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Tiró de la campanilla y oyó su tañido apagado en el interior de la casa, pero transcurrió más de un minuto antes de que sus oídos captaran el rumor de unos pasos arrastrados. Se produjo el chirrido de un cerrojo al correrse y se oyó girar la llave antes de que, lentamente, se abriera la puerta.

La mujer que se quedó mirándolo con inexpresivo desinterés era anciana -seguramente, pensó Dalgliesh, se encontraba más cerca de los ochenta años que de los setenta-, pero no había nada de frágil en su carnosa solidez. Llevaba un vestido negro abotonado hasta el cuello y cerrado con un broche de ónice rodeado de aljófares sin brillo. Sus abultadas piernas surgían de unas botas negras de cordones y sus pechos sobresalían, informes como una almohada, por encima de un gran delantal blanco almidonado. Tenía la cara ancha, del color del sebo, y los pómulos eran dos crestas angulosas bajo los arrugados y suspicaces ojos. Antes de que él pudiera decir nada, le preguntó:

– Vous êtes le commandant Dalgliesh?

– Oui madame, je viens voir monsieur Etienne, s’il vous plaît.

– Suivez-moi.

La pronunciación de su apellido fue tan extraña que al principio le sonó raro, pero la voz de la mujer era grave y potente, y tenía una nota de confiada autoridad. Tal vez en Othona House fuera una sirviente, pero no era servil. Se apartó a un lado para dejarle pasar y Dalgliesh esperó mientras ella cerraba y aseguraba la puerta. El cerrojo situado por encima de su cabeza era grueso; la llave, grande y anticuada. La hizo girar con cierta dificultad. Las venas de sus manos moteadas y descoloridas por la edad resaltaban como cordones morados, y los dedos, fuertes y gastados por el trabajo, estaban retorcidos.

La mujer lo condujo por un corredor revestido de paneles hasta una habitación de la parte trasera de la casa. Pegando la espalda a la puerta abierta como si Dalgliesh fuera portador de alguna enfermedad contagiosa, anunció: «Le commandant Dalgliesh.» A continuación cerró la puerta con firmeza, como si se sintiera impaciente por alejarse de aquel huésped indeseado.

Tras la oscuridad del pasillo, la habitación le sorprendió por su claridad. Dos ventanas altas, de muchos cristales y provistas de postigos, daban a un jardín sin árboles cruzado por senderos de losas en el que al parecer se cultivaban verduras y hierbas aromáticas. La única nota de color la ponían unos geranios tardíos plantados en las grandes macetas de arcilla que bordeaban el camino principal. Era evidente que la estancia servía al mismo tiempo como biblioteca y sala de estar. Tres paredes estaban provistas de estanterías hasta una altura que podía alcanzarse sin esfuerzo, con mapas y grabados dispuestos sobre ellas. En el centro de la habitación había una mesa redonda cubierta de libros. A la izquierda, una chimenea de piedra con un sencillo pero elegante friso ornamental. Un pequeño fuego de leña ardía sobre la rejilla del hogar.

Jean-Philippe Etienne estaba sentado a la derecha del fuego en un sillón alto de cuero verde rematado con botones, pero no hizo ademán de levantarse hasta que Dalgliesh llegó casi a su lado; entonces se puso en pie y le tendió la mano. Dalgliesh percibió durante apenas dos segundos el apretón de la carne fría. En aquel momento le parecía que podía distinguir el contorno de cada hueso, la contracción de cada músculo del rostro de Etienne. Su figura enjuta se mantenía erguida, aunque andaba con rigidez, y su pulida elegancia no mostraba ningún indicio de decrepitud. El cabello gris era escaso y estaba peinado hacia atrás desde una frente despejada; la larga nariz sobresalía sobre una boca ancha y casi sin labios, las orejas grandes yacían planas contra el cráneo y, bajo los elevados pómulos, las visibles venas parecían a punto de sangrar. Etienne llevaba una chaqueta de terciopelo que recordaba un batín Victoriano sobre unos ceñidos pantalones negros. Con idéntica rigidez habría podido levantarse un terrateniente del siglo xix para recibir a una visita, pero su presencia, Dalgliesh lo advirtió de inmediato, era acogida con tan poco agrado en esa elegante biblioteca como lo había sido su llegada a la casa.

Etienne le señaló el sillón que había frente al suyo y volvió a sentarse. Luego dijo:

– Claudia me entregó su carta, pero le ruego que se abstenga de renovarme sus condolencias. No pueden ser sinceras. Usted no conocía a mi hijo.

– No hace falta conocer a una persona para lamentar que haya muerto demasiado joven y sin necesidad -replicó Dalgliesh.

– Tiene usted razón, naturalmente. La muerte de los jóvenes siempre resulta más amarga por la injusticia de la mortalidad: los jóvenes se van, los viejos siguen viviendo. ¿Tomará usted algo? ¿Vino? ¿Café?

– Café, por favor.

Etienne salió al pasillo y cerró la puerta a sus espaldas. Dalgliesh le oyó llamar, por lo que le pareció, en francés. A la derecha de la chimenea colgaba el cordón bordado de una campanilla, pero por lo visto Etienne prefería no utilizarla en su relación con el personal de la casa. Cuando regresó a su sillón, prosiguió:

– Tenía usted que venir a verme, lo comprendo, pero no puedo decirle nada que le sirva de ayuda. No sé por qué murió mi hijo, a no ser que fuera, como parece lo más probable, por accidente.

– Su muerte está rodeada de cierto número de singularidades que permiten suponer que pudo no haber sido accidental -objetó Dalgliesh-. Sé que esto debe de resultarle doloroso y lo lamento.

– ¿A qué singularidades se refiere?

– El hecho de que muriera por intoxicación de monóxido de carbono en una habitación que apenas visitaba. Un cordón de ventana roto que pudo partirse cuando tiraron de él, con lo que habría resultado imposible abrir la ventana. Un magnetófono desaparecido. Una llave de paso extraíble en la estufa de gas que pudo haberse retirado tras encender la estufa. La posición del cuerpo.

Etienne protestó.

– No me ha dicho nada nuevo. Mi hija estuvo ayer conmigo. Está claro que todos los indicios son absolutamente circunstanciales. ¿Había alguna huella en la llave del gas?

– Sólo un borrón. La superficie es demasiado pequeña para obtener nada útil.

– Aun tomándolas todas juntas, estas suposiciones son menos… ¿singulares, ha dicho usted?, que la sugerencia de que Gerard murió asesinado. Las singularidades no constituyen ninguna prueba. Paso por alto el asunto de la serpiente. Sé que en Innocent House hay un bromista malicioso, pero sin duda sus actividades no merecen la atención de todo un comandante de New Scotland Yard.

– La merecen, señor, si complican, oscurecen o están relacionadas con un asesinato.

Se oyeron pasos en el corredor. Etienne se dirigió inmediatamente hacia la puerta y la mantuvo abierta para dejar pasar al ama de llaves. La mujer entró con una bandeja en la que llevaba una cafetera, una jarrita marrón, azúcar y una taza grande. Depositó la bandeja sobre la mesa y, tras mirar de soslayo a Etienne, salió de la habitación. Etienne sirvió el café y le ofreció la taza a Dalgliesh. Era evidente que él no pensaba beber, y Dalgliesh se preguntó si se trataría de una argucia, no demasiado sutil, para situarlo en desventaja. No había ninguna mesita junto a su sillón, de modo que dejó la taza sobre la repisa de la chimenea.