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Se preguntó qué habría conducido a Etienne a terminar su vida en aquella húmeda lengua de tierra en un país extranjero, en aquella lóbrega costa peinada por el viento, donde la marisma se extendía como una esponja agria y medio desmenuzada que absorbía los flecos del gélido mar del Norte. ¿Añoraba alguna vez los montes de su provincia natal, el parloteo de voces francesas en la calle y en el café, el sonido, los aromas y los colores de la Francia rural? ¿Había acudido a aquel lugar desolado para olvidar el pasado o para revivirlo? ¿Qué relación podían tener aquellos desdichados acontecimientos, antiguos y lejanos, con la muerte de su hijo casi cincuenta años más tarde, un hijo de madre inglesa, nacido en Canadá y asesinado en Londres? ¿Qué tentáculos, si los había, se extendían desde aquellos años tumultuosos para enroscarse en torno al cuello de Gerard Etienne?

Echó un vistazo al reloj. Todavía faltaba un minuto para las once y media. Se tomaría algún tiempo para visitar los monumentos de la iglesia de St. George, en Bradwell, pero tras esa breve visita no tendría excusa posible para no emprender el regreso a Londres y almorzar en New Scotland Yard.

Aún permanecía sentado, sujetando débilmente la guía con una mano, cuando se abrió la puerta y entraron dos mujeres de edad. Iban vestidas y calzadas para caminar, y cada una llevaba una mochila pequeña. Parecieron desconcertadas y un poco recelosas al encontrarlo allí, por lo que Dalgliesh, creyendo que la presencia de un hombre solo podía molestarles, las saludó con un apresurado «buenos días» y se marchó. Desde la puerta, volvió un instante la cabeza y vio que ya estaban de rodillas, y se preguntó qué era lo que encontraban en aquel lugar silencioso y si, de haber llegado con más humildad, no habría podido encontrarlo él también.

40

El piso de Gerard Etienne se hallaba en la octava planta del Barbican. Claudia Etienne había dicho que estaría allí esperándolos a las cuatro en punto. Cuando Kate llamó, la puerta se abrió de inmediato y, sin decir palabra, la hermana de la víctima se hizo a un lado para que pudieran pasar.

Empezaba a oscurecer, pero la gran habitación rectangular seguía llena de luz, del mismo modo en que una habitación conserva el calor del día después de la puesta del sol. Las largas cortinas, que parecían de lino color crema, estaban descorridas para dejar ver, al otro lado de la cristalera, un atractivo panorama del lago y el elegante chapitel de una iglesia de la ciudad. La primera reacción de Daniel fue desear que el piso fuera suyo; la segunda, pensar que en todas sus visitas a los hogares de víctimas de asesinato nunca había visto ninguno tan impersonal, tan ordenado, tan libre de las huellas de la vida que lo había habitado. Parecía un piso de muestra, cuidadosamente amueblado para atraer a un comprador. Pero tendría que ser un comprador rico: nada de lo que había en ese apartamento era barato. Y se equivocaba él al juzgarlo impersonal, puesto que hablaba de su propietario con tanta claridad como la más abarrotada sala de estar de los barrios bajos o la alcoba de cualquier furcia. Daniel habría podido jugar a aquel juego de la televisión: «Describa al propietario de este apartamento.» Varón, joven, rico, de gustos refinados, organizado, soltero; no había nada femenino en aquella sala. Amante de la música, evidentemente; el lujoso equipo estereofónico era de esperar, quizás, en cualquier piso de un soltero acomodado, pero no el piano de concierto. Todos los muebles eran modernos, de madera clara sin pulir y trabajada con elegancia. Había armarios, estanterías y un escritorio. En un extremo de la habitación, cerca de una puerta que sin duda alguna conducía a la cocina, había una mesa de comedor redonda con seis sillas a juego. No había chimenea. El punto focal de la sala era el ventanal, y un sofá largo y dos sillones de suave piel negra estaban dispuestos de cara al mismo alrededor de una mesita de café.

Sólo había una fotografía. Sobre una estantería baja, en un marco de plata, estaba el retrato de estudio de una joven, sin duda la prometida de Etienne. Los finos cabellos caían desde la raya central hasta enmarcar una cara alargada y de facciones delicadas, irnos ojos grandes y la boca quizá demasiado pequeña, pero con un labio superior carnoso y hermosamente curvado. ¿Se trataba de un objeto de lujo más adquirido como de costumbre? Considerando que podía resultar ofensivo contemplar la foto con demasiada atención, se volvió hacia el único cuadro, un óleo grande de Etienne con su hermana que se hallaba colgado en la pared opuesta al ventanal. En invierno, con las cortinas cerradas, esa vivida imagen sería el centro de la habitación: colores, formas, pinceladas que proclamaban casi agresivamente la maestría del artista. Tal vez esa misma semana, o la siguiente, se les habría dado la vuelta al sofá y los sillones a fin de que quedaran de cara a la pintura, y para Etienne habría empezado oficialmente el invierno. Esta identificación con la rutina de la vida del muerto se le antojó a Daniel irracional y un tanto inquietante. Después de todo, no había allí ninguna evidencia de la presencia de Etienne: ni la comida a medio terminar, ni un cenicero sin vaciar, ni otros pequeños desórdenes y enredos de la vida ordinaria.

Vio que Kate estaba examinando el óleo. Era muy natural; todo el mundo sabía que le gustaba el arte moderno. La inspectora se volvió hacia Claudia Etienne.

– Es un Freud, ¿no? Es magnífico.

– Sí. Mi padre lo encargó como regalo para Gerard cuando cumplió veintiún años.

Estaba todo ahí, pensó Daniel, acercándose a ella: la arrogante apostura, la inteligencia, la seguridad, la certeza de que la vida era suya con sólo tomarla. Junto a la figura central, su hermana, más joven, más vulnerable, miraba al pintor con ojos precavidos, como desafiándolo a hacer lo peor de que fuera capaz.

Claudia Etienne preguntó:

– ¿Quieren café? Enseguida estará hecho. Nunca se podía contar con encontrar comida en esta casa; Gerard solía comer fuera, pero siempre tenía vino y café. Pueden ir a la cocina, si quieren, pero allí no hay nada que ver. Todos los papeles de Gerard están en ese buró. Se abre por el lado; tiene un cierre disimulado. Miren cuanto gusten, pero no se llevarán ninguna alegría. Los documentos de importancia los guardaba en el banco; en cuanto a los papeles de trabajo, estaban todos en Innocent House y ya los tienen ustedes. Gerard siempre vivía como si creyera que iba a morir en cualquier momento. Hay una cosa, sin embargo. He encontrado esta carta en la esterilla, todavía sin abrir. Lleva fecha del trece de octubre, así que seguramente llegó el martes con el segundo correo. No he visto razón para no abrirla.

Les tendió un sobre blanco, liso. El papel que contenía era de la misma alta calidad, con la dirección en relieve. La caligrafía era grande, una letra casi de niña. Daniel la leyó por encima del hombro de Kate.

Querido Gerard:

He de decirte que quiero romper nuestro compromiso. Supongo que debería añadir que lamento hacerte daño, pero no creo que te duela excepto en tu orgullo. Me afectará más a mí, pero no mucho ni por mucho tiempo. Mamá cree que tendríamos que publicar un aviso en el Times, ya que anunciamos el compromiso, pero en estos momentos no me parece muy importante. Cuídate. Fue divertido mientras duró, pero no tanto como habría podido serlo.