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Su voz no era potente, pero tampoco trémula; el yo esencial aún seguía vivo, aún seguía presente en sus inflexiones nítidas y claras.

– Discúlpenme si no me levanto. El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil. He de reservar mis energías para procurar que Ray no me mire las cartas. Siéntense, por favor, si encuentran dónde hacerlo. ¿Les gustaría tomar algo? Ya sé que en teoría no pueden beber cuando están de servicio, pero insisto en considerar su presencia una visita social. ¿Dónde has escondido la botella, Ray?

El muchacho, sentado a la mesa de juego, no se movió. Kate respondió:

– No tomaremos nada, gracias. Y esperamos terminar enseguida. Queríamos hablar con usted acerca de la tarde y noche del jueves.

– Me lo había figurado.

– El señor De Witt dice que al salir de la oficina vino directamente a casa y estuvo aquí con usted toda la noche. ¿Podría confirmarlo?

– Si James les ha dicho eso es que es verdad. James nunca miente. Es una de las características que sus amigos encuentran exasperantes.

– ¿Y es verdad?

– Naturalmente. ¿No se lo ha dicho él?

– ¿A qué hora llegó a casa?

– A la hora de costumbre. Alrededor de las seis y media, ¿no es eso? Él se lo dirá. Seguramente ya se lo ha dicho.

Kate, después de apartar un montón de revistas, se había sentado en un sofá de estilo Victoriano situado frente a la cama.

– ¿Cuánto hace que vive usted aquí con el señor De Witt?

Rupert Farlow volvió hacia ella sus ojos inmensos llenos de dolor, desplazando la cabeza con lentitud como si el peso de su cráneo desnudo se hubiera vuelto excesivo para el cuello.

– ¿Me pregunta cuánto hace que comparto con él esta casa en contraposición a, digamos, compartir su vida, compartir su cama?

– Sí, eso le pregunto.

– Cuatro meses, dos semanas y tres días. Me sacó del hospital. No sé muy bien por qué. Quizá le excita vivir con un moribundo. A algunos les ocurre. No había escasez de visitantes en el hospital, se lo aseguro; somos la obra de beneficencia que siempre encuentra voluntarios. El sexo y la muerte, de lo más excitante. A propósito, no hemos sido amantes. Está enamorado de esa chica tan aburrida y convencional, Frances Peverell. James es depresivamente heterosexual. Puede usted estrecharle la mano sin ningún temor e incluso entregarse a un contacto físico más íntimo, si le apetece probar suerte.

Daniel decidió intervenir:

– Llegó del trabajo a las seis y media. ¿Volvió a salir más tarde?

– No, que yo sepa. Se acostó hacia las once y estaba aquí cuando me desperté a las tres y media, a las cuatro y cuarto y a las seis menos cuarto. Anoté cuidadosamente las horas. Ah, y también me prestó algunos servicios bastante engorrosos hacia las siete de la mañana. Desde luego, no habría tenido tiempo de volver a Innocent House y cargarse a Gerard Etienne entre esas horas. Pero quizá deba advertirles que no soy muy digno de crédito. Es lo que les diría de todos modos. No me conviene demasiado que encierren a James en la cárcel, ¿verdad?

– Tampoco le conviene encubrir a un asesino -adujo Daniel.

– Eso no me inquieta. Si se llevan a James, da igual que se me lleven a mí también. Causaría yo más molestias al sistema de justicia criminal que ustedes a mí. Es la ventaja de ser un moribundo: no tiene muchos atractivos, pero escapas al poder de la policía. Con todo, debo intentar serles útil, ¿verdad? Hay un detalle que confirma lo dicho. ¿No llamaste hacia las siete y media, Ray, y hablaste con James?

Ray había cogido las cartas y estaba barajándolas con habilidad.

– Sí, es verdad, a las siete y media. Llamé para ver cómo te encontrabas. James estaba aquí a esa hora.

– Ya lo ven. ¿Verdad que ha sido oportuno que lo recordara?

Kate habló movida por un impulso:

– ¿Es usted…, sin duda tiene que serlo…, el Rupert Farlow que escribió Jaula de locas?

– ¿La ha leído?

– Me la regaló un amigo por Navidad. Consiguió encontrar un ejemplar encuadernado en tela; por lo visto, van bastante buscados. Me dijo que la primera edición se había agotado y que no publicaron una segunda.

– Una poli leída. Creía que sólo existían en las novelas. ¿Le gustó?

– Sí, me gustó. -Tras unos instantes de silencio, añadió-: Me pareció maravillosa.

Él alzó la cabeza y miró a Kate.

– Estaba muy complacido con ese libro -dijo en un tono de voz distinto y tan quedo que ella apenas le oyó.

Al mirarlo a los ojos, Kate vio consternada que estaban relucientes de lágrimas. El frágil cuerpo empezó a temblar bajo su sudario escarlata y ella sintió el impulso, tan fuerte que casi tuvo que combatirlo físicamente, de acercarse y estrecharlo entre sus brazos. Desvió la mirada y, esforzándose porque su voz sonara normal, le anunció:

– No le fatigaremos más, pero quizá tengamos que volver para pedirle que nos firme una declaración.

– Me encontrarán en casa. Y si no estoy, no es probable que obtengan una declaración. Ray los acompañará a la puerta.

Los tres bajaron la escalera en silencio. Ya en la puerta, Daniel se volvió hacia el joven.

– El señor De Witt nos ha dicho que el jueves por la tarde no llamó nadie a esta casa, así que uno de los dos miente o se equivoca. ¿Es usted?

El chico se encogió de hombros.

– De acuerdo, puede que me haya confundido. No es nada grave. Quizá fue otro día.

– O quizá ningún día. Es peligroso mentir en una investigación por asesinato. Peligroso para usted y para el inocente. Si tiene alguna influencia sobre el señor Farlow, debería explicarle que la mejor manera de ayudar a su amigo es decir la verdad.

Ray tenía la mano en la puerta. Replicó:

– No me venga con esa mierda. ¿Por qué iba a hacerlo? Eso es lo que siempre dice la policía, que con la verdad te ayudas a ti mismo y al inocente. Decirle la verdad a la pasma va en interés de la pasma. No trate de decirme que va en el nuestro. Y si quieren volver, será mejor que llamen antes. Está demasiado débil para que lo molesten.

Daniel abrió la boca, pero se contuvo y no dijo nada. La puerta se cerró firmemente a sus espaldas. Echaron a andar por la calle Hillgate sin hablar. Al cabo de un rato, Kate observó:

– No debería haber dicho aquello de su novela.

– ¿Por qué no? No hay nada de malo en ello. Es decir, si eras sincera.

– Precisamente mi sinceridad ha sido lo malo. Lo ha trastornado. -Hizo una pausa y añadió-: ¿Cuánto crees que vale esa coartada?

– No gran cosa. Pero si mantiene lo dicho, y supongo que lo mantendrá, aunque averigüemos algo sobre De Witt, tendremos problemas.

– No necesariamente. Dependerá de la fuerza que tengan las posibles pruebas. Si la coartada nos parece poco convincente, también se lo parecerá a un jurado.