Выбрать главу

– Entonces, ¿no fue usted a Innocent House en su propio coche? -inquirió Kate.

– Yo no conduzco, inspectora. Lamento mucho la contaminación producida por los vehículos de motor y no quiero contribuir a ella. ¿Verdad que es un gesto muy cívico? Por otra parte, está también el hecho de que, cuando intenté aprender a conducir, la experiencia me resultaba tan aterradora que iba todo el rato con los ojos cerrados y ningún instructor quería aceptarme. Fui a Innocent House en metro. Muy tedioso. Tomé la Circle Line desde Notting Hill Gate hasta la estación de Tower Hill y, una vez allí, cogí un taxi. Es más fácil ir por la Central Line hasta la calle Liverpool y coger el taxi allí, pero, de hecho, no lo hice así, si es que eso tiene la menor importancia.

Kate le pidió detalles de la velada y no se sorprendió al comprobar que confirmaba la declaración de Claudia Etienne.

– Entonces -intervino Daniel-, ¿estuvieron jimios desde las seis y media de la tarde hasta la madrugada?

– Exactamente, sargento. Es usted sargento, ¿verdad? Si no, lo siento muchísimo, pero es que tiene usted todo el aspecto de un sargento. Estuvimos juntos desde las seis y media hasta las dos de la madrugada. Supongo que no les interesará saber qué hicimos entre, digamos, las once de la noche y las dos. Si les interesa, será mejor que se lo pregunten a la señorita Etienne. Ella podrá ofrecerles una descripción apta para sus castos oídos. Imagino que desearán una declaración firmada, ¿no es así?

A Kate le proporcionó una satisfacción considerable responder que, en efecto, querían una declaración oficial y que podía pasarse por la comisaría de Wapping para hacerla.

Al ser interrogado por Kate, de un modo tan delicado y paciente que al parecer sólo sirvió para incrementar su terror, el señor Simon confirmó que los había oído llegar a las once. Estaba atento a la llegada de Declan porque siempre dormía mejor si sabía que había alguien en la casa; era por eso, en parte, por lo que le había propuesto al señor Cartwright que fuera a vivir allí. Pero en cuanto oyó la puerta, se quedó dormido. Si alguno de los dos había vuelto a salir más tarde, él no habría podido decirlo.

Mientras abría la portezuela del coche, Kate comentó:

– Estaba muerto de miedo, ¿no te parece? Me refiero a Cartwright. ¿Crees que es un bribón, un tonto o las dos cosas a la vez? ¿O sólo un niño bonito con buen ojo para las chucherías? ¿Qué demonios puede ver en él una mujer inteligente como Claudia Etienne?

– Vamos, Kate. ¿Desde cuándo la inteligencia tiene algo que ver con el sexo? En realidad, me temo que son incompatibles; la inteligencia y el sexo, quiero decir.

– Para mí no lo son. La inteligencia me excita.

– Sí, ya lo sé.

– ¿Qué insinúas? -replicó ella con aspereza.

– Nada. Yo he comprobado que me va mejor con mujeres guapas, de buen carácter y complacientes, que no sean demasiado brillantes.

– Como a la mayor parte de los de tu sexo. Deberías aprender a superarlo. ¿Cuánto crees que vale esa coartada?

– Más o menos, como la de Rupert Farlow. Cartwright y Claudia Etienne habrían podido matar a Etienne, llevar directamente la lancha al muelle de Greenwich y estar en el restaurante a las ocho sin ningún problema. No hay mucho tráfico en el río una vez que ha oscurecido; las probabilidades de que alguien los viera son más bien escasas. Otra aburrida tarea de comprobación.

– Tiene un motivo; los dos lo tienen -observó Kate-. Si Claudia Etienne es lo bastante tonta como para casarse con él, tendrá una esposa rica.

– ¿Crees que tiene agallas para matar a alguien? -preguntó Daniel.

– No hicieron falta muchas agallas, ¿verdad? Sólo habría tenido que engatusar a Etienne para que subiera a aquella habitación de la muerte. No tuvo que apuñalarlo, ni pegarle, ni estrangularlo. Ni siquiera tuvo que verle la cara a su víctima.

– Pero uno de los dos habría tenido que volver más tarde para ponerle la serpiente. Ahí sí que habría hecho falta valor. No me imagino a Claudia Etienne haciéndole eso a su propio hermano.

– Oh, no sé qué decirte. Si estaba dispuesta a matarlo, ¿por qué habría de asustarle profanar el cadáver? ¿Quieres conducir tú o conduzco yo?

Mientras Kate se sentaba al volante, Daniel telefoneó a Wapping. Era evidente que había noticias. Cuando colgó el auricular, tras unos minutos de conversación, le anunció:

– Ha llegado el informe del laboratorio. Robbins acaba de leerme los resultados del análisis de sangre, hasta los detalles más aburridos. La saturación de la sangre era del setenta y tres por ciento. Seguramente tardó muy poco en morir. Parece que la muerte debió de producirse hacia las siete y media. Con un treinta por ciento se experimenta mareo y dolor de cabeza; con un cuarenta por ciento, falta de coordinación y confusión mental; con un cincuenta por ciento, agotamiento, y con un sesenta, pérdida de la conciencia. La debilidad puede presentarse repentinamente a consecuencia de la hipoxia muscular.

Kate preguntó:

– ¿Te ha dicho algo de los cascotes que obstruían el cañón de la chimenea?

– Procedían de la misma chimenea. Es el mismo material. Pero ya lo suponíamos.

– Sabemos que la estufa de gas no era defectuosa y no tenemos ninguna huella significativa. ¿Y el cordón de la ventana?

– Eso ya es más difícil. Lo más probable es que lo desgastaran deliberadamente con algún instrumento romo a lo largo de un período indeterminado de tiempo, pero no están seguros al cien por cien. Las fibras estaban aplastadas y rotas, no cortadas. El resto del cordón era viejo y en algunos puntos estaba debilitado, pero no han podido ver ninguna razón para que se partiera por aquel lugar a no ser que lo hubieran manipulado deliberadamente. Ah, y hay otro dato: han encontrado una minúscula mancha de sustancia mucosa en la cabeza de la serpiente. Eso quiere decir que se la embutieron en la boca inmediatamente después de retirar el objeto duro, o muy poco después.

42

El domingo 17 de octubre Dalgliesh decidió llevarse a Kate consigo para entrevistar a la hermana de Sonia Clements, la hermana Agnes, en su convento de Brighton. Habría preferido ir solo, pero un convento, aun siendo éste anglicano y aun siendo él hijo de un párroco con tendencias afines a la alta Iglesia, era un territorio ajeno en el que había que internarse con circunspección. Sin una mujer a modo de carabina, quizá no le permitieran ver a la hermana Agnes más que en presencia de la madre superiora o de alguna otra monja. Dalgliesh no sabía muy bien qué esperaba obtener de esa visita, pero el instinto, del que a veces desconfiaba pero del que había aprendido a no hacer caso omiso, le decía que había algo que averiguar. Las dos muertes, tan distintas, estaban relacionadas por algo más que aquella habitación desnuda del último piso en la que una persona había elegido la muerte y la otra había luchado por vivir. Sonia Clements había trabajado veinticuatro años en la Peverell Press; era Gerard Etienne quien la había despedido. ¿Constituía esa decisión despiadada motivo suficiente para el suicidio? Y si no, ¿por qué había elegido morir? ¿Quién hubiera podido sentirse tentado de vengar esa muerte?

El tiempo seguía siendo apacible. La bruma temprana se despejó con la promesa de otro día de sol suave, aunque quizás esporádico. Incluso el aire de Londres encerraba algo de la dulzura del verano, y una brisa ligera arrastraba finos jirones de nubes por un firmamento azul. Mientras recorría el aburrido y tortuoso trayecto hasta los arrabales del sur de Londres con Kate al lado, Dalgliesh sintió resurgir un anhelo juvenil por ver y oír el mar, y deseó que el convento estuviera situado en la costa. Durante el viaje hablaron poco. Dalgliesh prefería conducir en silencio y Kate podía tolerar un viaje entero a su lado sin sentir la necesidad de charlar; no era, reflexionó él, la menor de sus virtudes. Había pasado por el piso nuevo de Kate para recogerla, pero había esperado dentro del Jaguar a que apareciera en lugar de tomar el ascensor y llamar a su puerta, lo que acaso la hubiera hecho sentir en la obligación de invitarlo a pasar. Dalgliesh valoraba demasiado la propia intimidad para arriesgarse a invadir la de ella. Kate bajó a la hora en punto, como él se figuraba. Tenía un aspecto distinto, y Dalgliesh se dio cuenta de que muy pocas veces la veía con falda. Sonrió interiormente y se preguntó si su ayudante habría dudado antes de decidirse, hasta llegar a la conclusión de que sus acostumbrados pantalones podían considerarse inadecuados para una visita a un convento. Sospechó que, a pesar de su sexo, quizá se encontraría más cómodo allí que Kate.