Выбрать главу

Cuando pasaron ante el mendigo y se detuvieron luego en el semáforo, Daniel comentó:

– Donde yo vivo tenemos unos cuantos como ése. Me sentiría tentado de entrar en la tienda para comprarle un bocadillo si no temiera provocar una alteración del orden, y si el perro y él no parecieran ya demasiado sobrealimentados. ¿Tú sueles darles algo?

– No a los de su especie y no con frecuencia. A veces. Me lo reprocho a mí misma, pero lo hago. Nunca más de una libra.

– Para que se la gasten en bebida y drogas.

– Una donación ha de ser sin condiciones. Aunque sea una libra. Aunque sea a un mendigo. Y de acuerdo, ya sé que es hacer la vista gorda a un delito.

Habían cruzado la calle por el paso de peatones cuando de pronto Daniel habló de nuevo.

– El sábado que viene tendría que ir al Bar Mitzvah de mi primo.

– Pues ve; es decir, si es importante.

– Al jefe no le gustará que pida un permiso. Ya sabes cómo se las gasta cuando estamos investigando un caso.

– No durará todo el día, ¿verdad? Pídeselo. Estuvo muy comprensivo cuando Robbins solicitó un día libre porque se había muerto su tío.

– Pero eso fue para un funeral cristiano, no para un Bar Mitzvah judío.

– ¿Y qué otra clase de Bar Mitzvah hay? No seas injusto. El jefe no es así y tú lo sabes. Ya te lo he dicho: si es importante, pídeselo; si no, no.

– ¿Importante para quién?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Para el chico, supongo.

– Apenas lo conozco. Dudo que le importe mucho que yo asista o no. Aunque, pensándolo bien, somos una familia pequeña; sólo tiene dos primos. Supongo que le gustaría que estuviera presente. Mi tía seguramente preferiría que no fuese. Así tendría otro agravio contra mi madre.

– No pretenderás que el jefe decida si es más importante complacer a tu primo o disgustar a tu tía. Si es importante para ti, ve. ¿Por qué has de darle tantas vueltas?

Él no respondió y, mientras subían por la calle Hillgate, Kate pensó: «Quizás es porque para él se trata de algo serio.» Al reflexionar sobre esta breve conversación, se sintió sorprendida. Era la primera vez que él le abría, siquiera de un modo vacilante, la puerta de su vida privada. Y Kate había creído que, como ella, guardaba con casi obsesiva vigilancia ese portal esencialmente inviolado. En los tres meses transcurridos desde que había llegado a la Brigada, no habían hablado nunca de su ascendencia judía; a decir verdad, no habían hablado de casi nada que no fuera el trabajo. ¿Le interesaba realmente su consejo o sólo la utilizaba para ordenar sus pensamientos? Si necesitaba consejo, era asombroso que se lo pidiera a ella. Kate había notado en él desde el primer momento cierta actitud defensiva que, si no se manejaba con tacto, podía volverse espinosa, y le molestaba un poco la necesidad de tacto en una relación profesional. El trabajo policial conllevaba suficientes tensiones de por sí para encima tener que tranquilizar a un colega o congraciarse con él. Pero Daniel le gustaba; o quizá sería más exacto decir que empezaba a gustarle sin saber muy bien por qué. Era de complexión robusta, apenas más alto que ella, de facciones pronunciadas y cabellera rubia, cuando ella la hubiera imaginado morena. Sus ojos de color gris pizarra brillaban como guijarros pulidos y cuando se enojaba, se oscurecían hasta volverse casi negros. Kate percibía en ellos tanto su inteligencia como una ambición similar a la de ella. Además, parecía no tener ningún problema en trabajar con una mujer que lo superaba en rango o, si lo tenía, sabía ocultarlo con más habilidad que la mayoría de sus colegas. Kate se dijo que empezaba a encontrarlo sexualmente atractivo, como si esta admisión formal y regular del hecho pudiera protegerla contra los peligros de la proximidad. Había visto a demasiados colegas malbaratar su vida privada y profesional para arriesgarse a este tipo de complicación, siempre mucho más fácil de iniciar que de cortar.

Deseosa de corresponder a su confianza y temiendo haberse mostrado demasiado indiferente, comentó:

– Entre los alumnos de la secundaria de Ancroft había una docena de religiones. Siempre estábamos celebrando una u otra festividad o ceremonia. Por lo general eso significaba hacer mucho ruido y vestirse de gala. La postura oficial era que todas las religiones son igualmente importantes y debo decir que, en mi caso, ello me llevó al convencimiento de que todas son igualmente carentes de importancia. Supongo que si la religión no se enseña con convicción se convierte en otra asignatura aburrida más. Quizás es que soy pagana por naturaleza. No soporto todo ese énfasis en el pecado, el sufrimiento y el juicio final. Si creyera en Dios, me gustaría que fuese inteligente, jovial y divertido.

– Dudo que te ofreciera mucho consuelo mientras te conducían a las cámaras de gas -observó él-. Quizás entonces prefirieras un dios de venganza. Es esta calle, ¿no?

Kate se preguntó si ya se había cansado del tema o si estaba advirtiéndole que no se metiera en su territorio privado. Contestó:

– Sí. Por lo visto, los números altos quedan en el otro extremo.

Había un interfono a la izquierda de la puerta. Kate pulsó el botón y, al oír una voz masculina, anunció:

– La inspectora Miskin y el inspector Aaron. Venimos a ver al señor Farlow. Nos espera.

Permaneció atenta al zumbido que indicaría que se había abierto la cerradura, pero en su lugar volvió a oír la misma voz.

– Enseguida bajo.

La espera de un minuto y medio se le antojó muy larga. Kate acababa de consultar el reloj por segunda vez cuando se abrió la puerta y se encontraron ante un joven corpulento, descalzo y vestido con unos pantalones muy ajustados de cuadros blancos y azules y un suéter blanco. Llevaba el pelo cortado en mechones tiesos y muy cortos que daban a su cabeza redonda el aspecto de un cepillo erizado. Su nariz era ancha y carnosa, y sus brazos cortos y redondeados, con una pátina de vello castaño, parecían tan suaves y rollizos como los de un bebé. Kate pensó que tenía la consistencia acogedora de un osito de peluche, a falta únicamente, para completar el cuadro, de una etiqueta con el precio colgada del arete que llevaba en la oreja izquierda. Sin embargo, los ojos azul claro que al principio se clavaron en los suyos con expresión de cautela, mostraron después un franco antagonismo, y cuando habló no hubo simpatía en su voz. Sin prestar atención a la tarjeta de identificación que Kate le mostraba, sugirió:

– Será mejor que suban.

En el estrecho vestíbulo hacía mucho calor y el aire estaba impregnado de un olor exótico, mezcla de flores y especias, que a Kate le habría parecido agradable si no hubiera sido tan intenso. Subieron tras su guía por una angosta escalera y se encontraron en una sala de estar que ocupaba toda la longitud de la casa. Un arco curvado mostraba el lugar donde antes debía de alzarse el tabique divisorio. Al fondo habían construido una pequeña galería a modo de invernáculo con vistas al jardín. Kate, que creía haber elevado a la categoría de arte la capacidad de observar los detalles de su entorno sin delatar una curiosidad demasiado evidente, centró toda su atención en el hombre al que habían ido a visitar. Estaba recostado sobre almohadas en una cama individual situada a la derecha de la galería cubierta y era patente que se hallaba a punto de morir. La joven policía había visto muchas veces la demacración extrema reflejada en la pantalla del televisor; estaba casi habituada a contemplar desde su sala de estar ojos carentes de vida y miembros consumidos por la inanición. Pero, en aquel momento, al tenerla ante sí por primera vez, se preguntó cómo un ser humano podía estar tan disminuido y seguir respirando, cómo los grandes ojos, que parecían flotar libremente en sus cuencas, podían envolverla con tal mirada de intensa y levemente irónica diversión. El enfermo llevaba puesto un batín de seda escarlata que no conseguía dar color al amarillo malsano de la piel. Junto a la cabecera del lecho había una mesita de juego con una silla al otro lado y dos barajas preparadas sobre el tapete verde. Al parecer, Rupert Farlow y su compañero estaban a punto de empezar una partida de canasta.