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Despertó y se encontró apoyada contra la ventana, golpeando el cristal con las manos. Con la conciencia llegó el alivio, aunque el horror de la pesadilla permaneció como una mancha en su mente. Pero al menos ahora sabía de qué se trataba. Se acercó a la cama y encendió la luz. Eran casi las cinco. No valía la pena tratar de conciliar otra vez el sueño. Se puso la bata, descorrió las cortinas y abrió las ventanas. Con la habitación en penumbra a sus espaldas, vio rielar tenuemente el río y algunas estrellas en lo alto. El terror de la pesadilla empezaba a menguar, pero lo reemplazaba aquel otro terror sin esperanza de despertar.

De repente pensó en Adam Dalgliesh. También su piso se hallaba junto al río, en Queenhithe. Se preguntó cómo podía saber dónde vivía, y recordó haber leído algo en los periódicos acerca de su último y aplaudido libro de poemas. Era un hombre muy reservado, pero ese dato al menos se había divulgado. Era curioso que sus vidas estuvieran unidas por esa oscura marea de historia. Le habría gustado saber si él también estaba despierto, si dos o tres kilómetros río arriba su alta y oscura silueta se hallaba de pie, contemplando ese mismo río peligroso.

Libro tercero . Desarrollo

36

El sábado 16 de octubre Jean-Philippe Etienne dio su paseo matutino a las nueve, como de costumbre. Ni la hora ni la rata variaban nunca, fueran cuales fuesen la estación y el clima. Echaba a andar por la cresta de roca que separaba las marismas de los campos arados donde se decía que se había alzado el fuerte romano de Othona y, dejando atrás la capilla anglocelta de St. Peter-on-the-Wall, rodeaba el promontorio hasta llegar al estuario del Blackwater. Rara vez se cruzaba con alguien en el curso de su ambulación matinal, ni siquiera en verano, cuando algún visitante de la capilla u observador de pájaros se decidía a salir temprano, pero si se encontraba con alguien le dirigía un saludo cortés y nada más. Los habitantes del lugar sabían que se había instalado en Othona House para vivir en soledad y respetaban su deseo. No aceptaba llamadas telefónicas ni recibía visitas. Pero esa mañana a las diez y media iría hasta allí un visitante al que no se podía rechazar.

Bajo la creciente luz del día, contempló el sereno estrecho del estuario y las luces de la isla de Mersea, y pensó en ese desconocido comandante Dalgliesh. El mensaje que había transmitido a la policía por mediación de Claudia era inequívoco: no tenía ninguna información que dar sobre la muerte de su hijo, ninguna teoría que proponer, ninguna posible explicación del misterio que sugerir, ningún sospechoso que mencionar. Su opinión particular era que Gerard había muerto de un modo accidental, por extrañas o sospechosas que pudieran parecer algunas circunstancias. Una muerte accidental parecía más probable que cualquier otra explicación y, ciertamente, más probable que un asesinato. Asesinato. Las densas consonantes del horror resonaron en su mente con un ruido sordo, sin evocar nada más que repugnancia e incredulidad.

Y allí, tan inmóvil como si se hubiera quedado petrificado sobre la estrecha franja de playa donde las olas minúsculas se deshacían en una fina mancha de espuma sucia, mientras veía apagarse una a una las luces del otro lado del estrecho a medida que iba clareando el día, rindió a su hijo el renuente tributo del recuerdo. Muchos de los recuerdos eran turbadores, pero ya que le asediaban la mente y no los podía repeler, quizá sería mejor que los aceptara, les diera un sentido y los disciplinara. Gerard había llegado a la adolescencia teniendo muy claro un tema: era hijo de un héroe. Eso era importante para un muchacho, para cualquier muchacho, pero en especial para uno tan orgulloso como él. Quizá se sintiera agraviado por su padre, insuficientemente amado, infravalorado, descuidado, pero podía pasar sin el amor si tenía el orgullo, el orgullo del apellido y de lo que ese apellido representaba. Siempre había sido importante para él saber que el hombre cuyos genes llevaba había sido sometido a prueba como pocos de su generación y había salido airoso de ella. Pasaban los decenios y los recuerdos se difuminaban, pero todavía se podía juzgar a un hombre por lo que había hecho en los turbulentos años de la guerra. La reputación de Jean-Philippe era firme e inviolable. Otros héroes de la Resistencia habían visto mancillada su reputación por las revelaciones de años posteriores, pero él nunca. Las medallas que ya no lucía las había ganado merecidamente.

Jean-Philippe había observado el efecto que este conocimiento producía en Gerard; la apremiante necesidad de obtener la aprobación y el respeto de su padre, la necesidad de competir, de justificarse a ojos de su padre. ¿No era éste el motivo de que a los veintiún años hubiera escalado el Cervino? Hasta aquel momento, nunca había mostrado el menor interés por el alpinismo. La hazaña le exigió tiempo y dinero. Contrató al mejor guía de Zermatt, quien, con buen juicio, le impuso un período de varios meses de riguroso entrenamiento antes de intentar el ascenso y fijó condiciones estrictas: el grupo volvería atrás antes del asalto final a la cima si él consideraba que Gerard era un peligro para su propia seguridad o la de los demás. Pero no volvieron atrás. La montaña fue conquistada. Eso era algo que Jean-Philippe no había logrado.

Y luego estaba la Peverell Press. Durante sus últimos años de actividad, Jean-Philippe sabía que era poco más que un pasajero de la nave, un pasajero tolerado al que nadie molestaba y que no causaba problemas a nadie. Cuando el poder pasara a manos de Gerard, éste transformaría la Peverell Press. Y Jean-Philippe le otorgó ese poder. Transfirió veinte de sus acciones de la empresa a Gerard y quince a Claudia. Gerard sólo necesitaba conservar el apoyo de su hermana para asegurarse el control mayoritario. ¿Y por qué no? Los Peverell habían tenido su época; era el momento de que los Etienne se pusieran al frente.

Y aun así Gerard acudía mes tras mes a presentarle los informes, como si fuera un administrador rindiendo cuentas al dueño. No pedía consejo ni aprobación; no eran sus consejos ni su aprobación lo que le hacía acudir. A veces Jean-Philippe creía que aquellos viajes eran una forma de expiación, una penitencia voluntariamente impuesta, un deber filial emprendido cuando el anciano ya había dejado atrás tales inquietudes y sus manos rígidas iban soltando poco a poco aquellos frágiles hilos que lo ataban a la familia, a la empresa, a la vida. Le escuchaba, en ocasiones hacía algún comentario, pero nunca se había decidido a decirle: «No quiero saber nada. Ya no me importa. Puedes vender Innocent House, trasladarte a Docklands, vender la empresa, quemar los archivos. Mi último interés por la Peverell Press se agotó cuando arrojé al Támesis aquellos fragmentos de hueso triturado. Para tus activas preocupaciones, estoy tan muerto como Henry Peverell. Los dos hemos dejado atrás estas inquietudes. No creas que estoy vivo porque aún hablo contigo, porque todavía realizo algunas de las funciones de un hombre.» Permanecía sentado sin moverse, extendiendo de vez en cuando una mano temblorosa hacia su vaso de vino, un vaso grueso y de pesada base que podía manejar con más facilidad que una copa. La voz de su hijo le llegaba desde la lejanía.