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Otra vez se volvió. Preguntó:

– ¿Hay alguna posibilidad de que vuelva a plantearse el modo en que murió mi hermana?

– ¿Formalmente? Ninguna en absoluto. Sabemos cómo murió Sonia Clements. Me gustaría saber por qué, pero el veredicto de la encuesta fue correcto. Legalmente, ahí acaba todo.

Siguieron andando en silencio. La monja parecía estar considerando un curso de acción. Dalgliesh pudo percibir, o acaso lo imaginó, los músculos endurecidos por la tensión en el brazo que rozó fugazmente el suyo. Cuando ella habló por fin, lo hizo con voz áspera.

– Puedo satisfacer su curiosidad, comandante. Mi hermana murió porque la abandonaron las dos personas que más le importaban, y la abandonaron definitivamente; quizá las dos únicas personas que jamás le importaron. Yo pronuncié los votos una semana antes de que se matara; Henry Peverell había muerto ocho meses antes.

Hasta el momento Kate había permanecido callada. Entonces preguntó:

– ¿Quiere usted decir que estaba enamorada del señor Peverell?

La hermana Agnes se volvió y la miró como si hasta entonces no hubiera advertido su presencia. Luego apartó de nuevo la cara y con un estremecimiento casi imperceptible apretó aún más los brazos contra el pecho.

– Fue su amante durante los ocho últimos años de su vida. Ella lo llamaba amor. Yo lo llamaba una obsesión. No sé cómo lo llamaba él. Nunca se los vio juntos en público. Su relación se mantuvo en absoluto secreto por deseo expreso de él. La habitación donde hacían el amor era la misma en que se mató. Yo siempre sabía cuándo habían estado juntos. Eran las noches en que se quedaba hasta más tarde en la oficina. Cuando llegaba a casa, le notaba el olor de él.

Kate protestó.

– Pero ¿por qué tanto secreto? ¿Qué le asustaba? Ninguno de los dos estaba casado en aquel entonces, los dos eran adultos. Lo que hicieran no le incumbía a nadie más que a ellos.

– Cuando le hice esa pregunta tenía las respuestas preparadas, o mejor dicho, las respuestas que le había dado él. Me dijo que él no deseaba volver a casarse, que quería permanecer fiel al recuerdo de su esposa, que le repugnaba la idea de que sus asuntos particulares fueran tema de conversación en la oficina, que la relación disgustaría a su hija. Mi hermana aceptó todas las excusas. Por lo visto, le bastaba que él necesitara lo que ella podía ofrecerle. Podía ser lo más sencillo, naturalmente, que mi hermana resultara adecuada para satisfacer una necesidad física, pero no lo bastante hermosa, joven ni rica para que se sintiera tentado de casarse con ella. Y creo que, para él, el secreto debía de prestar un aliciente adicional al asunto. Tal vez fuera eso lo que a él le gustaba, humillarla, comprobar hasta dónde llegaba su devoción, escabullirse subrepticiamente hacia aquel cuartito deprimente como un caballero Victoriano dispuesto a hacerle un favor a la doncella. Lo que más me molestaba no era lo pecaminoso de la relación, sino su vulgaridad.

Dalgliesh no se esperaba tanta franqueza, tanta confianza. Aunque quizá no era de extrañar: la hermana Agnes debía de haber soportado meses de silencio autoimpuesto y, ahora, ante dos desconocidos a los que nunca más tendría que volver a ver, podía liberar la amargura acumulada.

– Yo era la mayor, pero sólo le llevaba dieciocho meses -prosiguió la monja-. Siempre estuvimos muy unidas. Eso lo destruyó ella: no podía quedarse al mismo tiempo con él y con su religión, así que lo eligió a él. Destruyó la confianza que había entre nosotras. ¿Qué confianza podía haber si cada una despreciaba al dios de la otra?

– ¿No le parecía bien su vocación? -preguntó Dalgliesh.

– No la comprendía. Ni él tampoco. Él la consideraba una retirada del mundo y de la responsabilidad, de la sexualidad y del compromiso, y ella creía lo que creía él. Naturalmente, mi hermana ya conocía mis proyectos desde hacía algún tiempo. Supongo que tenía la esperanza de que no me aceptaran en ninguna parte. No hay muchas comunidades que acojan a candidatas de edad madura; los conventos no se construyen como refugio para fracasados y decepcionados. Y ella sabía, por supuesto, que yo no tenía ninguna habilidad práctica que ofrecer. Era, soy, restauradora de libros. La reverenda madre aún me da permiso de vez en cuando para trabajar en bibliotecas de Londres, Oxford y Cambridge, siempre que haya una casa adecuada, quiero decir un convento, donde pueda alojarme. Pero estos trabajos son cada vez menos frecuentes. Se necesita mucho tiempo para restaurar y volver a encuadernar un manuscrito o un libro valioso, más tiempo del que pueden prescindir de mí.

Dalgliesh recordó una visita que había hecho tres años antes al Corpus Christi College, de Cambridge, en la que le mostraron la Biblia de Jerusalén que se llevaba bajo escolta a la abadía de Westminster para las sucesivas coronaciones, junto con uno de los más antiguos ejemplares iluminados del Nuevo Testamento. Aquel tesoro recién encuadernado, extraído amorosamente de su caja especial, fue depositado sobre un atril acolchado en forma de V y su custodio pasó las hojas con ayuda de una espátula de madera para no tocarlas con las manos. A través de cinco siglos, Dalgliesh contempló maravillado los minuciosos dibujos, todavía tan brillantes como cuando los colores fluían con delicada precisión de la pluma del artista, dibujos que, en su belleza y su humanidad esencial, casi lo habían movido a las lágrimas.

– ¿Se considera más importante su trabajo aquí? -le preguntó.

– Se juzga según otros criterios. Aquí, mi falta de los conocimientos prácticos más habituales no es ninguna desventaja: cualquiera puede aprender en poco tiempo a manejar una lavadora, a acompañar a los pacientes en silla de ruedas al cuarto de baño, a repartir los orinales. Y ni siquiera sé si estos servicios se necesitarán mucho tiempo más. El sacerdote que oficia como nuestro capellán está preparándose para ingresar en la Iglesia católica romana, tras la decisión de la Iglesia de Inglaterra de ordenar a mujeres. La mitad de las hermanas quieren seguirlo. El futuro de St. Anne como orden anglicana es incierto.

Terminaron de recorrer los tres senderos en toda su longitud y, tras dar media vuelta, emprendieron el regreso. La hermana Agnes añadió:

– Henry Peverell no fue la única persona que se interpuso entre nosotras durante los últimos años de vida de mi hermana. Estaba también Eliza Brady. Oh, no hace falta que se moleste en localizarla, comandante; murió en 1871. Me enteré de su existencia por un informe de una encuesta publicado en un periódico Victoriano que encontré en una librería de viejo en Charing Cross Road y que, por desgracia, le enseñé a Sonia. Eliza Brady tenía trece años. Su padre trabajaba para un comerciante en carbón y su madre había muerto de parto. Eliza se convirtió en madre de sus cuatro hermanos y hermanas menores, además del bebé. Su padre declaró en la encuesta que Eliza hacía de madre para todos. La chiquilla trabajaba catorce horas diarias: lavaba, encendía el fuego, cocinaba, hacía las compras, cuidaba de toda su familia. Una mañana, mientras secaba al fuego los pañales del bebé, se apoyó en la rejilla, que cedió hacia las llamas. La muchacha sufrió horribles quemaduras y estuvo agonizando hasta que, al cabo de tres días, murió. Su historia afectó muchísimo a mi hermana. Me decía: «Conque ésta es la justicia de tu Dios misericordioso. Así recompensa a los inocentes y los buenos. No tenía bastante con matarla; tenía que hacerla morir de un modo horrible, lentamente y con agonía.» Mi hermana llegó casi a obsesionarse con Eliza Brady. La convirtió en una especie de figura de culto. Si hubiera tenido una fotografía suya, seguramente habría rezado ante ella, aunque no sé a quién.

– Pero si quería un motivo para renunciar a Dios, ¿por qué tuvo que ir a buscarlo en el siglo xix? -objetó Kate-. En la actualidad no faltan tragedias. Sólo tenía que mirar la televisión o leer la prensa. Sólo tenía que pensar en Bosnia. Eliza Brady lleva más de cien años muerta.