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A Daniel también le interesó descubrir lo lejos que había llevado Etienne su proyecto de vender Innocent House. Las negociaciones con Hector Skolling llevaban varios meses en marcha y estaban muy avanzadas. Al examinar las actas de las reuniones mensuales de los socios, encontró muy pocas referencias a mucho de lo que estaba ocurriendo. Mientras Dalgliesh y Kate se ocupaban de las entrevistas formales, él había averiguado casi tanto como ellos escuchando los chismes de la señora Demery y charlando con George y los escasos empleados que había en el edificio. Quizá los socios desearan ofrecer la imagen de un consejo relativamente unido y con un propósito común, pero todos los datos que había reunido hasta el momento mostraban una realidad muy distinta.

Sonó el teléfono. Era Kate. Ella volvía a su piso para cambiarse y a Dalgliesh lo habían llamado del Yard. Se reunirían los tres en el depósito.

33

El depósito de cadáveres de la autoridad local se había modernizado poco antes, pero su exterior permanecía intacto. Era un edificio de una sola planta del típico ladrillo gris de Londres, al que se accedía por un corto callejón sin salida, con un patio delantero delimitado por un muro de unos dos metros y medio de altura. No había número de calle ni rótulo alguno que proclamara su función; quienes tenían algo que hacer allí ya sabían cómo llegar. La imagen que ofrecía a los curiosos era la de una empresa poco activa y no especialmente próspera, donde las mercancías llegaban en camionetas sin distintivos exteriores y eran desembaladas con discreción. A la derecha de la puerta había un garaje lo bastante grande para dar cabida a dos camionetas de funeraria, que comunicaba a través de una doble puerta con una reducida zona de recepción a cuya izquierda había una sala de espera. Dalgliesh, que llegó un minuto antes de las seis y media, encontró en ella a Kate y Daniel esperándole. Se había intentado que la sala de espera resultara acogedora, para lo cual se la había provisto de una mesita baja y redonda, cuatro cómodas butacas y un gran televisor que Dalgliesh nunca había encontrado apagado. Acaso su función era menos de entretenimiento que de terapia; en sus imprevisibles ratos de ocio, los técnicos de laboratorio necesitaban sustituir, siquiera momentáneamente, la corrupción silenciosa de la muerte por las brillantes y efímeras imágenes del mundo viviente.

Dalgliesh advirtió que Kate había cambiado sus habituales pantalones y su chaqueta de tweed por unos tejanos y una cazadora a juego, y que se había recogido la gruesa trenza de cabello rubio bajo una gorra de montar. Sabía muy bien por qué. El también iba vestido de un modo informal. El olor entre dulzón y cítrico del desinfectante se volvía casi imperceptible a la media hora de estar allí, pero permanecía días enteros en la ropa e impregnaba todo el armario de olor a muerte. Enseguida había aprendido a no ponerse nada que no pudiera meter en la lavadora, mientras él se duchaba obsesivamente, alzando el rostro hacia el chorro a presión como si la mordedura del agua pudiese arrancar físicamente algo más que el olor y las imágenes de las dos horas anteriores. Dalgliesh debía reunirse con el comisionado en el despacho del ministro, en la Cámara de los Comunes, a las ocho en punto. De un modo u otro, tenía que encontrar tiempo para volver a su piso de Queenhithe y ducharse antes de acudir a la cita.

Recordaba vividamente -¿cómo habría podido olvidarla?- la primera autopsia a que había asistido cuando era un joven agente de paisano. La víctima del asesinato era una prostituta de veintidós años y la identificación formal del cadáver presentó ciertas dificultades, ya que la policía no había conseguido localizar a ningún pariente o amigo íntimo. El cuerpo blanco y desnutrido que yacía sobre la mesa, con los verdugones del látigo como estigmas morados, le había parecido en su pálida frigidez el testigo mudo y definitivo de la inhumanidad masculina. Al pasear la mirada por la sala de autopsias repleta de gente, la falange de la oficialidad, no había podido menos de pensar que Theresa Burns recibía en la muerte mucha más atención por parte de los agentes del Estado de la que había recibido en vida. Entonces el patólogo era el doctor McGregor, de la vieja escuela de individualistas egregios, un estricto presbiteriano que insistía en realizar todas las autopsias en olor -espiritual, ya que no físico- de santidad. Dalgliesh recordaba su reprimenda a un técnico que había respondido con una breve risa al comentario ingenioso de un colega: «En mi depósito no admito risas. No es una rana lo que estoy disecando aquí.»

El doctor McGregor no aceptaba música profana mientras operaba y sentía predilección por los salmos métricos, cuya lúgubre cadencia tendía a reducir la velocidad del trabajo además de entristecer el espíritu. Sin embargo, había sido una de las autopsias de McGregor -la de un niño asesinado-, acompañada por el Pie Jesu de Bach, lo que había inspirado a Dalgliesh uno de sus mejores poemas, y suponía que debía sentirse agradecido por ello. A Wardle le importaba muy poco qué clase de música sonaba durante su trabajo, siempre que no fuera pop. Esta vez tendrían que escuchar las familiares e insustanciales melodías de la FM clásica.

Había dos salas de autopsias, una con cuatro mesas de disección y otra con una sola mesa. Esta última era la que Reginald Wardle prefería para los casos de asesinato, pero, como la habitación era pequeña, se produjo una aglomeración inevitable cuando los expertos en muertes violentas empezaron a ocupar sus puestos a fuerza de empellones: el patólogo y su ayudante, los dos técnicos del depósito, cuatro agentes de la policía, el oficial de enlace con el laboratorio, el fotógrafo y su ayudante, el encargado de analizar la escena del crimen y los expertos en huellas digitales, además de un patólogo en prácticas a quien el doctor Wardle presentó como doctor Manning, al tiempo que anunciaba que tomaría notas del procedimiento. Le disgustaba utilizar el micrófono suspendido. Dalgliesh pensó que, con sus monos de algodón pardo, los miembros del grupo parecían un puñado de empleados de mudanzas poco activos. Tan sólo las fundas de plástico para el calzado permitían suponer que tal vez su misión fuera algo más siniestra. Los técnicos ya llevaban puesta la mascarilla facial, pero con el visor todavía alzado. Más tarde, cuando recibieran los órganos en el cubo y los pesaran, el visor estaría bajado como medida de protección contra el sida y contra el riesgo, más frecuente, de la hepatitis B. El doctor Wardle, como de costumbre, sólo llevaba una bata verde claro sobre los pantalones y la camisa. Al igual que la mayor parte de los patólogos forenses, se tomaba su propia seguridad con gran despreocupación.

El cadáver, empaquetado y precintado en su mortaja de plástico, yacía sobre el carro en la antesala. A una indicación de Dalgliesh, los técnicos rasgaron el plástico y lo apartaron. Se produjo una pequeña explosión de aire, parecida a un suspiro, y el plástico crepitó como una carga eléctrica. El cuerpo quedó al descubierto como si fuera un enorme pastel de Navidad. Los ojos habían perdido su brillo; sólo la serpiente sujeta a la mejilla con cinta adhesiva, su cabeza taponando la boca, parecía conservar cierta vitalidad. Dalgliesh experimentó un intenso deseo de ordenar que la retirasen -sólo así el cuerpo recobraría cierta dignidad- y se preguntó fugazmente por qué había insistido en mantenerla donde la habían encontrado hasta el momento de la autopsia. Tuvo que hacer un esfuerzo para no extender la mano y arrancársela él mismo al cadáver, pero se contuvo y procedió a efectuar la identificación formal, estableciendo así la cadena de los hechos.