Выбрать главу

– Resulta difícil saber si es preferible comprar o alquilar. En principio, estoy a favor de comprar. Los alquileres son ridículamente bajos en estos momentos, pero no lo serán cuando expire el contrato. Por otra parte, parece sensato firmar un contrato de alquiler a corto plazo para los próximos cinco años y dejar libre el capital para adquisiciones y ampliaciones. El negocio editorial se basa en los libros, no en los bienes inmuebles. La Peverell Press lleva cien años derrochando sus recursos en mantener Innocent House, como si la casa fuera la empresa. Pierde la casa y has perdido la editorial. Ladrillos y argamasa elevados a símbolo, incluso en el logotipo.

– Piedra y mármol -dijo Jean-Philippe. Y al ver el ceño intrigado de su hijo, añadió-: Piedra y mármol, no ladrillos y argamasa.

– La fachada posterior es de ladrillo. La casa es un híbrido arquitectónico. La gente alaba a Charles Fowler por la brillantez con que supo combinar la elegancia de finales de la época georgiana con el gótico veneciano del siglo xv, pero más le habría valido no intentarlo. Hector Skolling puede quedarse con Innocent House si quiere, y que le aproveche.

– Para Frances será una desdicha.

Lo dijo por decir algo. Las desdichas de Frances no lo conmovían. El vino le resultaba agradable al paladar. Era una suerte que aún pudiera saborear aquellos recios tintos.

Gerard respondió:

– Ya lo superará. Todos los Peverell se consideran obligados a amar Innocent House, pero dudo que le importe mucho. -Siguiendo la asociación de ideas, prosiguió-: ¿Viste el anuncio de mi compromiso en el Times del pasado lunes?

– No. Ya no me molesto en leer los periódicos. El Spectator incluye un resumen de las principales noticias de la semana. Esa media página me basta para comprobar que el mundo sigue yendo más o menos como ha ido siempre. Espero que seas feliz en el matrimonio. Yo lo fui.

– Sí, siempre me dio la impresión de que mamá y tú os entendíais bastante bien.

Jean-Philippe percibió su azoramiento. El comentario, tosco e inadecuado, quedó colgando entre los dos como un jirón de humo acre.

– No estaba pensando en tu madre -replicó Jean-Philippe con voz serena.

Y allí, contemplando la extensión de agua mansa, le pareció que sólo en aquellos confusos y turbulentos días de la guerra había estado verdaderamente vivo. Era joven, estaba apasionadamente enamorado, vivificado por el peligro constante, estimulado por los ardores del mando, exaltado por un patriotismo simple y sin complicaciones que para él se había convertido en una religión. Entre las ambiguas lealtades de la Francia de Vichy, la suya era clara y absoluta. Desde entonces, nada había menoscabado el portento, la excitación, la fascinación de aquellos años. Su resolución no vaciló ni siquiera después de que mataran a Chantal, aunque le desconcertó darse cuenta de que culpaba de su muerte tanto al maquis como a los invasores alemanes. Nunca había creído que la resistencia más eficaz consistiera en la acción armada ni en el asesinato de soldados alemanes. Y luego, en 1944, llegaron la liberación y el triunfo, y con ellos una reacción tan inesperada e intensa que lo dejó desmoralizado, casi apático. Sólo entonces, en el momento de la victoria, tuvo tiempo y lugar para llorar a Chantal. Se sentía como un hombre vaciado de toda capacidad de emocionarse, a excepción de aquella pesadumbre abrumadora que en su triste futilidad se le antojaba parte de una aflicción más grande, una aflicción universal.

Sentía poca inclinación a la venganza y contempló con asqueada repulsión los rapados de cabeza a las mujeres acusadas de «relaciones sentimentales con el enemigo», los ajustes de cuentas, las purgas realizadas por el maquis, la justicia sumaria que ejecutó a treinta personas en el Puy-de-Dôme sin un juicio formal. Se alegró, como la mayor parte de la población, cuando se restableció el debido curso de la ley, pero los procesos y los veredictos no le proporcionaron ninguna satisfacción. No se compadecía de los que habían traicionado a la Resistencia ni de los que habían torturado o asesinado, pero en aquellos tiempos de ambigüedad muchos colaboradores del régimen de Vichy habían hecho lo que creían mejor para Francia, y si las potencias del Eje hubieran ganado la guerra, tal vez eso habría sido lo mejor para Francia. Entre ellos había personas decentes que escogieron el bando equivocado por razones no del todo innobles; otros eran débiles; a algunos los movía el aborrecimiento al comunismo, y a otros les seducía el atractivo insidioso del fascismo. No podía odiar a ninguno de ellos. Hasta su propia fama, su propio heroísmo, su propia inocencia se le volvieron repugnantes.

Necesitaba alejarse de Francia y se fue a Londres. Su abuela era inglesa. Hablaba el idioma de un modo impecable y estaba familiarizado con las peculiaridades de las costumbres inglesas, todo lo cual le ayudó a suavizar su autoimpuesto destierro. Pero no se instaló en Inglaterra porque sintiera ningún afecto especial por el país ni por sus habitantes. Fue en Londres, en una fiesta -no recordaba cuál ni en qué lugar-, donde le presentaron a Margaret, una prima de Henry Peverell. Era guapa, sensible y cautivadoramente infantil, y se enamoró románticamente de él, se enamoró de su heroísmo, de su nacionalidad, incluso de su acento. Él, por su parte, encontró halagadora su adulación exenta de críticas, y le resultó difícil no responder al menos con afecto y un cariño protector a la vulnerabilidad de la joven. Pero nunca llegó a quererla. Sólo había querido a un ser humano. Con Chantal murió también su capacidad de experimentar cualquier sentimiento más intenso que el afecto.

Aun así se casó con ella y se la llevó a Toronto. Y cuando, al cabo de cuatro años, ese nuevo exilio empezó a resultar fastidioso, regresaron a Londres, ahora con dos criaturas. Ingresó en la Peverell Press por invitación de Henry, invirtió un capital considerable en la empresa, cogió a cambio sus acciones y pasó el resto de su vida laboral en aquella extravagante locura a orillas de un río septentrional y extraño. Suponía que podía considerarse razonablemente satisfecho. Sabía qué la gente lo tenía por un hombre tedioso, pero no le sorprendía; de hecho, él mismo se aburría. El matrimonio duró. Hizo a su esposa Margaret Peverell tan feliz como era capaz de serlo; sospechaba que las mujeres de la familia Peverell no eran capaces de sentir mucha felicidad. Margaret anhelaba desesperadamente tener hijos, y él le había proporcionado debidamente el hijo y la hija que ella deseaba. Era así como, entonces y ahora, Jean-Philippe concebía la paternidad: el don de algo necesario para la felicidad de su esposa, ya que no para la suya; algo que, una vez dado -como una sortija, un collar o un coche nuevo-, ya no exigía de él ninguna otra responsabilidad, puesto que la responsabilidad se entregaba con el regalo.

Y ahora Gerard estaba muerto y un policía desconocido venía a decirle que su hijo había sido asesinado.

37

La cita de Kate y Daniel con Rupert Farlow había sido concertada para las diez. Sabían que sería casi imposible aparcar en Hillgate Village, de manera que dejaron el automóvil en la comisaría de policía de Notting Hill Gate y subieron a pie la suave pendiente de la colina bajo los altos olmos de la avenida de Holland Park. Kate pensó en lo extraño que resultaba volver tan pronto a esa parte de Londres tan familiar. Había dejado su piso apenas tres días antes, pero era como si se hubiese alejado del barrio en la imaginación además de físicamente y, al acercarse ahora a Notting Hill Gate, le parecía ver la estridente aglomeración urbana con ojos de forastera. Pero, por supuesto, nada había cambiado: la discordante y poco distinguida arquitectura de los años treinta, la plétora de rótulos callejeros, las cercas que la hacían sentirse un animal de rebaño, las largas jardineras de hormigón con sus arbustos de hoja perenne cubiertos de polvo, las fachadas de los comercios que derramaban su nombre en ríos de chillona luz roja, verde y amarilla, la incesante carrera del tráfico. Incluso seguía estando el mismo mendigo junto a la puerta del supermercado con el gran alsaciano tendido a sus pies sobre una esterilla, musitando a los transeúntes su petición de monedas para comprar un bocadillo. Más allá de toda aquella actividad se extendía Hillgate Village con su apariencia tranquila de fachadas multicolores y estucadas.