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– ¿Y cómo estaba el señor Etienne el sábado cuando lo vio, aparte de deprimido por el tiempo?

– No estaba deprimido por el tiempo. La visita a su padre no corría ninguna prisa. Gerard no se deprimía por las cosas que no podía cambiar.

– Y las que podía cambiar, ¿las cambiaba? -intervino Daniel.

Ella se volvió para mirarlo y, de pronto, sonrió.

– Exactamente. -Luego añadió-: Esa fue la última vez que lo vi, pero no la última que hablé con él. El jueves por la noche hablamos por teléfono.

– ¿Habló usted con él hace dos días, la noche en que murió? -preguntó Kate con voz cuidadosamente controlada.

– No sé cuándo murió. Lo encontraron muerto ayer por la mañana, ¿no? Yo hablé con él por su línea particular la noche anterior.

– ¿A qué hora, lady Lucinda?

– Hacia las siete y veinte, supongo. Quizá fuera un poco más tarde, pero estoy segura de que fue antes de las siete y media porque mamá y yo teníamos que salir de casa a esa hora para ir a cenar con mi madrina y yo ya estaba vestida. Pensé que tenía el tiempo justo para telefonear a Gerard. Quería una excusa para que no se alargara la conversación. Por eso estoy tan segura de la hora.

– ¿De qué quería hablarle? Ya le había escrito para romper el compromiso.

– Ya lo sé. Suponía que habría recibido la carta por la mañana y quería preguntarle si estaba de acuerdo con mamá en que debíamos publicar un anuncio en el Times, o si prefería que escribiéramos cada uno a nuestros amigos personales y dejáramos sencillamente que corriera la noticia. Naturalmente, ahora mamá quiere que rompa la carta y no diga nada; pero no lo haré. Claro que tampoco podría hacerlo, porque ustedes ya la han visto. En fin, al menos no tendrá que preocuparse por el anuncio en el Times. Así se ahorrará algunas libras.

El alfilerazo de veneno fue tan repentino y se desvaneció tan deprisa que Daniel casi hubiera podido creer que no lo había percibido. Como si no hubiera oído nada, Kate preguntó:

– ¿Y qué le dijo Gerard del anuncio, de la ruptura del compromiso? ¿No le preguntó usted si había recibido la carta?

– No le pregunté nada. No hablamos de nada en absoluto. Me dijo que no podía hablar porque tenía una visita.

– ¿Está segura de eso?

La voz aguda y cristalina era casi inexpresiva.

– No estoy segura de que tuviera una visita. ¿Cómo iba a estarlo? No oí a nadie ni hablé con nadie excepto con Gerard. Quizá fue sólo una excusa para no hablar conmigo, pero estoy segura de que me lo dijo.

– ¿Y con esas mismas palabras? Quiero que esto quede bien claro, Lady Lucinda. ¿No le dijo que no estaba solo o que había alguien con él? ¿Empleó la palabra «visita»?

– Ya se lo he dicho. Me dijo que tenía una visita.

– ¿Y eso ocurrió, digamos, entre las siete y veinte y las siete y media?

– Más cerca de las siete y media. El coche vino a buscarnos a mamá y a mí exactamente a esa hora.

Una visita. Daniel hizo un esfuerzo para no mirar a Kate por el rabillo del ojo, pero sabía que sus pensamientos seguían el mismo curso. Si verdaderamente Etienne había utilizado esta palabra -y la muchacha parecía estar segura de ello-, eso sin duda quería decir que Etienne estaba con alguien ajeno a la empresa. No era verosímil que hubiera utilizado el término para referirse a un socio o un miembro de la plantilla. De ser así, ¿no habría sido más natural que dijera «estoy ocupado», o «estoy reunido», o «estoy con un colega»? Y si alguien había ido a verlo aquella noche, con cita previa o sin ella, ese alguien aún no había dado señales de vida. ¿Por qué no, si la visita había sido inocente, si había dejado a Gerard vivo y con buena salud? No había anotada ninguna cita en la agenda del despacho de Etienne, pero eso no demostraba nada. El visitante podía haberle telefoneado por su línea privada en cualquier momento del día, o haberse presentado inesperadamente sin haber sido invitado. De todos modos sólo era un indicio circunstancial, como tantos otros indicios en este caso cada vez más desconcertante.

No obstante, Kate seguía insistiendo. Acababa de preguntarle a lady Lucinda cuándo había estado en Innocent House por última vez.

– No volví allí desde la fiesta del diez de julio. En parte se organizó para celebrar mi aniversario, porque cumplía veinte años, y en parte como fiesta de compromiso.

– Tenemos la lista de invitados -dijo Kate-. Supongo que tendrían libertad para moverse por toda la casa si querían, ¿o no?

– Algunos lo hicieron, me parece. Ya sabe cómo son las parejas en las fiestas: les gusta apartarse de los demás. No creo que ningún cuarto estuviera cerrado con llave, aunque Gerard dijo que habían advertido al personal que guardara todos los papeles en un sitio seguro.

– ¿Y por casualidad no vio usted que alguien subiera a los pisos altos de la casa, hacia el cuarto de los archivos?

– Bien, a decir verdad, sí. Fue bastante curioso. Tenía que ir al servicio, pero el de la planta baja, que era el que utilizaban las invitadas, estaba ocupado. Entonces recordé que había un cuarto de baño pequeño en el último piso y decidí ir a ése. Subí por la escalera y vi bajar a dos personas. No eran en absoluto la clase de gente que me habría imaginado encontrar. Además, tenían una expresión de culpabilidad. Fue extraño de veras.

– ¿Quiénes eran, lady Lucinda?

– George, el viejo que atiende la centralita en recepción, y esa mujercita insulsa que está casada con el contable, no recuerdo cómo se llama, Sydney Bernard o algo por el estilo. Gerard me presentó a todos los empleados y a sus esposas. Fue aburridísimo.

– ¿Sydney Bartrum?

– Eso es; su mujer. Llevaba un vestido extraordinario de tafetán azul celeste con una faja rosa en la cintura. -Se volvió hacia Claudia Etienne-. ¿No te acuerdas, Claudia? Era de falda muy ancha, cubierta de tul rosa, y mangas abullonadas. ¡Horroroso!

Claudia respondió con sequedad.

– Me acuerdo.

– ¿Le dijo alguno de los dos para qué habían subido al último piso?

– Para lo mismo que yo, supongo. Ella se puso muy colorada y farfulló algo sobre el cuarto de baño. Eran extraordinariamente parecidos; la misma cara redonda, el mismo azoramiento. George estaba como si lo hubieran sorprendido con la mano en la caja. Pero fue extraño, ¿no creen? Que estuvieran los dos juntos, quiero decir. George no era de los invitados, por supuesto; sólo estaba allí para recoger los abrigos de los hombres y vigilar que no se colara nadie. Y si la señora Bartrum quería ir al servicio, ¿por qué no se lo dijo a Claudia o a alguna de las mujeres de la plantilla?

– Y luego, ¿lo comentó usted con alguien? -preguntó Kate-. Con el señor Gerard, por ejemplo.

– No, no era tan importante; sólo curioso. Casi lo había olvidado, hasta ahora. Oiga, ¿hay alguna otra cosa que quieran saber? Me parece que ya he estado aquí bastante rato. Si quieren volver a hablar conmigo, será mejor que me escriban y procuraré concertar un encuentro.

– Nos gustaría tener una declaración firmada, lady Lucinda. Quizá podría acudir a la comisaría de policía de Wapping tan pronto como le sea posible -dijo Kate.

– ¿Con mi abogado?

– Si lo prefiere o si lo juzga necesario, sí.

– Supongo que no hará falta. Mamá dijo que quizá me convendría tener un abogado que se ocupara de mis intereses en la investigación, por si salía lo de la ruptura del compromiso, pero no creo que tenga ya ningún interés, si Gerard murió antes de leer mi carta.