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– Fue a leer, no a escribir.

– No podía escribir, ¿verdad? Ni siquiera pudo garabatear el nombre de su asesino. No tenía nada con qué escribir. Alguien le robó la agenda que llevaba un lápiz incorporado. Ni siquiera pudo escribir su nombre en el polvo, porque no había polvo. ¿Y qué me dices de la lesión que tenía en el paladar? Eso es incontrovertible, es un hecho.

– Que no está relacionado con nadie. No lograremos demostrar cómo se produjo el rasguño si no podemos presentar el objeto que lo produjo. Y no sabemos qué objeto fue. Probablemente no lo sabremos nunca. Lo único que tenemos son sospechas y pruebas circunstanciales; ni siquiera tenemos las suficientes para poner a uno de los sospechosos bajo vigilancia. ¿Te imaginas qué protestas, si lo hiciéramos? Cinco personas respetables, ni una sola de ellas con antecedentes penales. Y dos con coartada.

Kate protestó:

– Ninguna de las dos vale un pimiento. Rupert Farlow reconoció francamente que juraría que De Witt había estado con él tanto si era cierto como si no. Y esa historia de que lo necesitó varias veces durante la noche…, ya viste qué interés tuvo en darnos las horas exactas, ¿eh?

– Supongo que cuando te estás muriendo tiendes a fijarte en la hora exacta.

– Y Claudia Etienne asegura que estuvo con su novio. Ese novio va a casarse con una mujer muy rica, puñeteramente más rica que hace sólo una semana. ¿Crees que dudaría en mentir por ella si se lo pidiera?

– Muy bien -concedió Daniel-. Es fácil restarles crédito a las coartadas, pero ¿podemos demostrar que sean falsas? Y podría ser que nos hubieran dicho los dos la verdad. No podemos dar por sentado que mienten. Y si han dicho la verdad, Claudia Etienne y De Witt son inocentes. Lo que nos lleva otra vez a Gabriel Dauntsey. Él tuvo los medios y la oportunidad, y carece de coartada para la media hora anterior a su salida hacia aquel recital en un pub.

– Pero eso se aplica igualmente a Frances Peverell, y ella sí que tenía un motivo. Etienne la plantó por otra y se proponía vender Innocent House en contra de sus deseos. Nadie tenía más motivos que ella para desear su muerte. Y trata de convencer a un jurado de que un anciano de setenta y seis años con reuma pudo subir aquellas escaleras o coger aquel ascensor lento y rechinante, hacer lo que tenía que hacer en el despachito de los archivos y volver a su piso en cosa de ocho minutos. De acuerdo, Robbins hizo el ensayo y, aunque muy justo, resultaba factible, pero no si tenía que pasar por la planta baja para recoger la serpiente.

– Sólo tenemos la palabra de Frances Peverell de que fueran ocho minutos. Podrían estar metidos los dos en el asunto; siempre ha sido una de nuestras posibilidades. Y el ruido de la bañera al vaciarse no significa nada. He visto la bañera, Kate: es de ésas anticuadas, grandes y sólidas. Se podría ahogar a un par de adultos en ella. Sólo tuvo que abrir un poco el grifo para que la bañera se fuera llenando lentamente mientras él salía, darse una zambullida al llegar para quedar convincentemente mojado y llamar a Frances Peverell. Pero yo diría que estaban los dos de acuerdo.

– No piensas con claridad, Daniel. Es toda esa historia sobre el agua del baño lo que deja a Frances Peverell a salvo. Si estaban los dos de acuerdo, ¿por qué habían de inventarse una complicada historia de bañeras, agua corriente y ocho minutos? ¿Por qué no se limitó a decir que estuvo esperando su taxi, que estaba preocupada porque tardaba en regresar y que, cuando lo vio llegar, lo hizo subir al piso de ella y lo tuvo allí toda la noche? Hay una habitación libre, ¿verdad? A fin y al cabo, se trata de un asesinato; no creo que le preocupara demasiado la posibilidad de dar lugar a habladurías.

– Podríamos demostrar que él no durmió en esa cama. Si Frances Peverell nos hubiera contado esa historia, habríamos llamado a los forenses. No se puede dormir toda la noche en una cama sin dejar algún indicio, ya sean cabellos o sudor.

– Bien, pues yo creo que ella nos ha dicho la verdad. Esa coartada es demasiado enrevesada para no ser auténtica.

– Eso es probablemente lo que nos querían hacer creer. Dios mío, este asesino es inteligente. Es inteligente y tiene suerte. Piensa por un momento en Sonia Clements. Se mató en esa habitación. ¿Por qué no pudo desgastar ella el cordón de la ventana y obstruir el cañón de la chimenea?

Kate respondió:

– Mira, Daniel, el jefe y yo lo hemos estado comprobando esta mañana, hasta donde hemos podido, al menos. Su hermana afirma que Sonia Clements no tenía aptitudes mecánicas. Además, ¿por qué había de manipular la estufa? ¿Con la esperanza de que alguien, varias semanas más tarde, la encendiera misteriosamente, atrajera a Etienne a esa habitación y lo encerrase para que se intoxicara con el monóxido de carbono?

– Claro que no. Pero quizás había pensado suicidarse así, de modo que pareciera un accidente, para no perjudicar a la Peverell Press. Quizá pensaba hacerlo desde que murió el señor Peverell. Luego, cuando Gerard Etienne la despidió de un modo tan inhumano…

– Si fue inhumano.

– Supongamos que lo fue. Después de eso, ya no le importaba que la empresa saliera perjudicada o no; probablemente quería perjudicarla o, al menos, perjudicar a Etienne. Así que ya no se molestó en hacer pasar su muerte por un accidente: se mató de un modo más agradable, con pastillas y vino, y dejó una nota de suicidio. Escucha, Kate, esto me gusta. Tiene una especie de lógica demencial.

– Más demencial que lógica. ¿Cómo podía saber el asesino que Clements había manipulado el gas? No es probable que se lo dijera ella. Lo único que has conseguido es que la teoría de la muerte accidental parezca más verosímil. Tu teoría es un regalo para la defensa. Ya me imagino al abogado defensor sacándole todo el jugo: «Señoras y caballeros del jurado, Sonia Clements tuvo tanta ocasión de manipular la estufa de gas como mi defendido, y Sonia Clements está muerta.»

– Muy bien -dijo Daniel-. Seamos optimistas. Lo atraparemos y, entonces, ¿qué le ocurrirá? Diez años de cárcel si tiene mala suerte, menos si sabe comportarse.

– ¿Querrías que le echaran una soga al cuello?

– No. ¿Y tú?

– No, no querría que volviéramos al ahorcamiento. Pero no sé si mi postura es demasiado racional; de hecho, ni siquiera sé si es honesta. En mi opinión, la pena de muerte es un factor disuasivo, de modo que lo que vengo a decir es que estoy dispuesta a aceptar que personas inocentes corran un riesgo mayor de morir asesinadas, con tal de salvar mi conciencia diciendo que ya no ejecutamos a los asesinos.

Daniel le preguntó:

– ¿Viste aquel programa de televisión la semana pasada?

– ¿Aquél sobre el sistema correccional en Estados Unidos?

– Correccional. Buena palabra. Los internos quedaban bien corregidos, desde luego. Ejecutados con una inyección letal después de sabe Dios cuántos años en la galería de la muerte.

– Sí, lo vi. Se podría argumentar que tuvieron un fin puñeteramente más fácil que sus víctimas. Un fin más fácil que el que tiene la mayoría de los seres humanos, si a eso vamos.

– Así pues, ¿apruebas la muerte por venganza?

– Daniel, yo no he dicho eso. Es sólo que no pude sentir demasiada compasión por ellos. Asesinaron en un Estado donde está en vigor la pena de muerte, y luego parecían agraviados porque el Estado se proponía cumplir lo que estaba en sus leyes. Ninguno mencionó a su víctima. Ninguno pronunció la palabra «arrepentimiento».

– Uno la pronunció.

– Entonces debió de pasarme por alto.

– No fue lo único que te pasó por alto.

– ¿Estás intentando pelearte conmigo?

– Sólo intento averiguar lo que crees.

– Lo que yo crea es asunto mío.

– ¿Incluso en cuestiones relacionadas con el trabajo?

– Sobre todo en cuestiones relacionadas con el trabajo. Además, esto no está relacionado con el trabajo más que indirectamente. El programa pretendía que me escandalizara. Reconozco que estaba bien hecho: el productor no se excedió; no se puede decir que fuera injusto. Pero al final daban un número al que los espectadores podían llamar para expresar su indignación. Lo único que digo es que no sentí la indignación que ellos obviamente pretendían provocar. Además, no me gustan los programas de televisión que intentan decirme qué debo sentir.