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– Éste es el cadáver que vi por primera vez a las nueve cuarenta y ocho del viernes quince de octubre en Innocent House, Innocent Walk, Wapping.

Dalgliesh sentía un respeto considerable por Marcus y Len, tanto en lo personal como en su función de técnicos del depósito. Había personas, entre ellas algunos miembros de la policía, a las que les resultaba difícil creer que alguien pudiera trabajar voluntariamente en un depósito de cadáveres, como no fuera para satisfacer una compulsión psicológica excéntrica, si no siniestra, pero Marcus y Len parecían dichosamente libres incluso del tosco humor negro que algunos profesionales utilizaban como defensa contra el horror o la repugnancia, y realizaban su tarea con una competencia desapasionada, con una calma y dignidad que él encontraba impresionantes. Además, también había tenido ocasión de comprobar las molestias que se tomaban para dejar presentables a los cadáveres antes de que fueran a verlos los parientes más cercanos. Muchos de los cuerpos sometidos a disección clínica ante sus ojos eran de ancianos, enfermos o fallecidos de muerte natural, lo cual, aun siendo una tragedia para sus seres queridos, difícilmente podía ser motivo de angustia para un desconocido. Pero a Dalgliesh le habría gustado saber cómo estos hombres se enfrentaban psicológicamente a los jóvenes asesinados, los violados, las víctimas de accidente o violencia. En una época en que al parecer ningún pesar, ni siquiera los inherentes a la condición humana, podía soportarse sin la ayuda de un consejero, ¿quién aconsejaba a Marcus y a Len? Al menos, debían de ser inmunes a la tentación de deificar a los ricos y famosos. Allí, en el depósito de cadáveres, reinaba la igualdad definitiva. Lo que les importaba a Marcus y a Len no era el número de médicos eminentes que se había congregado en torno al lecho mortuorio ni el esplendor de los funerales previstos, sino el estado de descomposición del cuerpo y si sería necesario acomodar al cadáver en el voluminoso frigorífico.

La bandeja sobre la que yacía el cuerpo, ahora desnudo, fue depositada en el suelo para que el fotógrafo pudiera moverse a su alrededor con más facilidad. Cuando éste se manifestó satisfecho de las primeras fotos mediante un gesto de la cabeza, los dos técnicos le dieron la vuelta al cuerpo con suavidad, procurando que no se desprendiera la serpiente. Finalmente, con el cuerpo boca arriba, levantaron la bandeja y la colocaron sobre los soportes que había al pie de la mesa de disección, el agujero redondo encima del sumidero. El doctor Wardle efectuó su acostumbrado examen general del cadáver y acto seguido centró su atención en la cabeza. Arrancó la cinta adhesiva, retiró cuidadosamente la serpiente como si se tratara de un ejemplar biológico de extraordinario interés y empezó a examinar la boca, con todo el aspecto, pensó Dalgliesh, de un dentista excesivamente entusiasta. El comandante recordó lo que Kate Miskin le había confesado en cierta ocasión, cuando hacía poco que trabajaba para él y le resultaba más fácil confiarse: que era esta parte de la autopsia, no la posterior extracción sistemática de los órganos principales y la acción de pesarlos en la balanza, lo que más le revolvía las tripas, como si los nervios muertos estuvieran solamente en reposo y aún pudieran reaccionar al entrar en contacto con los dedos enguantados y escudriñadores como lo hacían en vida. Dalgliesh percibía la presencia de Kate un poco detrás de él, pero no se volvió para mirarla. Tenía la certeza de que no iba a desmayarse, ni en aquel momento ni más tarde, pero suponía que, como él, la inspectora experimentaba algo más que un interés profesional por el desmembramiento de lo que había sido un hombre joven y sano, y una vez más sintió un leve dolor pesaroso por lo mucho que el trabajo policial exigía a la delicadeza y la inocencia.

De repente el doctor Wardle emitió un gruñido grave que era casi un refunfuño, su reacción característica cuando encontraba algo interesante.

– Échele una mirada a esto, Adam. En el velo del paladar. Un rasguño bien nítido. Producido después de la muerte, a juzgar por su aspecto.

En la escena del crimen lo trataba de «comandante», pero aquí, rey de sus dominios, tan cómodo con su trabajo como siempre lo estaba, utilizaba el nombre de pila de Dalgliesh.

Éste se inclinó hacia el cadáver.

– Se diría que después de la muerte le metieron un objeto de aristas duras en la boca o se lo sacaron de ella. Por el aspecto de la herida, yo diría que lo sacaron.

– Es difícil afirmarlo con plena seguridad, desde luego, pero eso me parece a mí también. La dirección del rasguño va desde el fondo del paladar hacia los dientes superiores. -El doctor Wardle se hizo a un lado para que Kate y Daniel pudieran observar la boca por turno. Luego añadió-: No se puede decir con exactitud cuándo se produjo, desde luego, salvo que fue después de la muerte. Quizás el propio Etienne se metió el objeto en la boca, fuera lo que fuese, pero lo sacó otra persona.

– Y con algo de fuerza, y posiblemente deprisa -observó Dalgliesh-. Si hubiera sucedido antes de que se instaurase el rigor mortis, la extracción habría sido más rápida y fácil. ¿Cuánta fuerza habría que aplicar para abrir la mandíbula una vez establecida la rigidez?

– No resulta difícil, desde luego, y aún resultaría más fácil si la boca estuviera parcialmente abierta, de manera que se pudiesen introducir los dedos y utilizar las dos manos. Un niño no sería capaz de hacerlo, pero usted no busca a un niño.

En ese momento intervino Kate:

– Si le metieron la cabeza de la serpiente en la boca inmediatamente después de extraer el objeto duro y poco después de la muerte, ¿no podría haber en el tejido alguna mancha visible de sangre? ¿Cuánta sangre brotaría después de la muerte?

– ¿Inmediatamente después de la muerte? -dijo el doctor Wardle-. No mucha. Pero ya no estaba vivo cuando se produjo este rasguño.

Miraron todos a la vez la cabeza de la serpiente. Dalgliesh comentó:

– Hace casi cinco años que esta serpiente ronda por Innocent House. Es más fácil imaginarse una mancha que verla. No hay rastros visibles de sangre. Quizás en el laboratorio puedan encontrar algo. Si se la metieron en la boca nada más retirar el objeto, debería haber alguna huella biológica.

– ¿Tiene alguna idea, doctor, de qué clase de objeto era? -inquirió Daniel.

– Bien, no veo que haya ninguna otra marca en los tejidos blandos ni en la cara interna de los dientes, lo cual sugiere que se trataba de algo que la víctima pudo introducirse en la boca con relativa facilidad, aunque no se me ocurre por qué diablos querría hacerlo. Pero eso ya es cosa de ustedes.

Daniel prosiguió.

– Si quería esconder algo, ¿por qué no se lo metió en un bolsillo de los pantalones? Esconderlo en la boca le obligaba a estar callado. No habría podido hablar normalmente con un objeto entre la lengua y el velo del paladar, aunque fuera pequeño. Pero supongamos que ya sabía que iba a morir. Supongamos que se encontró encerrado en la habitación con el gas saliendo, la llave de paso desaparecida, una ventana que no se podía abrir…

– Pero habríamos encontrado el objeto igualmente aunque sólo se lo hubiera metido en el bolsillo -le interrumpió Kate.

– A no ser que el asesino conociera la existencia de ese objeto y regresara más tarde a buscarlo. En tal caso, tiene su lógica que lo escondiera en la boca, aunque fuese algo que el asesino no sabía que existía. Al metérselo en la boca se aseguraba de que lo encontrarían al hacerle la autopsia, si no antes.

– Pero sí que lo sabía; el asesino, quiero decir -observó Kate-. Volvió para buscar lo que fuera y creo que lo encontró. Abrió la mandíbula por la fuerza para sacarlo y luego utilizó la serpiente para dar la impresión de que había sido obra del bromista pesado.

Daniel y ella estaban absolutamente concentrados en su conversación, como si no hubiera nadie más en la sala. Daniel objetó: