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Lucinda

Debajo había un añadido: «Avísame si quieres que te devuelva el anillo.»

Daniel pensó que era bueno que se hubiese encontrado la carta sin abrir. Si Etienne la hubiera leído, un abogado defensor habría podido utilizarla para aducir un motivo de suicidio. De esta manera, tenía escasa importancia para la investigación.

Kate se dirigió a Claudia.

– ¿Estaba enterado su hermano de que lady Lucinda se disponía a romper el compromiso?

– No que yo sepa. Seguramente, ahora ella lamentará haber escrito esa carta. Ya no puede hacer el papel de prometida abrumada de dolor.

El escritorio era moderno, sencillo y en apariencia sin pretensiones, pero con un interior hábilmente diseñado y provisto de numerosos cajones y casilleros. Todo estaba en un orden impecable: facturas pagadas, algunas facturas aún pendientes, talonarios de cheques de los dos últimos años sujetos con una goma elástica, un cajón con su cartera de inversiones. Era patente que Etienne sólo conservaba lo necesario, despejando su vida a medida que la vivía, desechando lo superfluo, llevando su vida social, fuere del tipo que fuese, por teléfono y no por carta. Hacía sólo unos minutos que habían puesto manos a la obra cuando regresó Claudia Etienne trayendo una bandeja con una cafetera y tres tazas. Dejó la bandeja en la mesa baja y los dos policías se acercaron para coger sus tazas. Aún estaban los tres de pie, Claudia Etienne con la taza en la mano, cuando se oyó el ruido de una llave en la cerradura.

Claudia soltó un sonido extraño -algo entre un jadeo y un gemido- y Daniel vio que su rostro se convertía en una máscara de terror. La taza se le escapó de entre los dedos y una mancha marrón se extendió rápidamente por la alfombra. La mujer se agachó para recogerla, y sus manos escarbaron en la blanda superficie con un temblor tan violento que no pudo volver a dejar la taza en la bandeja. A Daniel le pareció que su terror se les contagiaba a él y a Kate, de modo que también ellos contemplaron la puerta cerrada con ojos llenos de horror.

La puerta se abrió poco a poco y el original de la fotografía se materializó en la habitación.

– Soy Lucinda Norrington -les anunció-. ¿Quiénes son ustedes? -Su voz era clara y aguda, de una niña.

Kate se había vuelto instintivamente para sostener a Claudia, y fue Daniel quien respondió.

– Policía. La inspectora Miskin y el inspector Aaron.

Claudia consiguió dominarse rápidamente y se incorporó con torpeza, rechazando la ayuda de Kate. La carta de Lucinda yacía sobre la mesa junto a la bandeja del café. Daniel tuvo la impresión de que todos los ojos estaban fijos en ella.

Claudia habló con voz áspera y gutural.

– ¿Por qué has venido?

Lady Lucinda dio irnos pasos hacia el interior de la habitación.

– He venido por esa carta. No quería que nadie pensara que Gerard se había suicidado por mí. Además no lo hizo, ¿verdad? Me refiero a suicidarse.

– ¿Cómo puede estar segura? -preguntó Kate con suavidad.

Lady Lucinda volvió hacia ella sus enormes ojos azules.

– Porque se gustaba demasiado. La gente que se gusta no se suicida. Y de todos modos, nunca se habría matado porque yo le diera calabazas. No me quería; sólo quería una idea que se había hecho de mí.

Claudia Etienne había recobrado su voz normal.

– Le advertí que el compromiso era una locura, que eras una chica egoísta, estirada y más bien tonta, pero creo que quizá fui injusta contigo. No eres tan tonta como suponía. De hecho, Gerard no llegó a leer tu carta. La encontré aquí sin abrir.

– Entonces, ¿por qué la abriste? No iba dirigida a ti.

– Alguien tenía que abrirla. Habría podido devolvértela, pero no sabía quién la había enviado. Nunca había visto tu letra.

Lady Lucinda preguntó:

– ¿Puedo quedarme mi carta?

Le respondió Kate.

– Nos gustaría conservarla por algún tiempo, si nos lo permite.

Al parecer, lady Lucinda se lo tomó como una declaración de hecho, no como una petición.

– Pero me pertenece a mí -protestó-. La escribí yo.

– Es posible que sólo la necesitemos por muy poco tiempo, y no pensamos publicarla.

Daniel, que ignoraba lo que decía exactamente la ley respecto a la propiedad de las cartas, se preguntó si, en realidad, tenían algún derecho a quedársela y qué haría Kate si lady Lucinda insistía en llevársela. También se preguntó por qué Kate estaba tan interesada en la carta; a fin de cuentas, Etienne no había llegado a leerla. Pero ¿cómo podían estar seguros de eso? Sólo tenían la palabra de su hermana de que la había encontrado sobre la esterilla aún sin abrir. Lady Lucinda no opuso más reparos; se encogió de hombros y se volvió hacia Claudia.

– Siento mucho lo de Gerard. Fue un accidente, ¿no? Ésa es la impresión que le diste a mamá por teléfono, pero esta mañana algunos periódicos insinúan que podría tratarse de algo más complicado. No lo asesinaron, ¿verdad?

– Cabe la posibilidad -respondió Kate.

De nuevo los ojos azules fijaron en ella una mirada especulativa.

– Qué extraordinario. Creo que no he conocido nunca a nadie que muriera asesinado. Conocido personalmente, quiero decir.

Se acercó a la fotografía y la cogió con las dos manos para estudiarla detenidamente, como si no la hubiera visto nunca y no se sintiera demasiado complacida con lo que el fotógrafo había hecho de sus facciones. A continuación, anunció:

– Me llevaré esto. Después de todo, Claudia, a ti no te hace ninguna falta.

– En rigor -observó Claudia-, los únicos que pueden disponer de sus pertenencias son los albaceas o la policía.

– Bueno, a la policía tampoco le hace ninguna falta. No quiero que se quede aquí en el piso vacío, y menos si Gerard fue asesinado.

Así que no era inmune a la superstición. Este descubrimiento intrigó a Danieclass="underline" no casaba bien con su aplomo. La observó mientras ella contemplaba la fotografía y deslizaba por el cristal un largo dedo de uña rosada, como si quisiera comprobar si había polvo. Luego, la joven se volvió hacia Claudia.

– Supongo que habrá algo para envolverla, ¿no?

– Puede que haya una bolsa de plástico en el cajón de la cocina, míralo tú misma. Y si hay alguna otra cosa que sea tuya, éste podría ser un buen momento para recogerla.

Lady Lucinda ni siquiera se molestó en pasear la mirada por la habitación.

– No hay nada más.

– Si quieres café, trae otra taza. Está recién hecho.

– No quiero café, gracias.

Esperaron en silencio hasta que, en menos de un minuto, regresó con la fotografía metida en una bolsa de plástico de los almacenes Harrods. Se dirigía hacia la puerta cuando Kate la detuvo.

– ¿Podríamos hacerle unas preguntas, lady Lucinda? Pensábamos pedirle una entrevista de todos modos, pero ya que está aquí nos ahorraremos tiempo todos.

– ¿Cuánto tiempo? Quiero decir, ¿cuánto van a durar esas preguntas?

– No mucho. -Kate se volvió hacia Claudia-. ¿Le importa que utilicemos este piso para la entrevista?

– No sé cómo podría impedírselo. Supongo que no esperarán que me retire a la cocina, ¿verdad?

– No será necesario.

– O al dormitorio. Quizá resultaría más cómodo.

Miraba fijamente a lady Lucinda, que respondió muy tranquila.

– No sabría decírtelo. No he estado nunca en el dormitorio de Gerard.

Se sentó en el sillón que tenía más cerca y Kate lo hizo en el de enfrente. Daniel y Claudia se sentaron entre ambas, en el sofá.

– ¿Cuándo vio a su prometido por última vez? -comenzó Kate.

– No es mi prometido. Claro que entonces aún lo era. Lo vi el sábado pasado.

– ¿El sábado nueve de octubre?

– Supongo, si el sábado pasado fue día nueve. Pensábamos ir a Bradwell-on-Sea para visitar a su padre, pero el tiempo estaba lluvioso y Gerard dijo que la casa de su padre ya era bastante lúgubre de por sí sin necesidad de llegar bajo la lluvia y que iríamos otro día. Así que, como Gerard quería volver a ver el díptico de Wilton, por la tarde estuvimos en el ala Sainsbury de la National Gallery, y de ahí fuimos a tomar el té al Ritz. Por la noche no lo vi, porque mamá quería que fuera con ella a Wiltshire a pasar la noche y el domingo con mi hermano. Mamá quería hablar de los arreglos matrimoniales antes de ver a los abogados.