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– Eso sugiere que era consciente de lo que estaba ocurriéndole -dijo Daniel-. Pero, en tal caso, lo normal habría sido abrir la puerta para que entrara el aire y cerrar el paso del gas.

– Pero supongamos que la puerta estuviera cerrada por fuera y que faltara la llave de paso de la estufa. Cuando trató de abrir la ventana, el cordón se rompió porque alguien lo había deshilachado para estar bien seguro de que cedería cuando tiraran de él con un poco de fuerza. El asesino debió de apartar antes la mesa y las sillas para que Etienne no pudiera encaramarse a ellas a fin de alcanzar la ventana y romper el cristal. La ventana estaba atascada. No hubiera podido abrirla aunque la alcanzara, a no ser que tuviera algo con que romperla.

– ¿El magnetófono, quizá?

– Demasiado pequeño, demasiado frágil. De todos modos, estoy de acuerdo en que lo habría intentado. Incluso habría podido golpear el cristal con los nudillos, pero no tenía ninguna huella de magulladuras en las manos. Creo que el asesino apartó los muebles antes de que Etienne entrara en la habitación. Sabemos por las marcas de la pared que normalmente la mesa está unos centímetros más a la izquierda.

– Eso no prueba nada. Pudo haberla movido la mujer de la limpieza.

– No he dicho que demuestre nada, pero es significativo. Tanto Gabriel Dauntsey como la señora Demery dijeron que la mesa no se encontraba en su lugar habitual.

– Eso no los descarta como sospechosos.

– No he dicho que los descarte. Dauntsey es un sospechoso obvio; nadie tuvo mejor oportunidad que él. Pero, si Dauntsey apartó la mesa y las sillas, sin duda se habría molestado en volver a dejar la mesa exactamente donde estaba. A no ser que tuviera prisa, naturalmente. -Se interrumpió y se volvió hacia Dalgliesh con aire excitado-. Y claro que tenía prisa, señor. Debía estar de vuelta en el tiempo que hubiera necesitado para bañarse.

– Estamos yendo demasiado deprisa -objetó Daniel-. Todo esto son conjeturas.

– Yo lo llamaría deducción lógica.

Dalgliesh habló por primera vez.

– La teoría de Kate es razonable y concuerda con los hechos que conocemos. Pero no tenemos ni una pizca de evidencia irrefutable. Y no olvidemos la serpiente. ¿Han podido averiguar quién sabía que estaba en el cajón del escritorio de la señorita Blackett, aparte, naturalmente, de la señorita Blackett, Mandy Price, Dauntsey y los hermanos Etienne?

Fue Kate quien respondió.

– La noticia había corrido por toda la oficina antes de que terminara la tarde, señor. Mandy le contó a la señora Demery, cuando estaban las dos haciendo café en la cocina poco después de las once y media, que Etienne le había ordenado a la señorita Blackett que se deshiciera de la serpiente. La señora Demery reconoce que quizá se lo dijo a un par de personas mientras pasaba con el carrito sirviendo el té de la tarde. «Un par de personas» probablemente quiere decir todos los despachos del edificio. La señora Demery no precisó demasiado qué les había contado en realidad, pero Maggie FitzGerald, de publicidad, estaba completamente segura de que les dijo que el señor Gerard le había ordenado a la señorita Blackett que se deshiciera de la serpiente y que ella la había metido en el cajón del escritorio. El señor Sydney Bartrum, de contabilidad, asegura que no lo sabía. Dijo que ni él ni su personal tienen tiempo para charlar con el personal auxiliar de la oficina y que, en cualquier caso, tampoco les es posible hacerlo: su departamento está en el número diez y ellos mismos se preparan allí el té de la tarde. De Witt y la señorita Peverell han reconocido que lo sabían. Por otra parte, el cajón de la señorita Blackett es el primer lugar donde a cualquiera se le ocurriría mirar. Parece ser que ella le tenía un apego sentimental a Sid la Siseante, como la llaman, y no habría querido tirarla.

– ¿Y por qué la señora Demery se molestó en hacer correr la noticia? -se extrañó Daniel-. No creo que pueda considerarse un escándalo de importancia para la oficina.

– No, claro, pero es evidente que suscitó cierto interés. La mayor parte del personal sabía o sospechaba que Gerard Etienne no lamentaría perder de vista a la señorita Blackett. Seguramente se preguntaban cuánto tiempo iba a aguantar, o si se despediría ella misma antes de que la echaran a la calle. Cualquier incidente entre los dos sería tema de conversación.

– Ya ven la importancia de la serpiente -señaló Dalgliesh-. O bien fue el asesino quien se la enroscó al cuello a Etienne y le embutió la cabeza en la boca, probablemente para explicar el quebranto de la rigidez en la mandíbula, o bien el bromista encontró el cuerpo por casualidad y aprovechó la oportunidad para cometer una vileza particularmente aborrecible. Y si lo hizo el asesino, ¿se trata de la misma persona que el bromista? Todas esas jugarretas, ¿formaban parte de un plan minuciosamente trazado que se remonta hasta el primer incidente? Eso concordaría bien con el cordón raído. Si el asesino lo preparó deliberadamente para que se rompiera al tirar de él, tuvo que hacerlo a lo largo de un tiempo. ¿O acaso comprendió la importancia de la mandíbula suelta y utilizó la serpiente por impulso a fin de disimular el hecho de que había extraído algo de la boca de Etienne?

– Aún existe otra posibilidad, señor -dijo Daniel-. Supongamos que el bromista encuentra el cuerpo, cree que es una muerte natural o accidental y decide hacer que parezca un asesinato sólo para complicar las cosas. Pudo ser él o ella quien cambió de sitio la mesa, además de enroscarle la serpiente al cuello al cadáver.

Kate protestó.

– No habría podido desgastar el cordón de la ventana; eso tuvo que hacerse antes. Además, ¿por qué iba a molestarse en mover la mesa? Eso sólo podía confundir el asunto y hacer que la muerte pareciese un asesinato si el bromista ya sabía que Etienne había muerto intoxicado por monóxido de carbono.

– Tenía que saberlo. Apagó la estufa de gas.

– Eso lo habría hecho de todos modos -adujo Kate-. El cuartito debía de ser como un horno. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Creo que hay una teoría que cuadra con todos los hechos, señor. La primera intención fue que la muerte pareciese accidental. El asesino pensaba ser él quien descubriera el cuerpo y que estaría solo cuando ocurriera. De esta manera, lo único que debía hacer era colocar la llave de paso en su sitio y apagar el gas, una reacción perfectamente natural, y a continuación dejar los muebles como estaban, recoger la cinta magnetofónica y dar la alarma. Pero no encontraba la cinta y, cuando al fin la encontró, no pudo cogerla sin romper la rigidez de la mandíbula. Sabía que eso no le pasaría inadvertido a un policía competente ni a los patólogos forenses, de modo que utilizó la serpiente para dar la impresión de que se trataba de una muerte accidental complicada por la malignidad del bromista de la oficina.

Esta vez fue Daniel el que protestó.

– ¿Y por qué tuvo que llevarse el magnetófono? Me refiero al asesino.

– ¿Por qué iba a dejarlo? Tenía que coger la cinta, así que lo mismo le daba llevarse la grabadora. Y lo más natural sería que la hubiera tirado al Támesis. -Se volvió hacia Dalgliesh-. ¿Cree que existe alguna posibilidad de encontrarla en el fondo del río, señor?

– Es improbable -respondió Dalgliesh-. Y aunque se encontrara, la cinta no estaría intacta. El asesino se habría encargado de borrar cualquier mensaje. Dudo que se justificara el gasto de la búsqueda, pero de todos modos será mejor que lo consulte con los de la policía fluvial. Averigüe cuál es la profundidad del río en Innocent House.

– Hay otra cosa, señor -intervino Daniel-. Si el asesino quería dejarle un mensaje a su víctima, ¿por qué no se lo escribió? ¿Por qué tuvo que utilizar una cinta? De un modo u otro, tenía que volver para recuperarlo. Le habría sido igual de fácil recuperar un papel, quizá más.

– Pero el riesgo sería mayor -replicó Dalgliesh-. Si Etienne hubiera tenido tiempo suficiente antes de perder el conocimiento, habría podido romper el papel y esconder cada trozo por separado. Y aunque no lo rompiera, es más fácil esconder un papel que una cinta. El asesino sabía que quizá no dispondría de mucho tiempo; tenía que recuperar el mensaje lo más deprisa posible. Además, hay otro aspecto: una voz hablada no se puede pasar por alto, y un mensaje escrito sí. Lo más interesante de todo este caso es por qué el asesino necesitaba dejar un mensaje, en la forma que fuera.