca se hablaba, era que le ocurriera algo a la niña. Sydney extendió la mano y acarició su vellosa cabeza. Parecía increíble que un cabello humano pudiera ser tan suave al tacto, una cabeza humana tan vulnerable. Abrumado de amor, sintió el deseo de coger a la niña en brazos y estrecharla contra su mejilla, de envolver a madre e hija en un abrazo poderoso, eterno e inquebrantable, de protegerlas contra todos los terrores del presente y todos los terrores por venir.

Aquella casa era su reino. Se dijo a sí mismo que la había obtenido por amor, pero experimentaba hacia ella algo similar al feroz sentido de posesión de un conquistador. Le pertenecía por derecho y, antes que perderla, mataría a una docena de Etiennes. Antes de Julie, nadie lo había encontrado jamás digno de ser amado. Carente de atractivo físico, larguirucho y huesudo, sin sentido del humor y tímido, sabía que no era digno de amor; los años pasados en el hogar infantil se lo habían enseñado. Tu padre no se moría ni tu madre te abandonaba si eras digno de amor. El personal del hogar actuaba de forma muy profesional, pero a los niños no se les ofrecía amor. La atención, como el alimento, se distribuía cuidadosamente por turnos. Los niños se sabían rechazados. Sydney había asimilado este conocimiento con las gachas del desayuno. Después del hogar infantil había venido una sucesión de pensiones, habitaciones con derecho a cocina, pisitos de alquiler, estudios nocturnos y exámenes, tazas de café aguado, comidas solitarias en restaurantes económicos, desayunos preparados en una cocina compartida, placeres solitarios, sexo solitario, insatisfactorio y envuelto en sentimientos de culpabilidad.

Ahora se sentía como un hombre que hubiera vivido siempre bajo tierra, sumido en una oscuridad parcial. Con Julie había emergido a la luz del sol, los ojos deslumbrados por un mundo jamás imaginado de luz y sonido, de color y sensaciones. Se alegraba de que Julie hubiera estado casada antes, aunque cuando hacían el amor se las arreglaba para hacerle sentir que era ella la inexperta, la que encontraba por primera vez satisfacción. Y él se decía que quizás era así. El sexo con ella había sido una revelación. Jamás habría podido creer que fuera algo tan sencillo y al mismo tiempo tan maravilloso. Se alegraba también, con un alivio no exento de culpabilidad, de que el primer matrimonio de Julie hubiera sido un fracaso y de que Terry la hubiese abandonado. Así no habría de temer comparaciones con un primer amor idealizado e inmortalizado por la muerte. Muy pocas veces aludían al pasado; para ambos, las personas que vivían, se movían y hablaban en ese pasado eran otras personas, no ellos. Una vez, al principio de estar casados, Julie le había dicho: «Rezaba por encontrar a alguien a quien amar, alguien a quien pudiera hacer feliz y que me hiciera feliz. Alguien que me diera un hijo. Ya casi había renunciado a la esperanza, y entonces te encontré a ti. Es como un milagro, cariño, la respuesta a una oración.» Estas palabras lo habían exaltado. Por unos instantes se sintió como un agente del propio Dios. Él, que en toda su vida sólo había conocido lo que era sentirse impotente, se embriagó de repente de poder.