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Con la mirada fija en su cerveza, Daniel preguntó:

– Trabajaste con John Massingham en el caso Berowne, ¿verdad? ¿Te gustaba?

– Era un buen policía, aunque no tanto como él se figuraba. No, no me gustaba. ¿Por qué?

Él dejó la pregunta sin responder.

– A mí tampoco. Estuvimos juntos en la División H, los dos como sargentos. Me llamaba «chico judío». Eso no tenía que llegar a mis oídos, naturalmente; sin duda le habría parecido una falta de tacto insultar a un compañero cara a cara. Y debo reconocer que la frase completa era «nuestro ingenioso chico judío», pero no sé por qué me parece que no lo decía como un cumplido.

En vista de que ella no decía nada, prosiguió.

– Cuando Massingham utiliza la expresión «cuando triunfe», sabes que no se refiere a llegar a superintendente en jefe. Se refiere a heredar el título de su padre: lord Dungannon, jefe de policía. No le hará ningún daño. Llegará allí antes que cualquiera de los dos.

«Antes que yo, seguro», pensó Kate. En su caso, la ambición debía regirse por la realidad. Alguna mujer tenía que ser la primera en llegar a jefe de policía; podía ser ella, pero era una locura contar con eso. Probablemente había ingresado en el cuerpo con diez años de antelación.

– Lo conseguirás, si de veras lo deseas -le aseguró.

– Quizá. No es fácil ser judío.

Kate hubiera podido replicar que tampoco era fácil ser mujer en el mundo machista de la policía, pero se trataba de una queja habitual y no tenía ninguna intención de lloriquear ante Daniel.

– No es fácil ser una hija ilegítima.

– ¿Lo eres? Creía que ahora estaba de moda.

– No las ilegítimas como yo. Y lo mismo les ocurre a los judíos; tienen prestigio, al menos.

– No los judíos como yo.

– ¿En qué sentido es difícil?

– No puedes ser un ateo contento como las demás personas: sientes constantemente la necesidad de explicarle a Dios por qué no puedes creer en él. Y luego tienes una madre judía. Eso es absolutamente esencial, va con el lote: si no tienes una madre judía, no eres judío. Una madre judía quiere que su hijo se case con una buena chica judía, le dé nietos judíos y se deje ver con ella en la sinagoga.

– Esto último podrías hacerlo de vez en cuando sin violentar demasiado tu conciencia, si es que los ateos la tienen.

– Los ateos judíos, sí. Ese es el problema. Vamos a mirar el río.

En la parte de atrás de la taberna había un jardincito con vistas al Támesis que en las calurosas noches de verano resultaba incómodo porque solía estar lleno de gente, pero en una noche de octubre pocos habituales se sentían inclinados a sacar sus bebidas al aire libre, de modo que Kate y Daniel salieron a un silencio fresco y perfumado por el río. La única lámpara que brillaba colgada en la pared proyectaba un suave resplandor sobre las sillas de jardín colocadas patas arriba y las grandes macetas de geranios de leñoso tallo. Avanzaron juntos y dejaron las jarras sobre la pared baja que daba al río.

Hubo un silencio. De pronto, Daniel habló bruscamente.

– No atraparemos a ese tipo.

– ¿Por qué estás tan seguro? -replicó ella-. ¿Y por qué ha de ser un tipo? Podría ser una mujer. ¿Y por qué eres tan derrotista? El jefe es probablemente el investigador más inteligente de Inglaterra.

– Es más probable que sea un hombre. Desmontar y montar la estufa de gas más bien parece obra de un hombre. En todo caso, supongamos que lo es. No lo atraparemos porque es tan inteligente como el jefe y tiene además una gran ventaja: el sistema de justicia criminal está de su parte, no de la nuestra.

Se trataba de un resentimiento familiar. La desconfianza casi paranoica que Daniel sentía hacia los abogados era una de sus obsesiones, similar al disgusto que le causaba que le llamaran Dan, abreviando su nombre. Kate estaba acostumbrada a oírle decir que el sistema de justicia criminal no pretendía tanto condenar al culpable como proporcionar una ingeniosa y lucrativa carrera de obstáculos donde los abogados pudieran demostrar su astucia.

– Eso no es ninguna novedad -observó ella-. Hace cuarenta años que el sistema de justicia criminal favorece a los delincuentes. Hemos de aceptarlo así. Los tontos tratan de compensarlo manipulando las pruebas para que parezcan más fuertes cuando están puñeteramente seguros de que su hombre es el culpable, pero lo único que se consigue así es desacreditar a la policía, dejar al culpable en libertad y promover nuevas leyes que aún hacen más difícil demostrar la culpabilidad. Tú lo sabes, lo sabemos todos. La solución está en conseguir pruebas sólidas y honradas y en lograr que se sostengan ante un tribunal.

– En un caso realmente grave, las pruebas sólidas suelen proporcionarlas los informadores y los agentes infiltrados. Por el amor de Dios, Kate, lo sabes tan bien como yo. Y resulta que debemos dárselas a la defensa por adelantado, con lo que no podemos utilizarlas sin poner vidas en peligro. ¿Sabes cuántos casos importantes hemos tenido que abandonar en los últimos seis meses, sólo en la policía metropolitana?

– En este caso no será así, ¿verdad? Cuando tengamos pruebas, las presentaremos.

– Pero no las tendremos. A no ser que uno de ellos se derrumbe, y eso no ocurrirá. Todo es circunstancial. No tenemos un sólo hecho que podamos relacionar con ninguno de los sospechosos. Cualquiera de ellos habría podido hacerlo. Uno de ellos lo hizo. Podríamos reunir indicios contra cualquiera de ellos, pero el caso no llegaría a los tribunales. El departamento legal lo rechazaría. Y si llegara, ¿no te imaginas lo que diría la defensa? Etienne pudo subir a aquella habitación por sus propias razones. No podemos demostrar que no fue así. Pudo ir a buscar algo a los archivos, un contrato antiguo. No piensa tardar mucho, así que deja la chaqueta y las llaves en su despacho. Entonces tropieza con algo más interesante de lo que se imaginaba y se sienta a estudiarlo. Le entra frío, así que cierra la ventana, rompiendo accidentalmente el cordón, y enciende la estufa. Cuando se da cuenta de lo que está sucediendo ya se encuentra demasiado desorientado para llegar a la estufa y apagarla. Y muere. Luego, al cabo de varias horas, el gamberro de la oficina encuentra el cadáver y se le ocurre añadir un toque de misterio morboso a lo que, en realidad, es un lamentable accidente.

Kate replicó:

– Todo eso ya lo hemos hablado y no se sostiene en pie. ¿Por qué cayó al lado de la estufa? ¿Por qué no fue hacia la puerta? Etienne era inteligente y debía de conocer el riesgo de encender una estufa de gas en un cuarto mal ventilado, así que ¿por qué cerró la ventana?

– De acuerdo, estaba intentando abrirla, no cerrarla, cuando se rompió el cordón.

– Dauntsey dice que la última vez que estuvo en esa habitación la ventana estaba abierta.

– Dauntsey es el principal sospechoso; podemos prescindir de su declaración.

– La defensa no prescindirá. No se puede construir un caso prescindiendo de las pruebas que no convengan.

– De acuerdo, digamos que intentaba abrir o cerrar la ventana. Dejemos eso.

– Pero ¿por qué tenía que encender la estufa, para empezar? No hacía tanto frío. ¿Dónde están esos documentos que tanto le interesaron? Los que había sobre la mesa eran contratos de hace cincuenta años, autores ya fallecidos de los que nadie se acuerda. ¿Qué interés podían tener para él?

– El bromista los cambió. No podemos saber qué documentos estaba examinando en realidad.

– ¿Por qué había de cambiarlos? Y si Etienne fue al cuartito a trabajar, ¿dónde estaban la pluma, el lápiz, el bolígrafo?