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– En tal caso, tendrás que dejar de mirar documentales.

Una lancha de la policía, esbelta y veloz, pasó navegando río arriba, el foco de proa peinando la oscuridad, la estela, una blanca cola de espuma. Casi enseguida desapareció, y la superficie alborotada se asentó en una suave calma ondulante, sobre la cual las luces reflejadas de los pubs del río arrojaban refulgentes charcos de plata. Pequeños grumos de espuma surgieron flotando de la oscuridad para deshacerse contra la pared del río. Se hizo un silencio. Estaban los dos de pie, a medio metro de distancia, contemplando el río. De pronto, se volvieron simultáneamente y sus miradas se encontraron. Kate no podía ver la expresión de Daniel a la luz de la única lámpara de pared, pero percibió su fuerza y oyó que se le aceleraba la respiración. Y en aquel momento experimentó una descarga de anhelo físico tan poderosa que tuvo que extender la mano y apoyarse en la pared para no arrojarse en sus brazos.

– Kate -dijo Daniel, haciendo un gesto rápido hacia ella. Pero la joven se había dado cuenta de lo que iba a suceder y se apartó a un lado con igual rapidez-. ¿Qué ocurre, Kate? -le preguntó con suavidad. Luego, con voz sardónica, añadió-: ¿Al jefe no le gustaría?

– No organizo mi vida privada según las preferencias del jefe.

Daniel no la tocó. Habría resultado más fácil, pensó ella, si lo hubiera hecho.

– Verás -le explicó-, he perdido a un hombre al que amaba por culpa del trabajo. ¿Por qué habría de complicármelo por uno al que no amo?

– ¿Crees que lo complicaría, tu trabajo o el mío?

– Oh, Daniel, ¿no es lo que ocurre siempre?

Él comentó, en un tono algo burlón:

– Me dijiste que debía aprender a aficionarme a las mujeres inteligentes.

– Pero no me ofrecí a formar parte del aprendizaje.

Daniel dejó escapar una risa contenida que rompió la tensión. En aquel momento a Kate le gustó enormemente, en gran medida porque, a diferencia de la mayoría de los hombres, era capaz de aceptar el rechazo sin rencor. Pero ¿por qué no? Ninguno de los dos podía fingirse enamorado. Ella pensó: «Los dos somos vulnerables, los dos estamos un poco solos, pero ésta no es la solución.»

Mientras se volvían para regresar al interior del pub, él le preguntó:

– Si ahora estuvieras con el jefe y te pidiera que fueras con él a su casa, ¿irías?

Kate reflexionó unos segundos y llegó a la conclusión de que merecía una respuesta sincera.

– Seguramente. Sí, iría.

– ¿Y eso sería amor o sexo?

– Ninguna de las dos cosas -contestó-. Llámalo curiosidad.

45

El lunes por la mañana, Daniel marcó el número de la centralita de Innocent House y le pidió a George Copeland que acudiera a Wapping durante la hora del almuerzo. El conserje llegó justo pasada la una y media, y trajo consigo a la habitación un peso de angustia y tensión que pareció embargar el aire. Cuando Kate comentó que hacía calor en la sala y que quizás estaría más cómodo si se quitaba el abrigo, él lo hizo de inmediato, como si la sugerencia hubiera sido una orden, pero lo siguió con mirada aprensiva mientras Daniel lo recogía y lo colgaba, como si temiera que aquél fuera sólo el primer paso de un desnudamiento premeditado. Observando su rostro aniñado, Daniel pensó que debía de haber cambiado poco desde la adolescencia. Las mejillas redondas con sendas lunas de color rojo, tan definidas como parches, tenían la lisura de la goma, en incongruente contraste con la seca mata de cabello gris. Los ojos reflejaban una expresión de fatigada esperanza, y la voz, atractiva pero insegura, estaba más dispuesta, sospechó, a congraciarse que a afirmar. Probablemente lo habían intimidado en la escuela, pensó Daniel, y luego la vida lo había tratado a patadas. Pero al parecer había encontrado su hueco en Innocent House, en un empleo que por lo visto le convenía y que obviamente desempeñaba de un modo satisfactorio. ¿Cuánto habría durado esa situación bajo el nuevo orden?, se preguntó.

Kate le invitó a tomar asiento ante ella con más cortesía de la que habría mostrado con Claudia Etienne o con cualquiera de los demás sospechosos varones, pero él se sentó tan rígido como una tabla, las manos como zarpas cerradas sobre su regazo.

Kate comenzó:

– Señor Copeland, durante la fiesta de compromiso del señor Etienne, el día diez de julio, se le vio bajar con la señora Bartrum del piso de los archivos de Innocent House. ¿Qué habían ido a hacer allí?

Formuló la pregunta con suavidad, pero su efecto fue tan devastador como si lo hubiera empujado contra la pared y le hubiera gritado a la cara. Él se encogió literalmente en su silla y las lunas rojas llamearon y crecieron, para luego desvanecerse en una palidez tan extrema que Daniel se acercó instintivamente, medio creyendo que iba a desmayarse.

– ¿Reconoce que subieron al último piso? -preguntó Kate.

El sospechoso recobró la voz.

– Al cuarto de los archivos, no; no fuimos allí. La señora Bartrum quería ir al servicio. La acompañé al del último piso y la esperé fuera.

– ¿Por qué no utilizó los aseos del vestuario de señoras del primer piso?

– Lo intentó, pero los dos cubículos estaban ocupados y había cola. Ella estaba…, tenía prisa.

– De modo que la acompañó usted arriba. Pero ¿por qué se lo pidió a usted y no a alguna de las empleadas de la casa?

Era una pregunta, pensó Daniel, que habría sido más lógico hacerle a la señora Bartrum. Sin duda en un momento u otro así sería.

Copeland permaneció en silencio. Kate insistió:

– ¿No habría sido más natural que se lo hubiera pedido a una mujer?

– Quizá sí, pero es tímida. No conocía a ninguna, y yo estaba allí en el mostrador.

– Y a usted lo conocía, ¿no es eso? -Él no pronunció ninguna palabra, pero asintió con una leve inclinación de cabeza-. ¿Se conocen muy bien?

Entonces él la miró de hito en hito y contestó:

– Es mi hija.

– ¿El señor Sydney Bartrum está casado con su hija? Eso lo explica todo. Es perfectamente natural y comprensible: ella se dirigió a usted porque es usted su padre. Pero eso no es de conocimiento común, ¿verdad? ¿Por qué es un secreto?

– Si se lo digo, ¿habrá de saberse? ¿Tiene usted que decir que se lo he dicho?

– No tenemos que decírselo a nadie excepto al comandante Dalgliesh, y no lo sabrá nadie más a no ser que se trate de algo relevante para nuestra investigación. Eso no podemos saberlo hasta que nos lo explique.

– Fue el señor Bartrum, es decir, Sydney, quien quiso que no se supiera. Quería mantenerlo en secreto, al menos al principio. Es un buen marido, la quiere y son felices los dos. Su primer marido era un animal. Ella hizo todo lo posible porque el matrimonio fuera un éxito, pero creo que sintió un gran alivio cuando él la dejó. Siempre había andado con mujeres y al final se fue con una de ellas. Se divorciaron, pero ella quedó muy afectada. Perdió toda la confianza en sí misma. Menos mal que no tenían hijos.

– ¿Cómo conoció al señor Bartrum?

– Un día mi hija vino a buscarme al trabajo. Normalmente soy el último en salir, así que nadie la vio excepto el señor Bartrum. Como no le arrancaba el coche, Julie y yo nos ofrecimos a llevarlo y, cuando llegamos a su casa, él nos invitó a tomar un café. Supongo que debía de sentirse obligado. De ahí vino todo. Empezaron a escribirse, y los fines de semana él iba a verla a Basingstoke, donde ella vivía y trabajaba.